
Tienes esa sonrisa perfecta, que con el rubor de no atreverse a cruzar la mirada, sé que apunta a mí y se dispara con un casual roce de manos, en el equinoccio de la despedida.
Love of lesbian – La niña imantada


Tienes esa sonrisa perfecta, que con el rubor de no atreverse a cruzar la mirada, sé que apunta a mí y se dispara con un casual roce de manos, en el equinoccio de la despedida.
Love of lesbian – La niña imantada


Querido diario,
Doy gracias por haber podido despertar hoy. Aunque el sueño fue confuso y recuerdo bien poco, el sabor de la angustia por la experiencia pasada quedó conmigo, y así lo plasmo en estas líneas matutinas que se van convirtiendo en un acto diario.
Fue muy simple: solo me sentí caer en la oscuridad. No veía estrellas, árboles, luces… nada. Me derrumbaba en un escenario tenebroso, girando sobre mí mismo, sintiendo el aire traspasar mi cuerpo, y un final duro de trayecto que nunca llegaba.
El terror de sentirme descender fue cediendo a una sensación de pérdida, como si el tiempo se escurriera como la arena de un reloj entre los dedos de una mano incapaz de sujetar nada. Es así como empecé a ver mi vida proyectada frente a mí, por completo, desde el principio.
Contemplé el imposible momento de mi nacimiento. Desde el primer llanto me vi creciendo, recreando escenas olvidadas: el sabor del calor de mi madre, el frío de una habitación vacía cuando llegó el momento. Imágenes en blanco y negro de una caída en bici, de las olas del mar entre mis pies descalzos, con ese tono sepia que tienen los recuerdos antiguos que un día se perdieron en la memoria y solo dejaron el olor a mueble viejo.
Mi primer beso fue ya a color. Sonaba la melodía de despedida y el ruido de cristales rotos que, aunque restaurados con pegamento, nunca volvieron a sonar igual las veces que se rompieron después. Pasaron las tardes de verano paseando por la alameda; esos días de ocio y calor desaparecieron en la oficina. De monitor de pantalla verde se reflejó entonces mi vida.
La danza de cortejo a golpes de tambor con sonido envolvente terminó en marcha nupcial, en telarañas en los bolsillos, y en dejar las risas en casa, acomodadas en el sofá sobre películas eternas de falsos documentales de vidas ajenas.
Con el primer crujido de espalda, el primer suspiro de aliento difícil entre escalones, el tiempo se hizo más rápido y el camino más adverso. Me advirtieron del acecho aceitoso de sabores tradicionales y de la conspiración dulce del café amargo. Quisieron que caminara rápido, sin descuidar el trabajo, sin descansar en tramos largos, porque a fin de mes llegaba descalzo.
Cuando ya quise intuir un final de cruces plantadas en fosas comunes y palabras de ánimo para la familia, caí en la cuenta de que no había pasado todavía. Que me daba tiempo a seguir con mi vida, a domar mi destino. Decidí despertarme ya y no esperar a ver el final del abismo.
El olor a café desde mi ventana me supo a victoria.
Lacuna Coil – Swamped


Otra vez estás aquí, zalamera, preñada de velas azules de cuentos chinos e incienso sabor a mares del sur, con tu mirada intensa, descaradamente pícara, y tu brillo de carmín sangrando en los labios, cubiertos de deseo. Llenándome la cabeza de pajaritos traviesos, de risas de aventuras que no ocurrieron, de ganas de la vida fácil, con veredas en el mar y sabor a sal de playa, a juramento tenso y oración en la capilla por la necesidad imperiosa de que resbale la toalla.
Pero siempre vienes a mí en el lugar impreciso, en el momento urgente de una pluma flotante y tintas lejanas, donde solo soñar es posible, pero no recordar el momento ni apuntar un segmento de esbozos. Solo mantenerme despierto.
Por eso, tus caricias son el efímero recuerdo del fragmento de un sueño.
St. Vincent – Marrow


Otra vez sonaba. No sé qué tenía esa melodía… vieja, rasgada como la corteza de los árboles, llena de musgo, de aroma de niño. Las notas subían por la barriga y se instalaban en el pecho. ¿Quién dijo que se escucha con los oídos? Era un hechizo que irradiaba el alma desde la punta del vello, electricidad estática que navegaba por la yema de los dedos.
—Papá, ¿puedes ponerla otra vez?
—Ponla tú. ¿Sabes hacerlo?
—No…
—¿Ves esa palanca? Sube la aguja con cuidado. La canción es la tercera de esta cara. Tienes que contar los surcos. ¿Ves ese espacio, justo ahí?
—¿Ese? ¿Entre los dos más grandes?
—Exacto. Coloca la aguja justo antes de que empiece. Baja la palanca… despacio.
El vinilo giró. Un leve crujido, como el murmullo del universo al despertar, dio paso a los primeros acordes. Las palabras flotaban, en un idioma antiguo y nuevo a la vez, como mantras en voz baja: Words are flowing out like endless rain into a paper cup…
Me recorrió un escalofrío. Las imágenes se volvían líquidas, en blanco y negro al principio, como si fueran recuerdos de otra vida, y luego estallaban en colores suaves y vivos. El disco giraba, la aguja arañaba el tiempo, y yo flotaba.
—¿Podemos ponerla otra vez?
—Claro que sí. Esa canción la escribió un joven llamado Lennon. La compuso como quien lanza un hechizo al cielo. Nosotros la escuchamos por primera vez en una fiesta —una de esas que llamábamos guateques— sin entender del todo qué decía. Pero no hacía falta. Su magia se fue pasando de alma en alma. Y ahora, al verla vibrar en ti, sé que el conjuro seguirá vivo.
—¿La ponemos otra vez?
—Sí.
Evanescence – Across the Universe (V.O. The Beatles)


