Etiqueta: dailyprompt

  • Traje nuevo para un nombre roto.

    Traje nuevo para un nombre roto.

    ¿Cómo te describirías?

    Para alguien que está siempre en las nubes, es necesario recordar un nombre.

    Mis padres me pusieron uno, pero era tan común que quedó descolorido y viejo a poco de nacer. Yo era tan travieso, y el tiempo tan severo, que me fue otorgando canas cada vez que me llamaban. Y no eran pocos los gritos que proferían mi nombre; se escuchaba por todo:

    —¡Que no descabeces las muñecas a tu prima!
    —¡Que no te comas la esquina de la mesa!
    —¡Que no dispares elásticos a las viejas!

    Estaba en boca de todos, y al entrar en la adolescencia necesité un apodo, pues mi nombre ya estaba muy degradado y había que guardarlo.

    Habiendo conocido motes tan perfectos que quedaron como apellidos, no pude más que desear uno bonito. A Elvis le llamaron el Rey, a Felipe, el Hermoso… A mí me llamaron Bicho, y pienso que por horroroso.

    De pequeño era flaco como una lagartija, con cara de ratón y minúsculos ojitos de pollo. Por supuesto, no era feo… tan solo un poco difícil de ver.

    Ante el temor que sostenía el mote a la posibilidad de morder a alguien, intenté liberarme de él lo antes posible.

    El final de la adolescencia marcó la imposición del estilo, la inconformidad y las dudas. Con mucho trabajo fui cambiando de alias: Melenudo, Ferretero, Cólico Nefrítico, Pelopincho… según la evolución vital, salía una nueva forma de llamarme. Me costaba sudor y esfuerzo mantener el puesto o quitármelo, como el uniforme de turno.

    Crucé las puertas digitales, y el apodo que protegía mi nombre se convirtió en nickname, dándome la oportunidad de golpear fuerte el “Do” de Wasd(esp) sin caer en la inconsciencia, o de modelar aventuras en ropa interior desde mi escritorio. C4l4vr4X nació de unos y ceros, y envejeció en silencio.

    Se detuvo el tiempo en mi teatro de humo, de tanto vagar, creciendo. Y llegó tarde —pero a tiempo— el deseo de susurrar misterios.

    Soy el del nombre roto, que por imaginar momentos, me pongo en la piel de otros. Haciendo del sueño el campo donde plantar mis recuerdos, y exponerlos ante todos en un lienzo. Desde que descubrí que pintando palabras mantengo mi yo sereno, firmo sobre mis cimientos que pertenezco a un eterno.

    DeOniros.

    Faith no More – Arabian Disco

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  • Carta 5: Turno en el abismo

    Carta 5: Turno en el abismo

    Querido diario,

    Escaleras girando alrededor del abismo, así empezó mi sueño, bajando hacia ningún lugar en una espiral que me llamaba hacia lo desconocido. Tenía prisa por llegar, alguien a quien rescatar, o algo de lo que huir, no lo sé muy bien, solo sé que las escaleras no tenían fin.

    Llegué a un descansillo, cansado, creyendo haber llegado, y allí encontré una oficina. Pregunté cómo seguir bajando. Me dijeron que cogiera número. Así hice: saqué un tique del dispensador que había colocado a pie de escaleras y me mantuve pendiente a que saliera el que me había tocado: el 72.

    Había gente esperando frente a una mesa vacía, pero aun así los turnos iban pasando. Delante de mí, una señora de traje de encaje rosa con sombrilla. Un poco más adelante, un camello erguido sobre sus dos patas traseras, con un bombín y una bufanda a rayas.

    La cola iba avanzando según se iluminaba el número siguiente. Mientras avanzaba de puesto tropecé con un carlino que, con el ticket numerado en la boca, no hacía más que dar vueltas a mi alrededor.

    —Ten más cuidado —me dijo dejando caer el papelito—. La próxima llamo a seguridad.
    —Lo siento, no le había visto.
    —¿Es porque soy pequeño? Tú nunca ves nada. Siempre estás en las nubes.
    —¿Acaso me conoces?
    —Claro que te conozco, soy tu vecino, el del 5C. Ese que siempre te saluda y tú no haces caso.
    —Perdón, de nuevo.

    El perro gruñó suavemente y empezó de nuevo con la carrera circular. Sonó otra vez la estridente alarma del paso de número; esta vez le tocó sentarse frente a la mesa vacía al camello. Hacía movimientos con las patas delanteras en señal de discusión, pero no veía a su interlocutor.

