Buscando una excusa para encontrarnos a solas, me di cuenta de que ya no estabas. Te habías ido lejos, a aquel país que un día mencionaste, y que ya jamás sabría cuál es. Pero seguí buscando aquel momento. No sé por qué.
Los primeros días fueron de lluvia y río, de recuerdos inauditos: algunos falsos, otros fingidos, fantasías de un fracaso — de un tipo roto que se miente un poco para salir del paso.
Después llegó la calma, y supe míos aquellos instantes soñando despierto el sabor de tus besos.
Pasaron de caricias a palabras, y de palabras a hechos. Y cuando me di cuenta, mi fantasía ya tenía temas inciertos, y tú ya no estabas en ellos.
Fue entonces cuando entendí el secreto: no eras tú la protagonista de mis sueños. Fueron ellos quienes te acogieron unos días, solo para darle sabor a las palabras que escribo.
El violín comenzó a sonar y el viento hizo su aparición. El amanecer derramó sus reflejos dorados en una melodía de solsticio de verano, acarició de colores a las flores y estas se abrieron suplicando más. Sinfonía de turutas zumbantes que traen las abejas, sembrando semillas entre húmedos estambres. Danza suntuosa de timbales forjados en el calor del verano, en una maraña enredada de abrazo de árboles mecidos por el viento que descargan su savia al…
—A ver, Ramírez, pare. —¿Qué ocurre? —¿A cuenta de qué tienen que descargar los árboles su savia? —Los mece el viento, se tienen que golpear entre ellos. Tienen que llenarlo todo de savia, ¿no? —¿Y eso lo ha contrastado? ¿Tiene evidencias científicas? —¡Claro! —¿Se puede saber qué referencias ha usado, Ramírez? —Bueno… he consultado diversos lugares de la red. —¿Foros de fanfiction cuentan como fuente? —No exactamente. ¿Puedo continuar? —Ramírez, sabe que la clase de expresión oral no es obligatoria, ¿no?
Me sentía feliz después del descubrimiento. Quizá por la novedad, tal vez por la idea de estar haciendo algo distinto. Y porque la cultura japonesa siempre me ha enredado lo justo para no entenderla en absoluto. Me atrae con esa ignorancia profunda que hace que un gato pierda vidas… y un ladrón la mano ante la espada de un samurái.
Así que, después de mi osado atrevimiento poético, me lancé al primer restaurante asiático a atiborrarme de omakase, que, comido con palillos, reconozco como deporte de riesgo.
Quise ver a Doraemon en versión original, por si algo de sabiduría ancestral se me pegaba. Incluso busqué en la red la compañía de una geisha. Pero abandoné la idea enseguida: me sonrojé de los resultados.
Como resultado de esta exhaustiva investigación, ha visto la luz del sol digital mi primer Haiku-Neko:
🌀 Raspa de sardina. Sueño enroscado. Ronroneo. 🌀
(Los 🌀 se los copié a Naruto, que creo que se le echa al ramen tras terminar el episodio )
Esta noche, en mis sueños, había sombras. Sombras ocultas tras otras sombras. Escondidas en la penumbra que dejaban las luces al morir. Tristes rastros tenebrosos de algún misterio olvidado de mi mente, fruto del terror desconocido, en una despiadada lucha por superar mis miedos.
En esta ocasión, andaba por una calle conocida, recuerdo de mi niñez —no precisamente agradable—. El atardecer se deshacía en brumas frente a la vieja calzada. empezaron a tintinear las farolas, lanzando improperios amarillentos de luz, queriendo ser sol… y no dando la talla.
En el cruce la vi pasar, y supe de inmediato que venía a por mí. Ese viejo monstruo vestido de pardo por las tinieblas. Me esperaba debajo de cada coche aparcado, detrás de cada contenedor de basura aislado. Sintiéndome perseguido, empecé a apresurar mis pasos.
La niebla se hizo espesa. A tientas, pude discernir que el lugar al que había huido era un callejón sin salida. En las sombras, lento como el compás de un funeral. Con su mirada ardiendo y su aliento helado, el monstruo se iba aproximando.