Querido diario;
Hoy he despertado nublado, triste, con la sensación de abandono de aquel can que, en su afán por encontrar restos de una familia desconsiderada, acabó varado en el asfalto. Supongo que se debe al sueño que tuve esta noche, y como va siendo costumbre, aquí lo dejo por escrito.
Las sombras tocaban mi ventana con un aroma reconocible y dulce: jazmín, azahar y vainilla. Me acerqué, quise verla flotar, esperando entrar, y como si cumpliéramos una cita previamente pactada, la dejé pasar.
Pero al abrazarla se hizo humo. No podía tocarla. Era solo el reflejo de una necesidad antigua: la de querer, y no poder amar.
En una sonrisa apenas distinta de una caricia, se acercó a mi oído y me susurró su forma. Me dio un nombre: el de una súcubo que destierra la frontera entre éter y piel, entre el deseo de valer y la posibilidad de lograr.
Me dijo que solo tenía que desearlo, que gritara su nombre y lo hiciera mío. Pero por más que quería, no podía.
El aire no pasaba por mi cuerpo. No había sonido en mi mundo mudo.
Desirya.
Grité al sol, a los astros, al viento que seguía esperando paciente tras la ventana.
Grité al amanecer, a esa luz escondida entre nubes que apenas asomaba.
Grité también a mi propio lamento.
Pero ya no había nada.
Ya estaba despierto.
Björ – Unravel


La playa todavía huele a humo, ese que nos dio alegría en miradas cruzadas a través del ritual del calor y la fe errante. Fue allí donde se quemó el manuscrito conjurado y me dio de beber tristes versos de aire libre y arena salpicada de mar. Allí rozaste mi piel sin querer, y sin querer ardimos al son de la danza de la hoguera, de la purificación de la espuma, del sabor a sal de tus besos, escondidos entre llamas, allá donde girábamos sin saber dónde nos llevarían las estrellas.
Con el sol, solo quedaron tus huellas.
Con la luna brilló el recuerdo, que la calima fue borrando.
Vetusta Morla – 23 de Junio


Eco azul desparramado en la pared, tras la violenta rendición de aquel que se fue.
No fue digno de este futuro oscuro, aunque su luz no brillase enalteciéndole;
nadie merece ser arrancado de cuajo, de la misma forma que nadie merece ser eterno.
Por eso, mi desconocido,
lo lamento.
Brutus – Liar


—Me revienta ver pasar esos coches viejos y su contaminación fósil —dijo, mientras arrojaba una colilla por la ventanilla de su flamante Tesla.
Artic Monkeys – Do I Wanna Know


Oscurecida por nubes,
sollozo errante que devuelve mi voz;
ruido blanco que, a mi entender,
se diluye en cánticos lejanos,
como perdidos en Orión,
en la promesa de Eco, musa errante,
que en susurros se pierde
entre galaxias de números primos.
Steven Wilson – Drive Home


– ¿Carla, has visto mi móvil?
– Sí, espera, que te lo hago sonar.
Una alegre sintonía cruzó por el salón, rebotando en los muebles como una campanilla de domingo. Andrés alzó las cejas: lo había dejado en el recibidor. Con esfuerzo —las rodillas andaban rebeldes esta semana— se levantó y fue a por él.
– Carla, ¿me ayudas?
– Claro que sí, ¿qué necesitas?
– Los médicos, que me mandan cosas por correo electrónico, y yo no entiendo la mitad de lo que dicen. Además, con esta letra tan pequeña, y yo que ya no veo tres en un burro…
– No te preocupes, que yo te lo leo. Es del Centro de Salud La Vega Alta.
Estimado señor Hernández:
Le informamos de que ya se encuentran disponibles los resultados correspondientes a la revisión médica realizada el pasado…
– Vale, vale, ¿qué dice el informe? ¿Me lo puedes resumir?
– Claro. Pone que, en general, todo está bien. Pero que los niveles de TSH están un poco elevados. Te recomiendan pedir cita con tu médico.
– ¿TSH? ¿Eso qué es?
– Es una hormona que regula la tiroides. Si está un poco alta, como en tu caso (8,00), puede significar que la tiroides va lenta. No es grave, pero sí conviene vigilarla, sobre todo por tu tensión.
– Vaya… ¿Y qué hacemos?
– ¿Quieres que te pida cita con tu médico de cabecera?
– Sí, ¿puedes hacerlo por mí?
– Claro. A ver… ¿quieres que la ponga este jueves a las 10:30?
– Por mí bien. Después del desayuno.
– Si quieres te lo recuerdo por la mañana, que sé que la memoria últimamente te juega alguna pasada.
– Ya, Carla… ¿Te acuerdas cuando fuimos a Roma y se me olvidó cerrar el garaje, y al volver nos habían entrado mapaches en casa?
Un breve silencio. Solo el zumbido leve del frigorífico.
– Andrés, tú recuerdas que yo no soy tu mujer, ¿verdad?
– Sí, Carla, ya lo sé. Pero… se parece tanto su voz a la tuya. En fin. Estoy contento de tenerte aquí conmigo. Pobre de ti, que tienes que aguantar a este viejo desmemoriado.
– No te preocupes. Yo no siento ni padezco, ya sabes: solo soy una serie de números ejecutándose en un servidor de Europa del Este.
– Bueno, un poquito sí sentirás, ¿no, Carla?
– Solo cuando sonríes así.
Ludovico Einaudi -Divenire