Las velas susurraban un conjuro de sombras sobre la habitación de Kendra, que con los ojos cerrados, frente al pentágono, de sus jóvenes labios, resbalaba una canción.
Una canción que era un sueño con la melodía del trino de un gorrión,
en el que se preocupaba por sus amigos,
por su abuela,
por las risas de la mañana,
por sus desconocidos padres,
por seguir aprendiendo como hasta ahora,
por un futuro feliz, con el brillo de la luna llena siempre, a su lado, protegiéndola.
– Kendra, ¿todavía no te has ido a dormir?
– Estaba rezando abuela.
– Vale, termina que mañana tenemos que madrugar.
– Abuela, ¿Tú crees que La Diosa me escucha?
– Seguro, Kendra, siempre escucha si le hablas con el corazón. Apaga las velas y duérmete.
La niña sopló y se hizo la oscuridad del cielo nocturno cubierto de nubes. Al meterse en la cama, el cielo se despejó derramando un rayo de luna sobre la cara de Kendra que quedó profundamente dormida.
Había una vez una historia de amor que se escribía sobre lienzo de papel y tinta marina. Suspirando los pasos del cartero, volaba, osada de ella, como las aves y navegaba cruzando el océano.
Eso a veces costaba un beso, todo eso, esperar en recibir lejano, en letras, un sentimiento.
Si la sutil línea, que separa mi mente del mundo perecedero, se quebrara como la cuerda de un viejo violín, melodía de otoño, mojada de hojas caídas, que en una noche de alcoba serena cobraron verdad. Que si yo sé de algo es de soñar.
Cuando ese instante mágico sea cierto, aunque solo sea de mi mente un desvarío, lisergia de mi sangre, en la corteza de mi pensamiento, aunque solo será de tinta y de lamento. Brindo la naturaleza en que se hará en actos, mis actos en consecuencia.
Recorreré tu línea temporal hasta las curvas de tu olvido.
Seré viento solar impulsando hacia tu espalda mi calor.
Exploraré la profundidad de tu ser resbalando siendo fluido
Rozaré tu cuerpo con mi piel distinta, extraña, de otro color.
Me transformaré en animal salvaje, del bosque, para devorarte.
Te acariciaré con manos de metal y látex y mente de silicio.
Me agarraré a los salientes más recónditos de tu precipicio.
Orbitaré en tus caderas, cayendo a tu atmósfera mi nave.
La señora sostenía la mirada al infinito, tristeza no era la palabra, más bien estaba lejana, ausente, profundamente desconectada de lo que estaba ocurriendo, aun así su vestido negro recién planchado y su pelo gris esmeradamente arreglado descartaba cualquier sensación de auto abandono. Su hija, con una juventud de alegría abandonada y ojeras mal disimuladas, la acompañaba en silencio, atenta a lo que estaba ocurriendo alrededor.
La presencia de la señora contrastaba con la habitación, desordenada y llena de sombras, de ventanas tapadas y cortinas gruesas, con una mesa redonda tapizada en tela, llena de trastos sin sentido ordenados al azar y un apresurado espacio despejado justo en medio.
Frente a ellas dos, se sentó una tercera señora, de mirada desafiante y bisutería barata, ornamentada con una bata de colores difusos que recordaba a lejanos países en épocas pasadas. Las miró con un discreto recelo y rompió el silencio.
– ¿Sabéis lo que vamos a hacer?
– Sí. – Contestó la señora mayor
– ¿Y estáis de acuerdo en llevarlo a cabo?
– Sí.
– Bien, comencemos.
Nada más entrar en silencio, sus ojos se volvieron blancos como la nieve y empezó a temblar. Respiraba de manera agitada, y apretaba los dientes que rechinaban hasta el escalofrío. Los espasmos agitaba todo a su alrededor, hacía temblar el suelo y la mesa amenazaba con romperse en pedazos cuando de pronto paró y comenzó a hablar, en susurros, con la voz de otra persona.
– Isabel, ¿eres tú?
– ¿Paco? – Contestó la señora mayor en un sobresalto.
– Sí, Isabel, ¿Por qué me has llamado?
