
Tras sentir la ausencia de tus caricias, enfermé sin remedio, la mente se me quedó ausente y las lágrimas ensuciaban mi cara, turbias y saladas, como si quisieran lavarme las penas a lametones de vaca. Andaba lento, con los pies arrastrados, dejando un surco en la arena donde sonaban melodías de olvido y de ganas de verte.
Me acordé de un amigo, que entiende los síntomas del alma, que me dijo que si algún día sentía que mi mente se había ido lejos y los huesos de mi cuerpo, se amontonaban hundidos, en un rincón de la casa, solo había una cura, había que extirpar el corazón. Con un bisturí de verdades tardías y unas pinzas de celos de los rayos de sol en tu piel, extraje a latidos ese órgano exhausto de altibajos, lo guardé en alcohol barato y lo olvidé en la repisa de mis deseos sin cumplir.
Al principio era raro, en el hueco anidaron los gorriones, notaban el pisar de sus patas sustituyendo latidos y dejaba un rastro de plumas allá donde me quedaba pensando. Los niños se asustaban cuando me acercaba, al verme pálido y con ojeras y las señoras del barrio cuchicheaban a mis espaldas, al pasar caminando desganado, vestido con pupilas contraídas y sonrisa seca de alegría.
Con el tiempo, una mirada buscando, se encontró con la mía perdida, y quiso calentar mis frías manos con su pasión olvidada y el recuerdo de la mía. Pasamos días aislados, saboreando recuerdos y maquillando cicatrices de garras de gato herido. Por fin comprendió del vacío silencioso que ocultaba mis suspiros. Con un escalpelo de tímido afecto y húmedos besos, me regaló un fragmento de su corazón congelado y me lo cosió al pecho diciéndome un te quiero.
Huyó con prisas al amanecer, con la promesa de un mañana de risas y cama caliente de madrugada, dejó las huellas de sus manos en mi espalda y las ventanas empañadas de su aroma, pero me dejo latiendo fuerte y repartiendo sonrisa ancha allá por donde camino.