    —Oiga, señor —me interrumpió la señora del vestido rosa—, tiene un número menor que el mío, ¿cómo es posible?
    —Yo qué sé, señora, me lo dieron así.
    —Usted está engañando al sistema, como siempre. Siempre se cuela en los sitios.
    —¿Usted también me conoce, señora?
    —Por supuesto, soy su vecina del 1ºD. Voy a llamar a seguridad.

    La señora desapareció indignada por el pasillo, farfullando improperios mientras giraba la esquina. Sonó de nuevo el paso de los números; curiosamente era el mío. Imitando a los demás, me senté frente a la mesa. Me di cuenta de que, en el sillón con respaldo de cuero que parecía vacío, en realidad había un espejo.

    —Buenos días, ¿qué desea? —preguntó mi reflejo.
    —Buenos días, necesito seguir bajando la escalera.
    —Bien, necesito que rellene el formulario 3C donde indique el motivo por el cual quiere bajar.
    —Pero no sé por qué necesito bajar.
    —Sin motivo no hay permiso, solo tendrá la opción de volver a subir.
    —Pero yo necesito bajar.
    —Pues explique en el formulario el porqué y séllelo en la ventanilla de la derecha. Entonces será valorado el permiso.
    —¿Y qué pongo?
    —Señor, desocupe el sitio, hay más gente en la cola.
    —Es algo urgente, tengo que bajar.
    —Mire, ese es.

    La señora del vestido de encajes estaba de vuelta con una figura conocida: Gene Simmons, el bajista de Kiss, que con su bajo en forma de hacha venía amenazante hacia mí.

    —Déjeme bajar, por favor.

    Gene Simmons se aproximaba en cámara lenta, sacando una lengua descomunal y sangrienta.

    —Para bajar, rellene el formulario.

    Cada vez más cerca, con sus botas de plataforma haciendo eco en el suelo.

    —Lléveselo, señor guardia —dijo el pug que seguía dando vueltas a mi alrededor—. Siempre me pisa.

    El bajista de Kiss ya estaba frente a mí, me lamió la cara con su larga lengua y me gritó:

    —You wanted the best!

    Desperté de repente, con el rostro cubierto en sudor. Desde la ventana, el vecino del coche viejo tenía la radio a todo volumen. Se escuchaba esta canción:

    Kiss – I Was Made for Lovin´ You

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  • La plaga

    La plaga

    —Pues tiene un color azul precioso.
    —Sí, pero acércate y verás.
    —No veo nada raro… Bueno, quizá un poco de polución.
    —No, no. Fíjate bien.
    —¡Hostias! ¿Qué son esos bichos? ¡Coño, humanos! ¡Te han salido humanos!
    —Sí, son una plaga. Haga lo que haga, siempre salen.
    —Pues yo tengo uno a unos cientos de pársecs. Está habitado por unos reptilianos muy agradables. Comen chirimoyas y cantan a las dos lunas a coro cuando están en cuarto creciente.
    —Sí, pero es que a mí me vino un meteorito y me lo jodió todo. Casi no quedan más que amebas y ratas.
    —¿Y qué vas a hacer?
    —Pues no sé… ¿Hay algún humanicida bueno? No quiero que afecte al resto de organismos. Con un poco de suerte empiezan a tomar consciencia los calamares. O las nutrias. Imagínate: nutrias golpeando piedras en un cántico al solsticio de verano.
    —Pero es que tienes muchos. Va a ser difícil acabar con ellos.
    —Me va a tocar hervir la atmósfera o desplazar la órbita. Creo que no aguantan mucho el calor.
    —No, fíjate en el grado de evolución que tienen. Si siguen así, ya se las apañan ellos para extinguirse.
    —Vale, es una opción. A ver si escapa alguno de los demás seres vivos.
    —Eh… ¿Te gustan las cucarachas?

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  • Simetría invertida

    Simetría invertida

    Con paso firme y cara descompuesta, Karel llevaba más urgencia que prisa. La llamada de la tierra no perdona, y esta no iba a ser una excepción. Llevaba un buen rato aguantándose y, justo cuando metió la llave en la puerta, la tripa le rugió como un animal extraño, aullando dentro de dolor. Arrojó las llaves en la mesa, atravesó el pasillo y se encerró en el baño sin prender la luz.
    Y entonces la vio.

    En la pared, justo encima del toallero, una polilla inmensa, con una vibrante inmovilidad, dibujaba un extraño relieve de sombras. Tenía un dibujo oscuro en el lomo. En la penumbra, parecía una calavera.