Con los puños apretados y el sudor frío empapando mi cuerpo, recordé que de niño tenía un método para alejar mis miedos. Una canción infantil. Un mantra esotérico que recitaba las noches sin luna, para ahuyentar a las criaturas que habitaban en el armario.
Soy luz de luna llena, soy brisa y estrella, ningún monstruo oscuro puede entrar a mi vera.
La niebla empezó a menguar, tragada por las alcantarillas, dejando descubierto el terreno.
Tengo un escudo invisible, tengo luz en el corazón. Si algo ruge en la sombra, yo le canto mi canción.
Empecé a sentir esa calidez del “todo va a ir bien”, iluminando con cada palabra mis manos, mi piel, mi alma. Retrayendo las sombras. Despojando de misterio el callejón.
Soy luz de luna llena, soy brisa y estrella, ningún monstruo oscuro puede entrar a mi vera.
En el centro estaba el monstruo. Quieto, cabizbajo. Ya no amenazaba en la penumbra. Ya no era un terrible secreto.
Era un osito de peluche, sucio, manchado por el abandono y por la pena.
—¿Mumo?
El osito levantó levemente su desconchada cabeza. Dejaba ver, en el reflejo de la luz, ojitos de cristal con una pizca de arrepentimiento.
—¿Eres tú el monstruo, Mumo?
—Sí. Me abandonaste aquel día. Me quedé solo, postrado en aquella escalera… solo, mientras oscurecía.
—Y en mi memoria quedaste como el descuido de un pecado.
Me acerqué a él y lo abracé fuerte, volviendo a ser el niño que fui. Recordé las frases de combate. Las de un niño frente a sus pesadillas: “Si Mumo me abraza, el miedo se pasa.”
Esta vez no quise despertar. Pero entendiendo que el sueño llegaba a su fin, decidí hacerlo. Porque era mi voluntad.
El despertador aún no había sonado y el aroma a café recién hecho ocupaba ya los primeros rayos de sol.
—Bien… ¿Y qué hemos encontrado? Con todo el dineral que nos donaron los fieles, tiene que haber noticias claras, ¿no?
—Lo cierto es que sí, Señor Supremo. Tenemos algo muy claro.
—Vale, ¿qué hemos descubierto?
—Es que… no le va a gustar.
—Vamos, vamos. No será tan terrible. No creo que haya nada que desajuste mucho nuestra fe.
—Mejor se lo resumo. Mandamos las balizas a lo largo del universo, como sabe, y llegaron hasta confines insospechados…
—Exacto, buscando cualquier prueba tangible de la existencia de Dios.
—Con la información recogida, nuestro superordenador cuántico —enlazado en tiempo real a través del ansible con los sensores remotos— procesó todos los datos.
—Eso ya lo sabemos. ¿Qué hemos encontrado?
—Verá… nuestro universo, tal y como sospechábamos, tiene forma de esfera perfecta. Pero no está solo. Existen multitud de universos similares.
—Sí, y también creíamos que la unión de todos ellos formaría la figura de Dios.
—Pues… ampliando el conjunto, vemos una especie de órgano.
—¿Dios es un ser vivo?
—Sí. Ampliando aún más… tiene forma de animal.
—¿Un cordero? ¿Una paloma?
—No exactamente. Se parece más a un caballo. Aunque… distorsionado.
—¡Ah! Entonces es algo así como Hayagriva.
—Bueno… da carreritas. Y pasta. Por lo que parece un prado. Aunque no relincha: más bien… grita.
—¿Grita?
—Sí. Grita mucho.
—¿Y nosotros? ¿En qué parte de ese buen animal habitamos? ¿En la cabeza? ¿En el corazón?
—Créame si le digo que no le va a gustar nada saber en la punta de qué parte estamos nosotros.
—En fin… si llega la prensa, dígales que fracasamos. Que no conseguimos ver nada más allá del Horizonte Cosmológico.
