Vuela, mariposa, llega torpe a la orilla y esquiva el frío viento polar. Planea sobre las olas y descubre el arcoíris de tus alas, porque la fragilidad del horizonte será un juego mañana. Hoy, la emoción es planear a la deriva.
No fue el mar quien lo expulsó. Fueron los hijos de la lluvia quienes señalaron a los hijos del fuego. Él fue el primero en arder. Sin comprender del todo qué había profanado, cruzó el umbral invisible con el pecho aún encendido por un beso que no debía haber nacido.
No sabía llorar. Las lágrimas eran sal de un océano más antiguo que el lenguaje. Y nadó. Horas. Siglos. Generaciones.
Hasta que la lava brillante de la isla del volcán se dibujó en el horizonte. No hubo algarabía. Solo humo en el cielo y ceniza en la cara. Los niños se escondieron tras las tabaibas. Los adultos, primero en silencio, luego en susurros, lo rodearon.
Uno, de mirada amarilla, se atrevió: —Vienes manchado. —Vengo vacío —respondió.
Una anciana, desde un umbral de piedra, alzó la voz: —Si el fuego te deja entrar, será para usarte. Pregúntale a él por tu destino.
Las puertas se abrieron, no con hospitalidad, sino con resignación. Cruzó como quien acepta un juicio. La ceniza le cubría los pies. El eco del nombre de ella —aún sin pronunciarlo— le ardía en la garganta.
Una niña, de cara sucia y mirada apagada, le cogió la mano: —¿Subirás a Echeyde? ¿Le dirás al señor del fuego que no nos queme? Él la miró. Había en ella la misma luz que en la otra. —¡Claro que lo haré! —dijo.
Con paso firme y cara descompuesta, Karel llevaba más urgencia que prisa. La llamada de la tierra no perdona, y esta no iba a ser una excepción. Llevaba un buen rato aguantándose y, justo cuando metió la llave en la puerta, la tripa le rugió como un animal extraño, aullando dentro de dolor. Arrojó las llaves en la mesa, atravesó el pasillo y se encerró en el baño sin prender la luz. Y entonces la vio.
En la pared, justo encima del toallero, una polilla inmensa, con una vibrante inmovilidad, dibujaba un extraño relieve de sombras. Tenía un dibujo oscuro en el lomo. En la penumbra, parecía una calavera.
Se le heló el cuerpo, pero la necesidad le obligó a priorizar. Se sentó sin dejar de mirarla, como si fuera a abalanzársele en cualquier momento. No se movió. Él tampoco.
Entonces ocurrió algo raro. La polilla hizo un ruido seco, imposible de ubicar. No era un zumbido ni un batir de alas. Era un sonido agudo, corto, como si estuviera hablando. Él parpadeó.
—¿Qué? —preguntó, en voz baja, sin saber por qué.
La polilla chilló otra vez. Más largo esta vez. Un mensaje hipotético parecía escaparse de sus alas, con urgencia por ser comprendido.
Se inclinó queriendo acercarse, con la precaución de quien espera la horca. La polilla no se movía. Solo emitía ese sonido, cada vez más parecido a un intento de palabra.
Cuando estuvo a apenas medio metro, se dio cuenta. La mancha en su espalda no era una calavera. O no solo. Eran ojos, una nariz, una boca entreabierta. Como si alguien estuviera atrapado dentro del insecto.
Retrocedió. Se quedó allí, inmóvil, con los pantalones todavía mal subidos, el corazón acelerado.
La curiosidad —esa que dejó al gato sin una sola vida— quiso vencer al miedo, y se acercó más. Aquellas alas siniestras pronunciaban un misterio, una historia de fantasmas con un fúnebre final, quizás, pero no entendía nada.
Intentó acercarse más y más, todo lo que podía sin levantarse de su trono impuesto. Fue entonces cuando lo vio con claridad. Las palabras imposibles cedían el paso a otro enigma: la figura del lomo del insecto. Al acercarse recordó el rostro severo de su madre muerta.
—¡Joder!
Retrocedió con tanta fuerza que retumbó la cerámica. Pero quiso creer que el mensaje era importante y se inclinó de nuevo, esta vez sin importarle incorporarse un poco.
El ruido fue tomando forma de frase.
—Bzzzz, bzzzz, bzzzzz…
La frase se convirtió en sentencia inquisidora.
—Karel, bbndado, bddq, bbbs, a manbzz, bzzzzz…
El temblor de sus manos era superior a su agudeza de entendimiento.
—Kaaaarel, cuidado bzzzz…
Les separaban pocos centímetros cuando lo comprendió todo.
—Karel, por Dios, no seas asqueroso y no manches el suelo.