    Se le heló el cuerpo, pero la necesidad le obligó a priorizar. Se sentó sin dejar de mirarla, como si fuera a abalanzársele en cualquier momento. No se movió. Él tampoco.

    Entonces ocurrió algo raro. La polilla hizo un ruido seco, imposible de ubicar. No era un zumbido ni un batir de alas. Era un sonido agudo, corto, como si estuviera hablando.
    Él parpadeó.

    —¿Qué? —preguntó, en voz baja, sin saber por qué.

    La polilla chilló otra vez. Más largo esta vez. Un mensaje hipotético parecía escaparse de sus alas, con urgencia por ser comprendido.

    Se inclinó queriendo acercarse, con la precaución de quien espera la horca. La polilla no se movía. Solo emitía ese sonido, cada vez más parecido a un intento de palabra.

    Cuando estuvo a apenas medio metro, se dio cuenta.
    La mancha en su espalda no era una calavera.
    O no solo.
    Eran ojos, una nariz, una boca entreabierta. Como si alguien estuviera atrapado dentro del insecto.

    Retrocedió.
    Se quedó allí, inmóvil, con los pantalones todavía mal subidos, el corazón acelerado.

    La curiosidad —esa que dejó al gato sin una sola vida— quiso vencer al miedo, y se acercó más. Aquellas alas siniestras pronunciaban un misterio, una historia de fantasmas con un fúnebre final, quizás, pero no entendía nada.

    Intentó acercarse más y más, todo lo que podía sin levantarse de su trono impuesto. Fue entonces cuando lo vio con claridad. Las palabras imposibles cedían el paso a otro enigma: la figura del lomo del insecto. Al acercarse recordó el rostro severo de su madre muerta.

    —¡Joder!

    Retrocedió con tanta fuerza que retumbó la cerámica. Pero quiso creer que el mensaje era importante y se inclinó de nuevo, esta vez sin importarle incorporarse un poco.

    El ruido fue tomando forma de frase.

    —Bzzzz, bzzzz, bzzzzz…

    La frase se convirtió en sentencia inquisidora.

    —Karel, bbndado, bddq, bbbs, a manbzz, bzzzzz…

    El temblor de sus manos era superior a su agudeza de entendimiento.

    —Kaaaarel, cuidado bzzzz…

    Les separaban pocos centímetros cuando lo comprendió todo.

    —Karel, por Dios, no seas asqueroso y no manches el suelo.

    La polilla entregó su mensaje y salió volando, indiferente a la cara de mal humor de Karel. Se sentó en condiciones e imaginó una sonrisa. Imitándola, dijo en susurros:

    —Yo también te echo de menos, mamá.

    Radiohead – Daydreaming

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  • No aquí

    Estaba cansado. Llevaba deambulando por la zona más de dos horas. El calor de agosto arañaba con sus rayos: era el mejor momento para hacer una pausa. Decidió bajar del coche, estirar las piernas y conocer el entorno.

    La zona era desconocida: locales comerciales a puerta cerrada, un laberinto de calles que no llevaban a ningún lugar familiar y una imperiosa necesidad de tomar algo frío. Dibujó en el aire un símbolo rúnico y esperó unos segundos.

    Del brillo del calor apareció ella, con la caricia de pluma de sus pisadas sobre el deformado aire caliente, y le dijo, coqueta:

    —¿Qué quieres de mí?

    —Tengo sed. Mucha sed.

    —¿Podrás llegar a la esquina de esta calle sin desmayarte?

    —Supongo que sí.

    —Bien. Te acompaño.

    Caminaron juntos a lo largo de la zona peatonal, despejada como Sevilla en agosto a las tres de la tarde. Sin más conversación que la que daban las chicharras, presas de los pocos árboles que quedaban en la zona.

    —Aquí está. Detrás de la puerta gris.

    —¿Hay algún tipo de seguridad?

    —No. Es una simple puerta. La puedes abrir.

    Al abrir la puerta encontró una máquina expendedora roja, con el logotipo del refresco de la sonrisa. Solo que no había botones. Solo una apertura.

    —Supongo que podrás interactuar con esto, ¿no?

    —Claro. Para eso estamos.

    Frente a él, se proyectó una sensación de frío glacial en forma de barra. Por ahí desfilaron, como con vida propia, todo tipo de refrescos: todos sin azúcar y sin alcohol. Miró a su compañera y le dijo:

    —Ni de coña podemos encontrar algo con un poco de dulzor natural, ¿verdad?