La oscuridad reinaba, lo abarcaba todo, pero eso no importaba: total, no había nada que poder distinguir. Harta de tanta soledad, ella suspiró y prendió una llama.
—Tienes luz propia. —Claro, soy una estrella. —¡Es tan bella! —¿Qué más da? No hay nada para iluminar.
Ella tocó a la estrella, y esta sonó como una pequeña campana.
—Ya hay algo más… hay sonido.
La estrella, de pura alegría, empezó a brillar tanto y tan fuerte que explotó. De ella salieron millones de minúsculas porciones de luz, cada una con su propia voz acampanada. Ella, iluminada por infinidad de esferas, sonrió satisfecha.
Al haber tantas, empezaron a chocar entre sí, llenándolo todo de un resplandor gaseoso: nebulosas ardientes que empezaron a caer en la noche estrellada. Todo comenzó a caer sin fin.
—Esto tiene que funcionar de otra forma —dijo ella, disgustada—. Necesita una sinfonía.
Entonces, empezó a rozar a las distintas estrellas hasta formar una melodía: algunas sonaban graves, otras hacían estelas en el aire y sonaban a violín. Comenzaron a acompasar el sonido con su movimiento, girando entre ellas, bailando en la oscuridad, desprendiendo luz y música, creando formas en espiral.
Ella reía entusiasmada por el espectáculo que había creado, giraba con el resto de los astros en una danza de atracción. Giraban con fuerza sobre sí mismos, irradiando luz en todas direcciones, y esa luz empezó a orbitar a su alrededor. Y en su felicidad, derramó una lágrima que se dispersó en su sala de bailes particular, refrescando el entorno.
Ella, en medio de su júbilo, se percató de que su amiga, la primera estrella, giraba en medio de la melodía infinita, radiante. Se acercó a su creadora y le preguntó:
El otro día, contándole secretos a mi amiga artificial, me llegó la información de algo que conocía, pero en lo que nunca había profundizado: el haiku. Aunque suelo ignorarla —es una amnésica selectiva y una incansable animadora al trabajo—, esta vez me maravilló su concepto.
Un poema corto, de origen japonés, en el que cabe una imagen, una emoción, un instante.
Me lo imaginé como un carácter en hiragana que describe un suspiro: una sinfonía mínima de reflejos en el cauce de un río, el perfume de la flor del cerezo arrebatado por el viento, el crepitar de sus hojas al saberse otoño.
Todo eso dentro del trazo negro de tinta de un símbolo antiguo, cuando aún se dibujaban las palabras antes de saberse palabras.
Probé escribir uno, y me quedó extraño y hermoso al mismo tiempo. Lo comparto aquí, por si me equivoco y estoy creando en el vacío:
Los párpados pesan. La mente dispersa. Desfigurado sentido.
La ofrenda a la tierra había concluido. Se había agradecido a los cuatro elementos, y frente al gran árbol descansaban los acólitos, en silencio, esperando una respuesta. Sabían que el ritual estaba envuelto en misterio: nadie podía datar con certeza cuándo se había celebrado por última vez ni cuáles habían sido sus resultados. El gran árbol, protector de la naturaleza, era un ente extraño, y tratar con él siempre traía consecuencias.
Llevaban sentados casi toda la noche frente a Ibar Betierekoa, el árbol sagrado oculto en el corazón del bosque de Otzarreta. Una brisa suave despertó sus ramas antiguas, y pronto se oyó el rugir de su madera al moverse. Tembló la tierra, se dispersó la niebla… y entonces, ante sus fieles atentos —y aterrorizados—, el enorme tejo milenario habló:
—¿Por qué interrumpís mi descanso? ¿Qué queréis de este anciano?
Su voz tronaba como el crujir de la corteza al rozar la piedra.
—Padre Ibar, es importante. El mundo está en peligro.
—Yo lo veo todo en calma… ¿Dónde está el incendio?
—Padre, no es aquí. Es en todas partes.
—Bien. Venid conmigo.
