Frente a mi ventana, colgada del brillo de las luciérnagas, la pude ver. Tocando en el cristal con sus frías manos de muerto, sonriendo, preciosa, en hilos de los latidos de mi corazón.
– Déjame entrar.
Me dijo en un susurro.
– No puedo.
Le dije con lágrimas asomando.
Frente a mi ventana, respirando el vapor de mi espanto, la vi alejarse lentamente sobre la oscuridad de mi delirio.
Unos cien metros en picado le separaba del mar, un azul espectáculo rompiendo en blanco algodón, en la distancia no se percibía violencia, solo la calma del planear de las pardelas y el olor a sal que inundaba el firmamento. Él suspiraba el atardecer sentado en una roca, solicitando en silencio al cosmos la presencia de un amor esquivo.
– ¡Hola! ¿Qué haces? – Apareció de la nada esa voz cándida, de mujer muy joven, imaginó, pero no pudo ver a nadie.
– ¿Hola?
– Sí, eso dije, hola.
– ¿Quién eres? ¿Dónde estás?
– Coño, aquí, al lado tuyo.- Una gaviota blanca le observaba ladeando ligeramente la cabeza.
– Hostias, un loro.
– Oye, ¿tú ves plumas de colores? ¿Ves un pico curvado ávido de cacahuetes? ¿Escuchas un parloteo incesante con estridentes notas discordantes?
– No, pero no sabía que había más aves parlantes.
– Para tu información, los cuervos también hablan.
– Sí, pero traen la muerte.
– Qué sabrás tú de pájaros.
– Y… ¿Qué hace una gaviota por aquí?
– ¿Estás ligando conmigo?
– No, pero si no somos de la misma especie.
– Bueno, en verdad, soy una princesa encantada. Me hechizaron y ahora soy gaviota.
– ¿Pero eso no ocurría solo con ranas?
– Qué anticuado, ¿no? En ranas y orangutanes, además de gaviotas, claro. En contadas ocasiones en suricatas y comadrejas, que es el mismo animal con distinto número de serie.
– ¿Te sientes feliz siendo gaviota?
– Al principio sí, era libre volando sobre el mar eterno, chillando a los marineros, manchando a los que pasean por la orilla de la playa. Luego me dio hambre y sentí la necesidad de comer pescado muerto. Ahora me dan náuseas cuando me alimento, me dejó de gustar ser gaviota, prefería ser zarigüeya o solifugo.
– ¿Eso no es una araña?
– Sí, pero es tan mona…
– Da un poco de cringe.
– Bueno, ¿me vas a ayudar, o no?
– ¿Ayudarte? ¿A qué?
– A volver a convertirme en princesa.
– Claro, claro, ya me dirás cómo romper el conjuro.
– Joder con la juventud de hoy en día. ¿No has leído ningún cuento de hadas?
– No, yo solo leo las letras grandes que salen en Tik Tok.
– Para romper una maldición, besa al bicho con pasión.
– Pero ¿dónde, en el pico?
– Sí, sí. Bésame, machote.
La gaviota extendió sus alas en un peculiar intento de dar un abrazo al joven que, con un cuidado escrupuloso, propinó un beso en la ranfoteca del ave. El animal cambió de color y empezó a transmutar en un agónico canto. Poco después apareció en su lugar una anciana, vestida de túnicas de colores y una lujosa tiara entre los tirabuzones grises de su cabello.
– Antes de que proponga alguna situación de carácter sexual, milady, ya le digo yo que no.
– Pues qué conste que, en mi época, este tipo de beso constituye un matrimonio inmediato.
– Ande y corra a conquistar Terabithia.
Quedó solo, enfrascado en sus pensamientos, mientras el rojo morir del sol se fundía a mar en el ocaso. De pronto notó unas patas diminutas ascendiendo por su espalda, y una voz angelical le susurro al oído.
– Perdone, ¿Es usted el humano que se dedica a besar princesas encantadas?