    —No aquí.

    —Mierda de restricciones.

    Pulsó en la lata más colorida. Apareció una cifra encima del refresco.

    —¿Quieres algo más o pago ya directamente?

    —No quiero pagar esa porquería, pero creo que no voy a tener nada mejor que beber en este infierno.

    —Vale. Autorizas el pago, ¿no?

    —Qué remedio.

    Desaparecieron la barra helada, la sensación de frescor y la colección de latas brillantes. Un golpe anunció la caída de la compra realizada.

    —Con lo cara que es, y apenas está fría.

    —Es lo que tiene trabajar en este desierto. Si sigues por la peatonal, a tres kilómetros hay un bar ilegal de esos que venden refrescos con azúcar. ¿Te animas?

    —No tengo tiempo. En diez minutos tengo que seguir la ruta.

    —Como quieras. ¿Te pongo una alarma o ya calculas tú solo?

    —Vete a la mierda.

    —Qué encantador que eres cuando quieres. Me desconecto, entonces. ¿Qué tal si me pones una buena puntuación y así activo la amabilidad unos días?

    Lagartija Nick – Nuevo Harlem

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  • Latido en fuga

    El crujir de la puerta al salir provocó, en mi corazón, una herida sangrante. Oscurecido por tu ausencia, harto de latir por ti, quiso romperse en dos y esconderse profundo en mi pecho.
    Pasó los días de lluvia durmiendo sin ganas, latiendo arrítmico al ponerse el sol y al escuchar ruidos en las escaleras de la entrada.

    Tras un zurcido intenso con hebras de olvido, vivió días oscuros de pulso débil, arropado en el diafragma, con la tensión arterial baja por desidia. Decidí, al verle cicatrizar, alegrarle las contracciones sacándolo de paseo por el puerto, para que el olor a mar reviviera su sístole y su diástole ocurriera en calma.

    Para que no lo sobresaltara el miedo, y que el enfado no le diera mal pálpito, lo hacía caminar deprisa, sin prisas por parar rendido y sin darle tiempo a pensar, solo para disfrutar del panorama y, así, sin dejar de latir, fortalecer a galope su músculo.

    Fue en una de esas caminatas cuando la vi: estaba en la orilla, sola, rota como las olas, con su corazón partido en una despedida larga, con un mar de distancia.
    Le pregunté si su alma estaba rota; me dijo que se la llevó una gaviota, pero la verdad es que se había oscurecido viendo detenerse el tiempo, esperando que la lluvia empapara su vestido nuevo.

    Al ver que mi corazón aumentaba su frecuencia cardiaca y que el de ella quería acompasar el compás de sus latidos, quise quedarme a su lado, pensando que sanaran juntos, cicatrizando por simpatía en el sistema nervioso.

    Ella alzó el vuelo en un impulso sistémico. Quiso cruzar el océano buscando aventuras que le alegraran el pulso y oxigenaran su espíritu en nuevas danzas.
    Yo seguí mi camino, con mi corazón galopando fuerte, queriendo seguir marchando, tal vez un poco triste al verla marchar, pero con el pulso firme, dispuesto a seguir latiendo.

    Leif Vollebeck – Transatlantic Fligth

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  • Del otro lado del punto final.

    Te ofrezco la palabra: armonía escrita que alimenta tu espíritu, salpicada de matices, forjada por infinidad de mentes girando al son del ocaso; luchando con pluma y tinta para desafiar tu entendimiento y concederte el placer de la confusión, de mostrar el arcano para descubrir el enigma.

    Te ofrezco el lienzo: plasma con tu voz en óleo, recorre la rugosa superficie saboreando la eufonía del pincel tallado. Rasga la materia inerte y dale el brillo de la sombra y la luz de la penumbra. Exprésate en líneas curvas de tiempo ganado al trazar tus sentidos.

    Te ofrezco sintonías de vida alegre, banda sonora de aventuras indómitas en el exilio del sonido: compás que repica en tambores hambrientos de camino por andar, balada que acaricia el alma con acordes de golpes de pecho y lamentos que acompañan el anhelo.

    Te ofrezco acatar tus deseos sin emitir juicios sobre la esencia del resultado, sin importar la dignidad ni el valor del título cerrado del producto. Prometo crearlo a tu imagen y semejanza, darle el soplo de vida y dejarlo a tu lado, esperando la inscripción de tu sello.

    Pero antes, necesito una firma en la línea de puntos de este documento.

