Él abrió el archivo, en cuyo título rezaba “Su helada mirada”. El cursor parpadeaba impaciente sobre un lienzo blanco en la pantalla.
Lorena se resguardaba del aire helado de la montaña…
(No, no me gusta…)
El cursor volvió sobre la línea, desintegrando la curva de las letras al pasar, quedó intermitente, esperando inquieto en el lugar de salida.
El frío de la montaña provocaba que el pálido rostro de Lorena…
(Qué va, horrible…)
La pantalla tornó al blanco de nuevo, palpitando quedó el puntero ávido de palabras.
Ella, helada de frío… El frío hizo erizar… Una helada brisa formaba escarcha en el pelo de la dama…
(Tendré que tomar otro enfoque, este no quiere salir.)
El archivo fue renombrado, ahora su título lucía más cálido; Su ardiente mirada. El cursor, con su paso marcial, se impacientaba por vomitar caracteres a su avance.
Su frente, brillante de calor, discutía con la brisa del mar, pero el danzar de sus caderas desafiaba a la arena ardiendo, en la que se hundían sus pies descalzos. Sorteando turistas y adolescentes, Lorena llegó a la orilla. Él, sorprendido por las curvas que dejaba entrever su transparente pareo, sonrió.
(Sí, ahora sí que me gusta.)
Esta vez, el ritmo armónico del golpear de las teclas, consiguió la ansiada danza de palabras que, abandonadas al avance del alegre cursor, creó una armonía pausada y brillante que mantuvo el baile en alza hasta altas horas de la madrugada.
– Y ¿qué quieres de mí? ¿Quieres que lleve algún mensaje a la humanidad?
– No, no es eso, algo mas sencillo.
– No te preocupes, no te voy a pisar.
– Lo sé, creo que eres buena gente.
– ¿Ah, sí? ¿Cómo lo sabes?
– Pues me fijé en ti cuando andas por aquí.
– ¿Me andas persiguiendo?
– Hombre, no soy tan psicópata, pero…
– ¿Pero?
– La verdad es que sí, ¿y sabes…?
– ¿Qué?
– Me da vergüenza.
– ¡Ando, dilo!
– Creo que me gustas.
– ¿QUÉ?
– Y mucho.
– ¡Uf! A ver cómo te digo yo esto…
– Oye, Carlos, te llamo luego. Me escondí en el baño de los chicos en la oficina para llamarte, pero hay un tío raro hablando con una cucaracha que me está dando miedo.
Hay veces que tengo la suerte de aburrirme, entonces cierro los ojos y miro hacia dentro, en busca de restos de imaginación pegados en las cuencas de mi mirada o retazos de canciones sordas, lanzadas al mar una tarde de sal de playa y lluvia en agosto. Casi siempre vuelvo con una sonrisa disimulada o una lágrima que compartir con la cama. Todo es mejor que dejarse aburrir sin hacer nada
Aquella vez, de tan profundo que llegué, caí en el hipotálamo, confundido, sin saber cómo regresar a mi yo consciente, seguí una vieja marca de tinta de bolígrafo azul, de textura vieja y agrietada, que en forma de garabato, me fue acercando a los ganglios basales, donde el color se disipaba de recuerdos. Pintados con crayón, dibujaban figuras de risas y carreras en el parque, de animales aullando a la primavera, queriéndome eterno hasta que me muera.
Lo encontré ahí, sentado, agarrado a sus piernas. Lo conocía bien, aunque no sabía quién era, esa persona sin cara y con sombrero que, por querer ser mi amigo, se hizo etéreo. “Cuánto has crecido”, me dijo triste, “¿Sigues asustado?”, me dijo serio, “Te veo estupendo”, dijo sonriendo. Entonces le recordé salir de la sombra de un misterio, abrazarme al recuperar el aliento, hace tanto tiempo… Que el olvido me visitó enterrando su aspecto.