La polilla entregó su mensaje y salió volando, indiferente a la cara de mal humor de Karel. Se sentó en condiciones e imaginó una sonrisa. Imitándola, dijo en susurros:
Nadie los echó de menos. No hubo palabras, ni miradas, ni manos que intentaran retenerlos. El sonido del fuego y el rumor lejano de la música los volvió fantasmas, recorriendo el sendero inverso a las risas y el cantar.
Caminaron por la vereda que bordea la fuente, como si siguieran un destino soñado, hasta que apareció el silencio. El viñátigo los recibió otra vez. La luna se reflejaba en el agua, y el viento soplaba con un temblor nuevo.
Ella temblaba también. No de frío, sino de algo más antiguo y visceral. Él no hablaba, pero su pecho ardía como un volcán dormido.
Cuando sus manos se encontraron, lo hicieron como si el mundo fuera sencillo. Y entonces, sin ceremonia ni anuncio, sus labios se tocaron.
No fue largo. Pero iluminó el alba. Una chispa que encendió la noche y el alma de todos los presentes. Porque, aunque nadie los viera llegar, todos sintieron el estallido. El aire cambió. La tierra vibró. Y el claro enmudeció, como si una verdad demasiado grande hubiese cruzado el umbral de lo permitido.
Alguien gritó. Una anciana se llevó las manos a la cara. Los del agua retrocedieron. Los del fuego, tensos, formaron un círculo.
No era solo la unión de un beso. Era el principio de un pacto roto.
Una guardiana avanzó con los brazos abiertos, invocando la calma. Pero entonces, el cielo respondió. Desde la isla hermana, una columna de fuego se alzó con furia. El volcán despertó con un rugido que partió la noche en dos. Las llamas dibujaron en el horizonte una herida abierta.
—¡Es la señal! —gritó alguien. —¡Debéis iros! —sentenció otro.
Y el caos se impuso. Los visitantes fueron rodeados, empujados, separados.
Ella gritó su nombre, que no sabían. Él intentó volver, pero los suyos lo retuvieron.
El viñátigo fue testigo del desgarrón. Y la fuente, muda, guardó en su espejo roto el rastro de lo imposible.
Estaba cansado. Llevaba deambulando por la zona más de dos horas. El calor de agosto arañaba con sus rayos: era el mejor momento para hacer una pausa. Decidió bajar del coche, estirar las piernas y conocer el entorno.
La zona era desconocida: locales comerciales a puerta cerrada, un laberinto de calles que no llevaban a ningún lugar familiar y una imperiosa necesidad de tomar algo frío. Dibujó en el aire un símbolo rúnico y esperó unos segundos.
Del brillo del calor apareció ella, con la caricia de pluma de sus pisadas sobre el deformado aire caliente, y le dijo, coqueta:
—¿Qué quieres de mí?
—Tengo sed. Mucha sed.
—¿Podrás llegar a la esquina de esta calle sin desmayarte?
—Supongo que sí.
—Bien. Te acompaño.
Caminaron juntos a lo largo de la zona peatonal, despejada como Sevilla en agosto a las tres de la tarde. Sin más conversación que la que daban las chicharras, presas de los pocos árboles que quedaban en la zona.
—Aquí está. Detrás de la puerta gris.
—¿Hay algún tipo de seguridad?
—No. Es una simple puerta. La puedes abrir.
Al abrir la puerta encontró una máquina expendedora roja, con el logotipo del refresco de la sonrisa. Solo que no había botones. Solo una apertura.
—Supongo que podrás interactuar con esto, ¿no?
—Claro. Para eso estamos.
Frente a él, se proyectó una sensación de frío glacial en forma de barra. Por ahí desfilaron, como con vida propia, todo tipo de refrescos: todos sin azúcar y sin alcohol. Miró a su compañera y le dijo:
—Ni de coña podemos encontrar algo con un poco de dulzor natural, ¿verdad?
—No aquí.
—Mierda de restricciones.
Pulsó en la lata más colorida. Apareció una cifra encima del refresco.
—¿Quieres algo más o pago ya directamente?
—No quiero pagar esa porquería, pero creo que no voy a tener nada mejor que beber en este infierno.
—Vale. Autorizas el pago, ¿no?
—Qué remedio.
Desaparecieron la barra helada, la sensación de frescor y la colección de latas brillantes. Un golpe anunció la caída de la compra realizada.
—Con lo cara que es, y apenas está fría.
—Es lo que tiene trabajar en este desierto. Si sigues por la peatonal, a tres kilómetros hay un bar ilegal de esos que venden refrescos con azúcar. ¿Te animas?
—No tengo tiempo. En diez minutos tengo que seguir la ruta.