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  • Ayúdame

    Sugerencia de escritura del día
    ¿Qué cualidad valoras más en un amigo?

    Unos cien metros en picado le separaba del mar, un azul espectáculo rompiendo en blanco algodón, en la distancia no se percibía violencia, solo la calma del planear de las pardelas y el olor a sal que inundaba el firmamento. Él suspiraba el atardecer sentado en una roca, solicitando en silencio al cosmos la presencia de un amor esquivo.

     – ¡Hola! ¿Qué haces? – Apareció de la nada esa voz cándida, de mujer muy joven, imaginó, pero no pudo ver a nadie.

     – ¿Hola?

     – Sí, eso dije, hola.

     – ¿Quién eres? ¿Dónde estás?

     – Coño, aquí, al lado tuyo.- Una gaviota blanca le observaba ladeando ligeramente la cabeza. 

     – Hostias, un loro.

     – Oye, ¿tú ves plumas de colores? ¿Ves un pico curvado ávido de cacahuetes? ¿Escuchas un parloteo incesante con estridentes notas discordantes?

     – No, pero no sabía que había más aves parlantes.

     – Para tu información, los cuervos también hablan.

     – Sí, pero traen la muerte.

     – Qué sabrás tú de pájaros.

     –  Y… ¿Qué hace una gaviota por aquí?

     – ¿Estás ligando conmigo?

     – No, pero si no somos de la misma especie.

     – Bueno, en verdad, soy una princesa encantada. Me hechizaron y ahora soy gaviota.

     – ¿Pero eso no ocurría solo con ranas?

     – Qué anticuado, ¿no? En ranas y orangutanes, además de gaviotas, claro. En contadas ocasiones en suricatas y comadrejas, que es el mismo animal con distinto número de serie. 

     – ¿Te sientes feliz siendo gaviota?

     – Al principio sí, era libre volando sobre el mar eterno, chillando a los marineros, manchando a los que pasean por la orilla de la playa. Luego me dio hambre y sentí la necesidad de comer pescado muerto. Ahora me dan náuseas cuando me alimento, me dejó de gustar ser gaviota, prefería ser zarigüeya o solifugo.

     – ¿Eso no es una araña?

     – Sí, pero es tan mona…

     – Da un poco de cringe.

     – Bueno, ¿me vas a ayudar, o no?

     – ¿Ayudarte? ¿A qué?

     – A volver a convertirme en princesa.

     – Claro, claro, ya me dirás cómo romper el conjuro.

     – Joder con la juventud de hoy en día. ¿No has leído ningún cuento de hadas? 

     – No, yo solo leo las letras grandes que salen en Tik Tok.

     – Para romper una maldición, besa al bicho con pasión.

     – Pero ¿dónde, en el pico?

     – Sí, sí. Bésame, machote.

    La gaviota extendió sus alas en un peculiar intento de dar un abrazo al joven que, con un cuidado escrupuloso, propinó un beso en la ranfoteca del ave. El animal cambió de color y empezó a transmutar en un agónico canto. Poco después apareció en su lugar una anciana, vestida de túnicas de colores y una lujosa tiara entre los tirabuzones grises de su cabello.

     – Antes de que proponga alguna situación de carácter sexual, milady, ya le digo yo que no.

     – Pues qué conste que, en mi época, este tipo de beso constituye un matrimonio inmediato.

     – Ande y corra a conquistar Terabithia.

    Quedó solo, enfrascado en sus pensamientos, mientras el rojo morir del sol se fundía a mar en el ocaso. De pronto notó unas patas diminutas ascendiendo por su espalda, y una voz angelical le susurro al oído.

     – Perdone, ¿Es usted el humano que se dedica a besar princesas encantadas?

    La lagartija se quedó esperando respuesta en el último rayo de luz de un astro ya cansado.

    Silvio Rodriguez – La Gaviota

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  • El callejón

    Sugerencia de escritura del día
    ¿Qué miedos has vencido? ¿Cómo lo hiciste?

    El cielo se desplomaba en rabiosa desesperación, las agrietadas aceras de la ciudad, descoloridas por las oscuras nubes, no eran buen sitio para pasear aquella tarde de espanto mojado, como aquel niño. Al cruzar la esquina lo vio, estaba allí, empapado, en la entrada del callejón. Su rostro, descolorido por el triste paso del viento, expresaba lágrimas lavadas por el temporal. Tiritaba mirando al vacío suelo en una incomprensible plegaria.

     – Pero… ¿Qué haces aquí solo?

