
“Cualquier tecnología suficientemente avanzada es indistinguible de la magia.”
Arthur C. Clarke
Lúa se enfrentaba otra vez, a la luz de la luna, con la afilada espada del imperio, pero esta vez sabía lo que hacía. No tardaría, no habría supervivientes.
Años atrás, cuando era casi una niña, vinieron por primera vez. Era una centuria, con sus brillantes armaduras, suficientes para barrer de un suspiro el pequeño castro donde vivía. Los jóvenes, deambulando por otros pueblos, habían oído el rumor de la llegada de toda una legión, la misma, según contaban los ancianos, que hace tiempo había atacado Numancia. Por si acaso, estaban alerta, pero, ¿qué podían hacer ellos ante la fuerza imperial? La mejor idea, esconderse en el bosque y habitar allí hasta que las aguas calmaran.
Manchando su blanco vestido en su apresurada huida, Lúa y sus hermanas buscaron refugio en la antigua Pedrafita, donde adoraban a sus dioses, para implorar ayuda a alguna fuerza superior piadosa que los defendiera. Pero los legionarios peinaban la zona en busca de los habitantes del castro. Escucharon los descuidados ruidos de armaduras y todas las congregadas en aquel templo de dólmenes y menhires huyeron, sin rumbo, azoradas por el miedo.
La joven Lúa se refugió en la cercana cueva de las Mouras, donde jugaba de pequeña a encontrar seres mágicos. Quizás ellos quisieran ayudarlos, quizás solo retrasarían lo inevitable. Entró por el laberinto de túneles hasta encontrar la puerta de piedra, ya la conocía. Una extraña hendidura circular con la forma de una mano de cuatro dedos estaba grabada a fuego en el centro. Como gesto de saludo, de forma desesperada, puso la suya sobre el molde, activando sin querer, como una invitación a pasar, el sistema de apertura.
El túnel que se escondía tras la entrada, ya no era de piedra, estaba hecho de algo distinto, parecía tener luz propia, algo blando y seco al tacto. Había algunas puertas en esa singular galería, todas cerradas. Caminó hasta encontrar una que no lo estaba, un pequeño cuarto con un asiento, tapizado con un material esponjoso, en el cual se sentó agotada. Ahí se quedó, cansada, aturdida, esperando una señal.
Y la tuvo.
Una potente luz se derramó encima, como lo haría la lluvia. Lúa pensó que era una llamada divina, que Ardenas se había apiadado de su sufrimiento y se estaba comunicando con ella. Más adelante se dio cuenta de que no era así, que estaba ocurriendo otra cosa.
Se quedó paralizada, y esa luz líquida empezó a recorrer su cuerpo, fundiéndose con su piel, respirando a través de ella, formando una extraña coraza que se alimentaba de su sangre.
Consiguió abrir los ojos, una multitud de signos aparecían delante de ella, eran desconocidos, pero empezó a comprenderlos. Había algo en esa segunda piel que le estaba enseñando, aclarando misterios, le hacía entender esta cobertura mágica que la estaba transformando. Pudo levantarse, y se sintió descansada, fuerte, llena de energía, y supo que se podía enfrentar con los enemigos de su pueblo.
Entonces escuchó esa voz.
– Bienvenida Lúa, soy Fen, su asistente virtual, acaba de completarse la adaptación genética del traje simbiótico.
– ¿Quién me habla?
– Tu asistente virtual, Fen, ¿En qué te puedo ayudar?
– ¿Qué me está pasando?
– Has sido asimilada por un traje simbiótico.
– ¿Y eso qué es?
– Es una cobertura biológica encargada de protegerte en entornos hostiles.
– ¿Puedo proteger a mi gente con esto?
– ¡Por supuesto!
– ¿Cómo?
– ¿Dónde está la hostilidad? Vamos, te lo enseño por el camino, aunque has asimilado ya muchas de las funciones.
– Gracias, Ardenas.
– ¿Ardenas? No, no, yo soy Fen, tu asistente.
Lua sintió la necesidad de correr, y vaya si lo hacía, se dirigió veloz al lugar de culto. Estaba lleno de legionarios. La facilidad con la que manejaba su transformado cuerpo no le libró de varias caídas y algún golpe con los árboles del camino, pero consiguió situarse cerca sin ser vista.
– ¿Estas criaturas de peculiar armadura son hostiles?
– Sí, son los que quieren invadir mi pueblo.
– ¡Genial! Te mostraré lo que puedes hacer.
De un salto, Lúa se situó cerca del más próximo al bosque, fue arrojado lejos, como embestido por un toro. Los demás guerreros la vieron, para sorpresa de ella quisieron huir. Ocurrió muy rápido, pronto se vio en un inmenso charco de sangre y cuerpos desmembrados. Los pocos que quedaron vivos corrían cuesta abajo, hacia el castro.
Lúa galopaba, con pies y manos, dejándolos atrás en segundos, llegando al poblado a velocidad vertiginosa. Encontró más gladiadores, que habían apresado a algunos de los furtivos, hombres, mujeres y niños, a punta de espada, los amenazaban para que entraran en una carroza con barrotes. Agarró al más cercano del cuello, rompiéndoselo en el acto. Cuando acabó con los demás soldados, se dio cuenta de que su gente no quería acercarse a ella, le tenían miedo, escapaban de ella como si fuera un demonio. ¿En eso se había convertido?
Corrió, hacia el amanecer, dirección al lago, confusa, su mente era un torrente de pensamientos encontrados y sensaciones confusas. Sabía que había salvado a muchos de sus amigos, a su familia, pero a un elevado precio.
El resplandor del lago, con el sol naciente, le reveló su forma. Su reflejo en el espejo del agua se veía difuso, extraño, un gran lobo gris erguido en sus dos patas traseras miraba frío y desafiante desde la ondulante orilla mecida por el viento del este.
– Ardenas, ¿no me puedes quitar esta maldición?
– No, una vez asimilado el proceso de simbiosis queda ligado a ti, ahora forma parte de tu organismo, pero puedes recuperar tu aspecto y activarlo cuando quieras.
– ¿Y tú siempre estarás en mi cabeza?
– Siempre que me necesites, soy tu asistente.
La joven Lúa se quedó sola, en silencio, mirando su reflejo en el agua del lago.