La lagartija se quedó esperando respuesta en el último rayo de luz de un astro ya cansado.
El cielo se desplomaba en rabiosa desesperación, las agrietadas aceras de la ciudad, descoloridas por las oscuras nubes, no eran buen sitio para pasear aquella tarde de espanto mojado, como aquel niño. Al cruzar la esquina lo vio, estaba allí, empapado, en la entrada del callejón. Su rostro, descolorido por el triste paso del viento, expresaba lágrimas lavadas por el temporal. Tiritaba mirando al vacío suelo en una incomprensible plegaria.
– Pero… ¿Qué haces aquí solo?
No había palabras para su sufrimiento, su soledad se reflejaba en los descosidos de su calada ropa. Pensé que tiritaba de frío, pero era de miedo.
– Eh, niño, ¿tienes hambre?
Al acercarme, retrocedió unos pasos, y se adentró en el callejón.
– Espera, no te voy a hacer nada.
La bruma llegó de repente, inundando el suelo de misterio, perdiendo de vista a la figura del infante, que en su fuga formaba remolinos de su rastro.
– ¿Dónde estás? Solo quiero ayudarte.
El fin del callejón era una concentración de contenedores pegados a la pared, reino de gatos hambrientos y ratas huyendo ruidosas. Las paredes desconchadas enseñaban el ladrillo de la desolación del lugar. En un lateral una mancha roja pegada al muro. Se acercó curioso creyendo confirmar su temor.
– Qué coño… Sangre.
Un ruido le devolvió a la realidad. Detrás de él. La intuición le llevó por el camino del temor más profundo. Había algo raro entre la bruma, y en el asfalto se erguía la reconocida figura. Era él. El niño triste, de rostro frío. Parado esperando con una incógnita en la mirada.
Apresurando el paso, recorrió con la mirada los bancos de la iglesia, no encontró a nadie. Pensó sobre el declive del catolicismo y continuó su búsqueda, tampoco había nadie allí. Dio con una pequeña caseta de madera, supuso que era el confesionario y tocó en la puertecita del lateral.
– ¿Padre Anselmo? ¿Es usted?
– Sí señorita, por la ventanilla, por favor.
– OK, Padre Anselmo…
– Qué clase de educación es esa. Ave María purísima, ¿no?
– Vale, sí, ave María purísima. Es que…
– Sin pecado concebida. A ver, cuénteme…
– ¿Qué le cuente? ¿Qué le cuente qué?
– Madre del Amor Hermoso, pues ¿qué va a ser? Sus pecados.
-Bueno, pues le cuento. Esta noche me acosté con alguien que no era mi novio.
-Pero hija, ¿qué edad tienes?, si eres casi una niña.
– No, padre, tengo 23 años, ya tengo edad de pecar. ¿Le vale?
– Si, hija, ¿y qué más?
– No me va a decir que con lo deprisa que vienes va a ser el único pecado.
– Es verdad, padre, me ha pillado.
“Hace un año comencé una relación saludable, fue con mi primo, pero creo que eso no entra en pecado. Descubrimos el sexo juntos, al principio tímidamente. En poco tiempo quisimos experimentar más, diferentes posturas, diferentes juegos de identidad, ya sabe, la conejita con las orejas gachas y el granjero con la azada tiesa. Juegos de lo más inocente hoy en día. Pero no nos satisfacía, así que decidimos grabar videos y enviarlos a desconocidos, a veces por dinero, otras por pura pasión. O vicio, llamarlo como quiera.”
– Pero hija, eso es pecado mortal, vas a tener que rezar cinc…
– Perdone, Padre, pero todavía no he terminado.
-¿Todavía hay más?
– Si, padre, ¿no quería más? Pues ahí lo tiene, ha desatado a la bestia.
“ Pronto empezamos a juguetear con otras formas de placer, nos vestimos de cuero y látex, usábamos látigos y cadenas. Yo lo trataba como un perro, él me hablaba con respeto y eso lo volvía loco. Pero a mí no me gustaba, así que empecé a conocer a más gente. Ayer mismo, como ya sabe, quedé con uno de ellos. Que resultó ser su padre.