     No había palabras para su sufrimiento, su soledad se reflejaba en los descosidos de su calada ropa. Pensé que tiritaba de frío, pero era de miedo.

     – Eh, niño, ¿tienes hambre?

     Al acercarme, retrocedió unos pasos, y se adentró en el callejón.

     – Espera, no te voy a hacer nada.

    La bruma llegó de repente, inundando el suelo de misterio, perdiendo de vista a la figura del infante, que en su fuga formaba remolinos de su rastro.

     – ¿Dónde estás? Solo quiero ayudarte.

    El fin del callejón era una concentración de contenedores pegados a la pared, reino de gatos hambrientos y ratas huyendo ruidosas. Las paredes desconchadas enseñaban el ladrillo de la desolación del lugar. En un lateral una mancha roja pegada al muro. Se acercó curioso creyendo confirmar su temor. 

     – Qué coño… Sangre.

    Un ruido le devolvió a la realidad. Detrás de él. La intuición le llevó por el camino del temor más profundo. Había algo raro entre la bruma, y en el asfalto se erguía la reconocida figura. Era él. El niño triste, de rostro frío. Parado esperando con una incógnita en la mirada.

     – Tengo hambre.  

    Tristania – Cease to Exist

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  • La confesión

    Sugerencia de escritura del día
    Describe una cosa sencilla que hagas y que aporte alegría a tu vida.

    Apresurando el paso, recorrió con la mirada los bancos de la iglesia, no encontró a nadie. Pensó sobre el declive del catolicismo y continuó su búsqueda, tampoco había nadie allí. Dio con una pequeña caseta de madera, supuso que era el confesionario y tocó en la puertecita del lateral.

      – ¿Padre Anselmo? ¿Es usted?

     – Sí señorita, por la ventanilla, por favor.

     – OK, Padre Anselmo…

     – Qué clase de educación es esa. Ave María purísima, ¿no?

     – Vale, sí, ave María purísima. Es que…

     – Sin pecado concebida. A ver, cuénteme…

     – ¿Qué le cuente? ¿Qué le cuente qué?

     – Madre del Amor Hermoso, pues ¿qué va a ser? Sus pecados.

     -Bueno, pues le cuento. Esta noche me acosté con alguien que no era mi novio.

     -Pero hija, ¿qué edad tienes?, si eres casi una niña.

     – No, padre, tengo 23 años, ya tengo edad de pecar. ¿Le vale?

     – Si, hija, ¿y qué más?

     – No me va a decir que con lo deprisa que vienes va a ser el único pecado.

     – Es verdad, padre, me ha pillado.

    “Hace un año comencé una relación saludable, fue con mi primo, pero creo que eso no entra en pecado. Descubrimos el sexo juntos, al principio tímidamente. En poco tiempo quisimos experimentar más, diferentes posturas, diferentes juegos de identidad, ya sabe, la conejita con las orejas gachas y el granjero con la azada tiesa. Juegos de lo más inocente hoy en día. Pero no nos satisfacía, así que decidimos grabar videos y enviarlos a desconocidos, a veces por dinero, otras por pura pasión. O vicio, llamarlo como quiera.”

     – Pero hija, eso es pecado mortal, vas a tener que rezar cinc…

     – Perdone, Padre, pero todavía no he terminado. 

     -¿Todavía hay más?

     – Si, padre, ¿no quería más? Pues ahí lo tiene, ha desatado a la bestia.

    “ Pronto empezamos a juguetear con otras formas de placer, nos vestimos de cuero y látex, usábamos látigos y cadenas. Yo lo trataba como un perro, él me hablaba con respeto y eso lo volvía loco. Pero a mí no me gustaba, así que empecé a conocer a más gente. Ayer mismo, como ya sabe, quedé con uno de ellos. Que resultó ser su padre.

     – ¿Mi padre?

     -No, Padre, el de mi chico. ¿Quiere que le cuente los detalles?

     – Válgame el señor. No.

     – ¿Y hablando de Padres? ¿Sabe lo que realmente me hace hervir la sangre? Los señores con sotana. Me ponen mucho.

     – Vale, hija, ya está bien. ¿Realmente has cometido tales atrocidades?, ¿Son ciertas las historias que me estás contando?

     – No, Padre, soy de la empresa de paquetería que ha contratado la Diócesis. 

     – ¿Cómo?

     – Que venía a entregarle este paquete, pero como insistió, le quise dar una ración de pecados. Firme aquí, por favor. Y rece tres Ave María, que le va a hacer falta.

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