
Constante, el trino del monitor, con su delator latido, que me contaba que por ahora no hay que temer. Magia de la aguja clavada en mi brazo, que goteaba incesante, que me inducía a otro mundo. Mi mundo libre de frías máquinas, donde el dolor no contaba y yo podía alzar el vuelo.
Párpados pesados que me elevaban de la blanca envoltura arpillera, a un metro de mi blanda atadura, me desactivo y me elevo al infinito, como el vástago de un ente eterno con la promesa de un retorno.
Luces en el suelo, brisa en mi cara, recorro la noche de risas en la ribera de la playa, rozando las palmeras con mi figura sin alas, donde el neón atrae pectorales y minifaldas, donde una noche grité mi amor y tú no estabas.
El viento me arrastra, siguiendo la línea interior de la asfaltada fila de metalizados autos, rugientes motores y prisa por llegar. Sinfonía de atascos de alegre claxon desafiante que sigue la curva del delirio hasta finalizar la ciudad, en busca de campo abierto, del frío nevado de la montaña, tal vez a su cielo nublado que resplandece de fuego de amanecer.
Surcando el aire, siguiendo la recta de un rayo de sol, que se derrama candente en la mañana, abarcando todo en su paso, borrando los restos de madrugada en su viaje de cordilleras errantes y golondrinas aventureras que saludan mi paso con el sesgar de Eolo en mi camino, constante huida hasta que el Rey Sol disuelva mis alas de cera o me quede sin aliento y no haya ya vuelta que dar.
Terrible llamada en espera, la que pone fin a mi vuelo, la que retorna el dolor metálico de pulsos, el rojo, blanco y verde, olor antibiótico y máscaras de aliento que murmuran mi nombre. Que en mi borrosa sensación de ver y no querer despertar, espeso en mi mente en un suspirado lamento, me encuentro la voz que me aclara que no fue mi muerte, con alegre exclamación;
– ¡Señor! ¡Despierte! ¡Todo ha ido bien!