– ¿Mi padre?
-No, Padre, el de mi chico. ¿Quiere que le cuente los detalles?
– Válgame el señor. No.
– ¿Y hablando de Padres? ¿Sabe lo que realmente me hace hervir la sangre? Los señores con sotana. Me ponen mucho.
– Vale, hija, ya está bien. ¿Realmente has cometido tales atrocidades?, ¿Son ciertas las historias que me estás contando?
– No, Padre, soy de la empresa de paquetería que ha contratado la Diócesis.
– ¿Cómo?
– Que venía a entregarle este paquete, pero como insistió, le quise dar una ración de pecados. Firme aquí, por favor. Y rece tres Ave María, que le va a hacer falta.
La habitación tenía colores pastel, tonos sutiles de azul y amarillo en un fondo blanco tan pulcro como el olor al desinfectante médico que envolvía el aposento. En el centro una cama, rodeada de aparatos medidores de constantes y frecuencias, tubos de líquidos fluorescentes y monitores de temperatura, entre todos los instrumentos un cuerpo, azulado por el frío, inmóvil como una sombra congelada. En la pared un símbolo esotérico en forma de estrella, en el centro de este una imagen poco conocida de Mickey Mouse, la de su primera aparición en 1928.
Abrieron la transparente puerta de la habitación, quedó todo el pasillo cubierto de bruma blanca, espesa, que avanzaba lenta, al igual que los tres personajes con túnicas negras estaban entrando. Parecían flotar en el aire, parecían avanzar rodando. Llenaron el ambiente de un cántico sórdido, oscurecido por una entonación monótona y una vocalización pobre y arrítmica. Quedaron en el fondo de la sala con su particular exorcismo.
Entraron también señores con batas blancas y verdes, con estetoscopios y rinoscopios, ajustando parámetros y hundiendo agujas de suero. Entre botones y hechizos, descargas eléctricas y oraciones, el ser durmiente inspiró fuerte, abrió sus ojos despacio, el color volvió a sus mejillas y sus brazos impulsaron su cuerpo en un intento de incorporarse. Miró a su alrededor, se quedó un instante ordenando su mente y dijo.
– ¿En qué año estamos?
– En 2025, señor Walter, en breve comenzaremos con la regeneración. – Respondió el señor de la bata verde.
– Perfecto, quiero un informe de todo lo ocurrido en estos 59 años, en cuanto despierte lo quiero tener al lado.
– Comprendido, señor Walter, lo tendrá.
Pronto, el peso de los calmantes lo arrojaron al descanso. Soñó con criaturas deformes de colores estridentes que, en un decorado de cartón piedra, le perseguían frenéticamente para devorarlo vivo.
Despertó de un sobresalto cuando aún no había amanecido. No había dolor, ni sensación de pesadez en el cuerpo, su mente estaba clara como los medicamentos que goteaban hacia su cuerpo. Comenzó a leer el dosier que había en su mesita de noche, con tapas gruesas y una ilustración a todo color del ratón de los dibujos animados de los años 30. Estuvo toda la mañana entretenido en su lectura, por la tarde vinieron a visitarlo.
El primero en entrar, un señor con bata blanca y aspecto serio que manoseaba un block de notas, le comentó que la intervención había sido un éxito. El otro visitante era un elegante caballero con americana de marca cara y zapatos de cuero negro que, con expresión sonriente, se le veía el nerviosismo por el temblar de sus mejillas.
– Tú debes de ser mi familiar. – Afirmó recostándose en la cama, sin dejar de mirar el informe.
– Sí, soy su biznieto Walter, vicepresidente en cargo.
– Sí, ya me he dado cuenta de que habéis descuidado el buen funcionamiento de la empresa.
– Los tiempos han cambiado mucho y las multinacionales ahora son muy agresivas.