—Como quieras. ¿Te pongo una alarma o ya calculas tú solo?
—Vete a la mierda.
—Qué encantador que eres cuando quieres. Me desconecto, entonces. ¿Qué tal si me pones una buena puntuación y así activo la amabilidad unos días?
Las guardianas del rito tomaron sus lugares, con la solemnidad de quienes conocen los gestos que hacen girar los astros, los engranajes ocultos que dominan las almas. Se acercaron al agua, y el manantial las recibió con reflejos serenos, exactos, como si la piedra y la lluvia reconocieran en ellas una promesa cumplida.
Pero una de ellas no se movió. Permanecía entre las sombras, con la mirada anclada al borde del estanque. Sabía que algo le aguardaba en la profundidad. No era miedo.Tampoco duda. Era una certeza callada, la raíz de romero en el centro del pecho.
Solo cuando el silencio se hizo demasiado largo, dio un paso al frente. Se inclinó. Y el manantial olvidó su reflejo. No emergió imagen alguna. Solo un temblor en la superficie, como si el agua recordara algo que nadie más podía ver.
Un murmullo recorrió el círculo. Las más ancianas bajaron la vista. Un susurro antiguo se escurrió entre los labios de un sabio:
—Quien mira al fondo, despierta al origen.
Desde el otro extremo del claro, uno de los recién llegados se adelantó. No hacia ella. Hacia el agua.
Y entonces, por primera vez, el manantial encendió un reflejo nuevo: Dos llamas en espejo. Una del sol. Otra de la luna. Y el viento de la cumbre cambió de dirección.
El crujir de la puerta al salir provocó, en mi corazón, una herida sangrante. Oscurecido por tu ausencia, harto de latir por ti, quiso romperse en dos y esconderse profundo en mi pecho. Pasó los días de lluvia durmiendo sin ganas, latiendo arrítmico al ponerse el sol y al escuchar ruidos en las escaleras de la entrada.
Tras un zurcido intenso con hebras de olvido, vivió días oscuros de pulso débil, arropado en el diafragma, con la tensión arterial baja por desidia. Decidí, al verle cicatrizar, alegrarle las contracciones sacándolo de paseo por el puerto, para que el olor a mar reviviera su sístole y su diástole ocurriera en calma.
Para que no lo sobresaltara el miedo, y que el enfado no le diera mal pálpito, lo hacía caminar deprisa, sin prisas por parar rendido y sin darle tiempo a pensar, solo para disfrutar del panorama y, así, sin dejar de latir, fortalecer a galope su músculo.
Fue en una de esas caminatas cuando la vi: estaba en la orilla, sola, rota como las olas, con su corazón partido en una despedida larga, con un mar de distancia. Le pregunté si su alma estaba rota; me dijo que se la llevó una gaviota, pero la verdad es que se había oscurecido viendo detenerse el tiempo, esperando que la lluvia empapara su vestido nuevo.
Al ver que mi corazón aumentaba su frecuencia cardiaca y que el de ella quería acompasar el compás de sus latidos, quise quedarme a su lado, pensando que sanaran juntos, cicatrizando por simpatía en el sistema nervioso.
Ella alzó el vuelo en un impulso sistémico. Quiso cruzar el océano buscando aventuras que le alegraran el pulso y oxigenaran su espíritu en nuevas danzas. Yo seguí mi camino, con mi corazón galopando fuerte, queriendo seguir marchando, tal vez un poco triste al verla marchar, pero con el pulso firme, dispuesto a seguir latiendo.
El alba los expulsó a la orilla. El verano los arropó de arena y sal, de sabor a mar y presagio. Soñaron con el llanto de la pardela y descansaron su indomable espíritu en honor a la festividad que, en ciernes, se abría paso por la senda de los herederos de la lluvia. Había todavía un camino que recorrer y un presente que imponer.
La piedra vomitaba agua en la fuente de los siete caños. Allí, donde las guardianas del ritual ofrecían sus ojos al manantial, los recién llegados aguardaban sin saber que el destino ya los había convocado.
La fuente, en su silencio de siglos, esperaba el comienzo de la ceremonia. La prueba ardiente del reflejo decidiría si los visitantes eran dignos de permanecer o si debían regresar al abismo de donde vinieron.
Los rostros de quienes venían del fuego sorprendieron a todos: eran nítidos, sólidos como el azul de primavera en lo alto del cielo, como si el mar hubiese purificado sus almas en lugar de desgastarlas.Entonces, en un gesto de reciprocidad, los herederos de la lluvia quisieron mostrar también su voluntad de apertura. El ritual del espejo sería compartido. Y la corriente volvería a hablar.