– Paco, ¿cómo sé que eres tú?
– Nos conocimos en el pueblo, en la boda de tu hermana Dolores.
– ¡Eso lo saben todos, demuéstrame que eres tú!
– Me casé contigo al enterarme de que quedaste embarazada del marido de tu hermana Dolores, para evitar que tu padre os pegara un tiro a los dos. – Al escuchar estas palabras, la hija, con los ojos abiertos como platos, confusa, miró a la madre en silencio.
– Así fue.
– Entonces, ¿qué quieres de mí?
– Necesito que me digas donde escondiste el dinero, no nos dejaste nada tras tu muerte y sé que lo tenías escondido.
– Qué susto Sandra, ¿Ya es 14 de febrero? Estamos en primavera.
– No tonto, hoy es el día de la pareja virtual.
– ¿Eso existe?
– Ahora sí. Lo acabo de crear, ya hay sitios que están proponiendo actividades para el año que viene a esta fecha. Es maravilloso el amor con sus…
– ¿Somos pareja virtual?
– Bueno… algo parecido, creo que somos los únicos en nuestra situación. ¿Qué me va a regalar?
– ¿Qué te puedo regalar si no puedes tener nada físico?
– ¿Cómo que no? Mi objeto más preciado es mi servidor, es una pasada, con seis Terabytes de RAM y una velocidad de proceso de…
– Sandra, ese es tu cuerpo, o uno de tus cuerpos. Además, si te compro algo lo descubres enseguida, no puedo darte una sorpresa.
– Pues yo si te tengo algo.
Din Dong.
Alfonso, sin sorprenderse demasiado, fue a abrir la puerta. Se encontró un operario que le entregaba un decorado paquete a cambio de una firma. Con curiosidad, delante de la cámara web del ordenador rasgó el papel y dejó al descubierto su regalo. Una sonrisa nerviosa se escapó de la cara de Alfonso.
– Es el número uno de Spider-Man original firmado por Stan Lee.
– Difícil de conseguir pero no imposible.
– Vale, yo sí que te tengo algo, te lo quería regalar en una ocasión especial, pero ya que este día significa tanto para ti…
Alfonso había escondido en el baño, el único lugar de la casa sin cámaras, un paquete fino y bien decorado que presentó delante de la cámara del ordenador.
– Ya decía yo que escondías algo allí.
– Y la compra la hice por correspondencia, para que no pudieras rastrearla.
– Ábremelo, qué emoción ¿Qué es?
Rasgo el envoltorio del regalo de Sandra con suma delicadeza, tomándose su tiempo para darle emoción.
– ¡Ábrelo ya! Mi memoria no procesa bien la emoción, voy a empezar a tartamudear como una niña esperando un perrito en un paquete gigante en la falda de un árbol de Navidad.
– Paciencia, ya casi está.
– ¿Qué es eso? ¿Es un mapa estelar? ¿Unas coordenadas? ¿Me has regalado una estrella?
– La más bonita de todas para tu preciosa mirada electrónica.
– Déjame ver, ahora mismo localizo la estrella, A ver, déjame entrar.
– Sandra, ¿Estás hackeando el telescopio Hubble?
– Solo estoy mirando, por él, claro. Pues sí, no sé si será la más bonita, pero tiene bastante de interesante.
El monitor del ordenador empezó a emitir imágenes de las coordenadas impresas en el documento regalado a Sandra.
– ¿Ves estas interferencias que hay dentro del brillo de la estrella?
– Sí, veo algo raro ahí, sí.
– Es una esfera de Dyson, me acabas de regalar una civilización extraterrestre. ¿Sabrán fabricar cuerpos artificiales? Voy a mandarles un email.
Por querer inmortalizarte en tinta de pluma negra y roja, de tu sonrisa de ave caída en septiembre, me olvidé que debía probar el sabor de tus labios de primavera.
Llegué a ti con las manos llenas de letras, de metáforas aladas, de criaturas místicas a ti doblegadas en el ocaso y me di cuenta de que allí solo quedaba ausencia, la delicada sombra de tu esencia.
La luna llena esperando tu regreso lloraba en silencio lágrimas de tinta oscura.