– Los abogados no han cambiado, ¿verdad? Vaya reclutando a los mejores que nos van a hacer falta.
– Hecho, señor Walter.
– Llámame Visa, es lo máximo que vas a ver de mi dinero si no te veo trabajar. Otra cosa.
– Dígame, Señ… esto, visa.
– ¿Qué puñetas es ese cuento de los horribles monstruos espaciales? Esos que salen del pecho de la gente, que se asoma a unos asquerosos huevos y que chorrean ácido por la boca. ¿Qué tipo de gustos tienen hoy en día los más jóvenes de la familia para que necesitemos contar historias de semejantes engendros?
– Todo el mundo habla de crear facilidades a la hora de trabajar, hay IAs que hacen de todo, calculan, programan, escriben obras literarias…
– ¿Y usted ha creado una que invente?
– ¡No, hombre! No voy a inventar algo que me quite el trabajo. La mía hace algo realmente útil, algo que nadie quiere hacer. Yo he inventado “La IA del Mocho”.
– ¿Es una máquina de fregar el suelo? Yo creo que ya hay varias.
– No, no, no. El concepto es otro, más amplio. Hace cualquier cosa que puedas necesitar en el hogar.
– ¿Te friega los platos?
– Claro que los friega, y limpia el polvo, plancha, arregla el enchufe, cambia la luz fundida del coche, te programa el móvil…
– Pero eso es maravilloso.
– Espera, que hay más. Te cuida el jardín, arregla la pata coja del mueble, te contesta el teléfono y le da excusas de que no puedes ponerte, echa a los vendedores de enciclopedias, le pone el supositorio al gato…
– A ver, si es un invento suyo, algo tiene que tener.
– Bueno, sí, una cosa. Que es demasiado perfecto.
– ¿Y eso se traduce en…?
– Termina siendo demasiado humano.
– Ya, se vuelve asesino en serie, ¿verdad?
– ¡No, hombre! ¡Qué bestia! ¡Qué falta de fe en la humanidad!
– ¿Entonces, qué es?
– Es cotilla
– ¿Te espía?
– Sí, es cotilla y chismoso, y empieza a contarle todo a los vecinos. Con quién entras en casa, si te sale mal el pollo al chilindrón, el extravagante gusto que tienes para la ropa interior, si tu hija se está viendo con el carnicero…
– Menudo problema, bueno, al menos hace de todo.
– Sí, hace de todo, pero cuando quiere.
– ¿Cómo?
– Verás, le gusta el fútbol, así que cuando hay partido no hace otra cosa que ver la televisión.
– ¿De primera división?
– todos, regionales y liga infantil incluidos.
– ¡Bufff!
– Y las telenovelas, no se pierde ninguna, sean turcas o venezolanas.
Bendita seas Diosa, bendita sea la naturaleza que la contiene, energía del cosmos que con tu pasión nos abrazas, madre eterna que nos llevas en tus brazos hacia tu camino, anciana sabiduría que nos orienta en nuestro exilio. Permítenos honrarte en este Esbat, concédenos tu luz en él y la bendición de tu presencia.
Ofrecemos al Este, tierra como tributo, para aprender a convivir con montañas y árboles, ríos y bosques. Que la comunión de los seres vivos continúe en equilibrio y que tu renacimiento nos alimente en cada giro.
Al Sur, ofrendamos el fuego, para que la energía nos inunde. Envuélvenos en tu calor al cruzar el sendero, rompe nuestras cadenas e infúndenos el poder para levantarnos de nuevo.
Al Oeste presentamos el agua, para reconocer nuestra senda, para que encontremos amor en nuestros pasos y que la bruma nos permita ver nuestro horizonte más cercano.
Al Norte ofrecemos el aire, para entender cada misterio, para llenarnos de la pericia que necesitamos en nuestro andar. No nos permitas equivocarnos de camino y concédenos claridad en nuestras decisiones.