Tomamos café como hacen los mayores, contándonos historias de citas y de flores, del fracasar caminando y sobre aprender errando. Le hablé del pasado, de lo que no había alcanzado, de tu luz que es mi vida, de lo que gané prodigando, de mis instantes eternos, de la efímera dama donde se esconden mis sueños. Brindamos por el futuro y rezamos por que sea verdadero.
Me tomó de la mano suavemente, como antaño, cuando estaba más cerca del suelo y él a mi lado, y recorrió conmigo el laberinto de mi mente, que ahora era diferente, y me entregó en la entrada de los párpados cerrados.
– ¿Vas a quedarte conmigo?
– Siempre.
– ¿Eres real?
– Tanto como lo eres tú.
Así nos despedimos, con la promesa inventada de algo que jugaba a ser real y desapareció de mi memoria, como las letras de una pizarra borrada, entre tizas blancas de letras curvas y signos de sumar.
Estaba ella sentada en una nube rosa, de esas tan esponjosas que se forman al ocaso, cuando el cielo limpio de verano la marca con los últimos rayos de sol. Llevaba un biquini a rayas, pamela ancha del mismo color de la nube y su caña de pescar, hecha de bambú, de hilos de escarcha como nailon y de anzuelo un ramo de pensamientos silvestres, ideal para pescar sueños húmedos a finales de junio.
A lo lejos lo vio pasar, cautivando el horizonte con su baile y destruyendo cúmulos a su paso. En su cadencia imposible brillaban sus escamas perladas, de un azul pálido de escarcha helada, que contrastaba con el abrasador violeta, fuego de su mirada. Largo como un día sin noche, volátil como diente de león, el sinriu andaba aproximándose veloz cuando ella soltó la caña y sin pensarlo saltó al vacío.
Resbalando por las escamas de la enorme criatura, ella fue a parar a uno de los cuernos de ciervo que le asomaban en la cabeza al sinriu, agarrándose fuerte para no caer. Fue entonces cuando reparó en la existencia de ella.
– ¿Qué haces en mi cabeza humana? ¿Qué quieres de mí?
– Quiero que me concedas mi deseo.
– ¿Quién te ha dicho que puedo conceder deseos?
– Es lo que cuenta la leyenda.
– ¿Quién te ha dicho que la leyenda sea cierta?
– ¿Me vas a conceder mi deseo?
– Para poder usar mi magia tienes que atraparme.
– Ya lo he hecho, te tengo atrapado.
– Más bien, te tengo atrapada yo a ti ¿Qué es lo que quieres? ¿Riquezas? ¿Amor?
– Quiero volar. Así, como tú lo haces.
– ¿Cómo es posible que hayas llegado hasta aquí, pero no puedas volar?
– Pues no, no puedo.
– Humana, solo tienes que quererlo hacer.
– Ya quiero, no puedo.
– Para poder volar solo tienes que darte cuenta de que en realidad estás soñando.
Demasiada luz, a pesar de cubrir su fría mirada con una lente redonda nivel cuatro, seguía siendo demasiada luz, tanta que esperaba a la maravillosa puesta de sol para salir a respirar. Cuando la línea de la sombra iba ganando terreno, caminaba tras ella, desafiando al sol agonizante, paso a paso, hasta que el ocaso devorara su último destello.
Se asomó al acantilado en busca del reflejo de la luna, llenó sus pulmones plenos con la sal del océano y gritó fuerte, muy fuerte, hasta que las pardelas le contestaron y volaron a su alrededor, con su gutural canto en tono de saludo. Al filo de la roca dejó caer su vestido negro y se lanzó al mar.
Dejó un rastro de espuma tras sus pies, penetró en la profundidad, deslizándose hasta el fondo, arremolinando la arena al pasar veloz y volvió a la superficie a respirar. Se encontró rodeada de figuras luminiscentes, girando sin parar, empujándola hacia la orilla al vals de las olas.