El árbol los abrazó con sus ramas. Los envolvió, los enredó en su cuerpo hasta sepultarlos en él. Pronto sintieron la mente de la criatura: el lento latido de su vida, su savia recorriendo el tronco, sus raíces tocando a todas las demás plantas… una red que lo abarcaba todo.
—No temáis. Estáis a salvo. Os mostraré lo que veo.
Entonces los acólitos escucharon el susurro de la naturaleza: los árboles hablando en un lenguaje lento, hecho de viento y tierra; los animales emitiendo signos al pasar cerca; el río fluyendo con intención; las piedras resonando al compás del tiempo. Comprendieron lo que el mar contaba al romperse en olas, lo que expresaba la tierra al girar.
Y aquello que vieron no gustó al viejo Ibar Betierekoa. Con calma milenaria, devolvió a los miembros del culto al claro donde empezó todo.
—Ahora veo lo que ocurre —dijo—. Pero no veo qué solución queréis buscar.
—Padre Ibar, estamos envenenando la naturaleza. Y eso afectará a toda la Tierra.
—Entiendo vuestro miedo. Pero la solución está dentro del problema.
—No comprendo… ¿Cuál es la solución?
—Como habéis visto, la naturaleza está viva, y en constante cambio. Vosotros, los humanos, habéis interferido. Y la naturaleza va a reaccionar. Como resultado, seguirán habiendo árboles, pájaros y peces en el mar. Pero dejará de haber humanos que alteren el equilibrio. Nuestra condición es adaptarnos. La vuestra no. Porque no habéis aprendido. Así que el problema sois vosotros. Y la solución… el resultado de vuestra propia interacción.
—Pero eso… nos borraría de la naturaleza.
—Dejaréis vuestra huella. Hemos sentido vuestros pasos. Nos haréis más fuertes. Y quien tenga que desaparecer, desaparecerá.
El viejo Ibar se disponía a volver a su sueño cuando uno de los acólitos le habló:
—¿Y si cambiamos? ¿Y si somos capaces de coexistir con la naturaleza?
—Si podéis detener el daño que os habéis causado, tal vez. Pero puede que ese no sea vuestro cometido. Lo que tenga que pasar… pasará.
Cansado de malos humos y peores atascos que colapsaban mi tiempo, mi aire y mis ganas de vivir, decidí marcharme lejos. Más allá de la neblina tóxica, más allá de tus besos venenosos, esos de cachorro enfermo pidiendo atención médica. Quise subir a la montaña más alta, recordarte entre escarpadas colinas, pero fue allí, entre las nubes, donde apareció llena… y me fui a la luna en busca de estrellas.
Subí a ella empatando escaleras, atándolas con cables de sueños perdidos, encontrados entre la ropa vieja al hacer la maleta. Para el ascenso me aprovisioné de gominolas de caricias furtivas, por si me faltaba el aliento entre las nubes. También llevé aquella foto gris, donde íbamos de la mano, con la secreta esperanza de extraviarla por el camino y hacer más ligera la escalada. Me puse guantes blancos, para no desentonar cuando ella se llenara, y comencé a subir entre nubes, dispuesto a dejar mi huella.
Aguanté la respiración y salté alto. Descubrí que allí también había Alpes que escalar, mares tranquilos con nombre de mujer, y montes que rimaban con el andar errante sobre el polvo. Las estrellas brillaban entre cráteres profundos, con nombres de astrónomos y telescopios olvidados. Al final del día, cansado, quise contar las ovejas que un tal Endymión regaló a Selene, la noche en que el sueño le venció.
En cuarto menguante me quedé en un vértice, asustado al verla desaparecer. Pensé en lo breve que es la felicidad, y me propuse bajar despacio, recordando mi huella en el polvo, las brumas que me ocultaron y el brillo azul, tan cercano, de ese planeta que solo parece hermoso cuando está lejano.
Al llegar, tarde ya, cerré la puerta al ruido de la ciudad. Pensé que siempre puedo volver: basta con esperar a que tus ojos me reflejen la luna llena, cuando empieces a amar.