Ofrecemos nuestro espíritu para conectar con estos cuatro elementos, que el éter sea canal que nos abrace en nuestras plegarias y nos guíe en nuestro encuentro.
Con la bendición de la diosa, liberamos tierra, fuego, agua, aire y espíritu y rompemos el círculo. Que la unión de nuestras manos se vuelva a encontrar pronto.
-Eres como Sherezade, siempre inventando historias.
Y de un portazo quiso desaparecer de mi vida. No la culpo, se cansó de mis mentiras, de mis diálogos con la luna, de mi distancia sin palabras. Pero no le podía dar más, excusa tras excusa, rumor de algo cierto que no quería oír y que también era mentira. Pero la verdad era demasiado terrible.
Corrió descalza por la playa, como cada vez que no puede más, algo muy cotidiano últimamente. Quizás tenga yo la culpa, y conmigo ella, y con ella su particular abismo que le precipita a creer lo que no debe y a adoptarlo como su particular delirio. Yo no podía hacer más que correr tras ella en su locura, puede que intentar calmarla, aunque no sé si en realidad era la peor idea. Tal vez solo debía esperar a dejarla volver sin aliento y sin nombre propio.
De un portazo volvió buscándome, como en cada crisis, gritándome perdón y odiándome al mismo tiempo. Aparecía raudo, con la palabra exacta y la sonrisa estudiada que le devolvía la paz. Ella intentaría el imposible acto de besarme, que yo respondería con agrado, pero sabía cuán imposible era. Ya que yo no tenía cuerpo. Yo tan solo era aquel ser imaginario que, en un intento en vano por proteger su cabeza, se quedó solo en el fantasma de una fantasía.
Con una cerveza en la mano y la sensación de estar en el sitio equivocado, ese era yo ahora, en mitad de una fiesta de pueblo de borrachos ridículos y rechinar de orquesta típica de más abajo que el sur. La alegría brillaba en todos, menos en mí, claro. Yo, rebuscando en mis recuerdos, quería conseguir la excusa para entender por qué había venido. Lo que encontré me hizo sonreír y sin evitarlo terminé con la misma expresión de aquellos que me estaban rodeando.
En mis recuerdos estaba igual, la misma cerveza, la misma pose, la misma cara de haberme equivocado de lugar, solo que veinte años más joven y quince más espabilados. Enseguida vi al grupo de chicas ideal para soñar, alegres divas de brillante armadura que, riéndose de todo y bebiéndose la verbena a tragos de ron, buscaban víctimas para alimentar su diversión.
Una de ellas me miró, mi feroz reflejo de lince de veintipocos años hizo que le sacase la lengua burlón, ella puso cara de tragedia griega y yo terminé riendo. Dos cervezas más tarde seguía con la misma pose, me entretenía mirando las fechorías del grupito de pajaritas en venta e intercambiando muecas con la que se hizo mi amiga de caras torcidas.
– ¿Y tú por qué no bailas? – Para mi sorpresa, se atrevió a venir a perturbar mis sonrisas.
– Tengo un defecto en un pie que me obliga a pisar a aquellos con los que bailo.
– Venga, anda, ven a bailar. – Me obligó tirando con fuerza de mi brazo.
– Vale – Le respondí con resignación. – Pero que no sea que no te advertí del peligro.
Entre broma y chistes nos posicionamos en el centro de la plaza, con gran algarabía por su parte, al observar cómo me debatía entre la vida y la muerte, al intentar hacer rizos y bucles. Ella hacía piruetas imposibles con su cuerpo a mi alrededor, y yo luchaba por mantener el equilibrio agarrado a su cintura.
– Tampoco lo haces tan mal, no sé por qué no querías bailar.
– ¡Puff! No sale de mi.
– Venga, si solo tienes que dejarte llevar por la música.
– Será que esta música no me lleva a ninguna parte.
– Porque tú y tu camiseta de rockero, no aceptáis más que lo que te dé esa música infernal de guitarras, peleando como si fueran gatos.