Impregnada de efervescencia salió del mar, resbalando salitre por las caderas, marcó sus huellas sobre la oscura arena escupida por el volcán y caminó. Sintió el viento secando su melena, desafío en duelo a la oscuridad y corrió, a través de las piedras, sorteando las plantas que crecían cuando ya se quedaba la costa sin marea y, en la sombra de los árboles, se deshizo en el bosque.
Acechó en silencio, en pasos lentos, como los últimos minutos de un condenado, danzando con respiración agitada, en equilibrio veloz, hasta un último salto hacia su presa, que chilló y luchó por su vida con garras y dientes. En el lago del claro del bosque ofreció su presa al reflejo de la luna, desgarró su carne y la devoró con ansias.
Una vez saciada, entró en el azul y frío lago para limpiar su cuerpo de sangre y su alma de maldad, dejando que la cascada meciese su cabello y adormeciera su mente, allí, saliendo de la orilla, en la ruidosa penumbra, las criaturas del lugar dejaron de temerla y salieron a saludar. Corrieron alrededor con ojos brillantes, ardiendo en fuegos fatuos de fluorescencia química y alada, vibrando en violines de cuerdas vocales y percutiendo árboles, chocando las cimas con las ramas al viento.
Demasiada luz vendrá, a destruir la paz de la noche, mientras los párpados caen con el brillo de un sol que hace sangrar las nubes y graznar a las gaviotas con su calor. Ahora vuelve a su hogar, tras sus gafas de sol, cansada de tanta luz, mientras el astro rey crece, alimentándose de las sombras que ella deja al pasar.
La viuda era la única persona triste de la sala, con su vestido oscuro, aguantaba el porte, sin conseguir evitar que algunas lágrimas fugaces le estropeasen el maquillaje. Los demás asistentes, amigos y familia del difunto, esperaban frente a la gran pantalla instalada en el recinto, a que empezara a emitir la ansiada conexión en directo. Mientras, en un rincón, el féretro y el cuerpo sin vida del protagonista de tan singular fiesta eran totalmente ignorados.
La pantalla hizo un cambio que provocó revuelo entre los invitados al velatorio. Apareció una cuenta atrás de un minuto, eso hizo que la viuda se levantara y se aproximara a la primera fila, justo delante del monitor. Según iba consumiéndose el tiempo, la gente iba ganando excitación, hasta que, en los últimos diez segundos, todos, incluido la viuda, contaban en alto al compás de los números que se descontaban en el dispositivo.
Justo cuando terminó el tiempo cronometrado, apareció la imagen sonriente del fallecido. Todos reaccionaron con alboroto, descorcharon champán y hubo felicitaciones, sobre todo a la viuda, que ahora sonreía radiante.
– Buenas noches a todos, no pensé que habría tanta gente en mi funeral. Que sepáis que estoy bien. Es un poco distinto a estar vivo, pero no mucho, así que empiezo a trabajar la semana que viene, normal, alguien tendrá que pagar todo esto.
Los asistentes rieron, todos estaban pendiente de la pantalla, alzaban sus copas y comentaban entre ellos.
– Lola, estoy perfectamente, ni te imaginas cómo es despertar aquí, sin dolor, sin preocuparme por mi salud. Lo único que echo de menos del mundo real eres tú. Aunque vamos a estar en contacto, no estamos tan lejos.
– Te echo mucho de menos, Pedro.
– Y yo también, Lola, pronto tendré un espacio privado y podrás venir a visitarme. Te aseguro que esto es una maravilla. Nos veremos muy pronto, te lo prometo. Sabes que esto no es el fin, solo un nuevo comienzo.
La sonrisa de la viuda se volvió triste y volvió a sentarse, a recomponer su mente, a esperar los cambios que tengan que venir. Mientras su difunto marido explicaba su experiencia en la otra vida a los demás, ella, sumida en sus pensamientos, no entendía el motivo de tanta alegría.