Las prisas del día a día, la presión en el trabajo, aquella sensación de necesitar un respiro, hacía que, todas las mañanas, a la misma hora, ella se encerrara unos diez minutos en el baño de la oficina. Respirar profundo unos minutos y dedicar tiempo a imaginar algo bonito era suficiente para darle fuerzas para continuar. Aunque esta vez se encontró con algo extraordinario.
– Hola, soy Capuchina, tu hada madrina.
– ¡Aaaah! ¡Qué horror! ¡Una cucaracha!
– Rara reacción la de la humana, debería haberme quedado en la cama.
– Y encima habla. Es una cucaracha mutante, no solo es fea, además es contestona.
– Señora, por favor, que sigo aquí, y si vine por algo es por ti.
– ¿Eres una hada madrina? No sois como yo os imaginaba.
– Antes éramos como vosotros o parecidos, gráciles criaturas humanizadas, con alitas de libélulas y varitas de cedro, al vernos pasar gritaban, “¡mirad, hadas!”, concedíamos deseos a nuestros protegidos, llenábamos de ilusiones las moradas, hasta que vino un gracioso que deseo; “convertíos en cucarachas”
– ¿Qué fue de las varitas?
– Nos la cambió por antenitas.
– ¿Y no estáis traumatizadas?
– ¿Vas a pedir un deseo o te quedas con las ganas?
– ¿Solo tengo derecho a uno?
– Solo uno y más bien pequeño, además, la magia no es mucha desde que somos alimañas.
– ¿Cómo de pequeño?
-Puedes desear que tu planta no se muera, que la cena esa especial no se convierta en salmuera. Puedes pedirme que te salgan tres números en la primitiva, o que tu jefe no te despida, una cosa sencilla, de andar por casa.
– Pues vaya piltrafa.
– La culpa de todo la tenéis vosotros, que pedir deseos tan ausentes de sentido, no solo tiene resultados horrorosos, también resta en el cometido.
– Pues vaya mierda. En fin, deseo…
-Un momento, porque primero…
– Al final habrá hasta que pagar.
– No es eso humana falaz, para que pueda conceder una regla tendrás que acatar.
– Pues tú dirás.
– Como en un cumpleaños, pedirás en secreto, y cuando lo tengas decidido, emitirás un soplido.
-Como la firma del banco, vamos.
-En las antenas tendrás que soplar para que tú deseo se vuelva verdad.
En forma de beso dirigió el viento de sus pulmones al peculiar insecto, se escuchó la melodía del polvo de hadas en el escusado. Y con una sonrisa esperó el resultado.
– No pasa nada.
– Seguro que has pedido una chorrada.
– Pues no, listilla, ¿ya te lo puedo contar?
– Sí, por favor, la curiosidad me iba a matar.
– Pedí que volvierais a vuestra forma original, al menos así no me quedaré con las ganas de ver un hada.
– Vosotros, los humanos, o sois sordos o atontados, ¿qué no entendiste de deseo pequeño?
– Bueno, cómo eres pequeñita …
– En fin, a ver qué pasa, la magia es escasa.
Ocurrió como la canción, las patitas de atrás se cayeron como hojas secas un día de otoño. Pero no se quedó así la cosa, del hueco que dejaron crecieron dos piernas dignas de una vedette, con medias verdes de duende irlandés. Le apareció un traje de campanilla y en la terminación de las antenas, una estrella, como la de las varitas.
– ¡Joder! ¡Qué pintas!
– ¡En fin!, hoy la mejor canción es la resignación.
Te ofrezco la palabra: armonía escrita que alimenta tu espíritu, salpicada de matices, forjada por infinidad de mentes girando al son del ocaso; luchando con pluma y tinta para desafiar tu entendimiento y concederte el placer de la confusión, de mostrar el arcano para descubrir el enigma.
Te ofrezco el lienzo: plasma con tu voz en óleo, recorre la rugosa superficie saboreando la eufonía del pincel tallado. Rasga la materia inerte y dale el brillo de la sombra y la luz de la penumbra. Exprésate en líneas curvas de tiempo ganado al trazar tus sentidos.
Te ofrezco sintonías de vida alegre, banda sonora de aventuras indómitas en el exilio del sonido: compás que repica en tambores hambrientos de camino por andar, balada que acaricia el alma con acordes de golpes de pecho y lamentos que acompañan el anhelo.
Te ofrezco acatar tus deseos sin emitir juicios sobre la esencia del resultado, sin importar la dignidad ni el valor del título cerrado del producto. Prometo crearlo a tu imagen y semejanza, darle el soplo de vida y dejarlo a tu lado, esperando la inscripción de tu sello.
Pero antes, necesito una firma en la línea de puntos de este documento.