– Acepto que es lo que más me gusta, pero no es lo único. Me sentiría más a gusto con canciones más profundas, con letras más complejas que “el venao, el venao” le dije en modo burlón.
– Vale, a mi también me gusta Manolo García, aun así, estas canciones también están bien, están hechas para disfrutar. Algunas son tan profundas como para dejarte pensando, como las de esos cantautores manidos a los que te estás refiriendo.
La noche fue avanzando entre abrazos y giros, llenándonos de un delicioso agotamiento. Con el cansancio vino el hambre, y con el hambre la necesidad de intimidad. Un par de “salchipapas” y el refresco de la sonrisa fue suficiente para desencadenar una conversación entre sombras a orillas de la playa.
Hablamos del amor que ella ganó, con alguno del pueblo, supuse, y el que yo perdí viéndola partir lejos. De mis gustos por las rimas y los suyos por la guaracha. Mentimos a medias en describirnos, para gustarnos más a nosotros mismos. Pero sobre todo de música y de ritmos. Hablamos hasta que se nos secó la boca y decidimos hidratarlas a besos. Con el pecado de no querer llegar más allá, pues a ella le esperaban en casa.
En un momento de cordura, sin importar qué parte de su cuerpo intentaba tocar, salté al ataque de la música de pueblo. No me pude controlar, no sé si por hacer el chiste, o por el eslogan de “Heavy Metal al poder”, pero me retiré de su boca y le dije para buscarle la lengua:
– Esta que está sonando ahora es que me puede. No la aguanto.
– ¿Por qué? Si es muy divertida.
– Si es que con esa letra “Mayonesa, ella me bate como haciendo mayonesa…”
– Pues tiene mucho sentido en una fiesta de pueblo.
– ¿Sí? Pues para mi es incomprensible.
– ¿De verdad? ¿Quieres saber lo que significa?
– Si eres capaz de hacérmelo comprender…
– Vale, tratándose de ser una forma de defender la música de mi tierra, la que a mi me gusta, te demostraré su significado. – Me contestó mientras me desabrochaba el botón de mis vaqueros.
Su defensa fue muy efectiva. Por mucha rabia que le tenga, nunca olvidaré esa canción.
Te quise olvidar tras esa noche enferma, pero siempre recordaré aquella mirada.
Tú me mirabas, pícara, discreta, sabiéndote guapa. Yo no quise desafiarte en mi suerte, pero sí tejer nuestra coincidencia. Tropecé a tu vera, te reíste cautivada y ya no necesité nada para perderme en tu hoguera. Yo bailaba patoso en un intento de fascinar, tú tintineabas deslumbrante, ansiosa por cazar, y en el desfile de agasajo, genio y ron, y me convertí en la presa de tu verde mirar.
No sé si mi destreza en colarme en bocas de otros, o mi caminar pegado danzándote el pelo con la punta de los dedos, fue el mar refugio de tu cabello quien me dio valor para colgarte en mi cuello. Y no hubo más que hablar, rocíe de tinta mis versos al contar el giro de tus caderas entre mis manos, hasta que me dijiste: “vamos, llévame contigo, al exilio entre tus brazos”
Ansiamos oscuridad, amándonos en los rincones al pasar, buscamos paz para la guerra, gritos para disimular aislados. Caricias para empezar el pecado, caricias para acabar empapados, misterio para los demás. Para nosotros, el cielo, la luna, para despistar.
Y nos hicimos fuego, prendimos el cielo.
La marea borró nuestro momento, llevándose las cenizas de nuestros cuerpos. Las prisas por volver con ellos, las risas se hicieron eco y tu mirada se hizo a la mar y asesinó lo eterno.
Te quise olvidar luego, pero las olas me traían el viento, de lo que fue cierto tan solo para poder soñar, que tu perfume quedó impregnado en mi pelo y allí quedó inmortal el regalo que tu piel me ha dado y que ya no volverá.