
Cada vez entiendo menos de política, pero sé que, independiente al color, pues todo parece a tonos marrones, cada vez veo menos ganas de ocuparse de la gestión del país y más de salir en prensa, estar presente en sus fiestas privadas y vivir como tiempo atrás lo hacían los marqueses, de los demás y sin pensar en nadie.
De pequeño, en el colegio, me enseñaron sobre la democracia, me la presentaron como un cuento de hadas donde el príncipe azul eras tú y besabas a tu país con cariño, donde la malvada madrastra dejaría de tener el poder de someter a su antojo a los habitantes de este reino encantado. Lo cantaron como algo nuevo que nos haría libre y aquellos niños crecieron con una mentira que se fue pudriendo, se convirtió en una versión moderna y con glamour de aquellos cuarenta años de oscuridad, de procesión de rodillas y almas folclóricas en pena.
Este juego de ajedrez, de movimientos blindados con leyes y de distracciones de circo barato y fútbol en pantallas gigantes, se aleja mucho a esa idea de que con un voto se daría más oportunidad a un pueblo oprimido y que con este simple gesto habría más voz.
Lástima que mi imaginación no llega a tanto, no llego a poder imaginar una solución coherente, no sé cómo se puede repartir el poder.
Quizás se deba de castigar la corrupción por adelantado o celebrar un juicio final a cualquier gobernante, en el que se aprecie una balanza de promesas por cumplir y hambre del pueblo en su haber. O dejar que nos gobiernen máquinas que ellas sabrán qué hacer.
Die Antwoord – Age of Illusion