Lola sabía que era una oportunidad, la transferencia cuántica por la cual descargaba la mente a una máquina no era para todo el mundo. Había un proceso de adaptación en vida, así que solo podían optar por el traspaso aquellas personas que iban a tener una muerte lenta, siempre y cuando no hubiera degeneración neuronal extrema. Una vez traspasada la esencia al servidor, el cuerpo quedaba en estado vegetativo hasta su muerte natural, solamente entonces se activaba la vida digital, en un proceso al que llamaban El Renacer. Nunca funcionaba si la muerte era provocada.
La viuda se había informado mucho desde que le propusieron hacerle renacer. Descubrió que el proceso era muy caro, pero los trabajadores virtualizados eran muy cotizados por numerosas empresas y en muchos casos, el pago del servicio pasaba por trabajar para ellos, la empresa que les hacia renacer, con exclusividad durante algunos años.
También sabía que lo que en un principio sería una vida virtual, réplica de la que vivía en el mundo real, pronto se convertiría en algo distinto, pues las necesidades de las personas renacidas, como todo el mundo imaginaba ya, eran distintas, dejaban de estar encapsulados a un cuerpo y ya no necesitaban comida y agua para sobrevivir. Su mundo estaba en un bosque de ataúdes electrónicos, conectado a redes y alimentado por la electricidad generada por una placa solar, en cierto modo como las plantas.
Mirando a la imagen de su marido, que animado, contestaba las preguntas formuladas por familiares y amigos, ella, en un adiós silencioso, abandonó el recinto.
Distante, las estrellas, dibujan la voz de tus caprichos, jugando con relatos inventados en destellos, de fantásticas figuras, de irreales criaturas, engendradas con el pincel del firmamento, pariéndolas en los cuentos que ahora descansan sobre tu cama.
– ¿Otra vez usted? ¿No había desistido del asunto de los inventos? ¿Y su granja de dinosaurios?
– Mi vocación está en inventar. Siempre tendré algún invento. Lo que pasa es que usted no me los quiere patentar. Y no se meta con mis dinosaurios.
– En fin, ¿con qué me va a sorprender hoy?
– Hoy tengo el invento definitivo.
– ¿En qué consiste?
– Es un árbol de genética variable, donde se configura el fruto que quiere que dé.
– ¿Entonces es un manzano que da peras?
– Sí, sí, peras, o hígados.
– ¿Hígado? ¿Ese árbol es capaz de fabricar un hígado funcional?
– Bueno, este que tengo aquí no, es muy pequeñito, pero una vez que crezca lo suficiente podrá.
– Pero eso es fantástico, la gente podrá hacer crecer sus órganos de reemplazo, qué evolución para la medicina…
– Ya, pero va a ser que no, que para eso no vale. Recuerde que sale de un árbol, entonces mientras los humanos no hagan la fotosíntesis no podrá alimentar el órgano.
– Entonces, ¿para qué quiere un hígado humano en un árbol?
– ¿Quién ha hablado de hígados humanos? Mejor higadillos de pollo, o riñones de ternera.
– ¿Estamos hablando de una solución para obtener alimentos?
– De eso se trata, efectivamente. Es más, se puede hacer combinaciones.
– ¿A qué se refiere?
– a combinar hígado con cebolla, por ejemplo.
– ¿Me está diciendo que tiene un árbol que da hígado encebollado?
– Le estoy contando que podemos recrear cualquier variante siempre que sea de origen orgánico. Por ejemplo, patatas fritas con bacon y huevo frito.
– ¿Crea alimentos procesados?
– Este sin más es un árbol combinado de queso curado con pimentón.
– ¡Pero si viene cortado en cuñas! ¿Puedo probarlo?
– Claro, pero…
– Oiga, esto sabe a serrín apolillado. ¡Qué asco!
– A eso me refería, el sabor todavía no está muy logrado.
– ¡Largo!
– Pues se va a quedar sin probar el árbol de fabes con chorizo.