Nube blanca, que te clavas al filo de la oscuridad y te esfumas, incordiando a la noche, zalamera de suave piel y dolor de afiladas agujas, inquieta salvaje. Murmullo de caza, abrigada de luna, de juegos de vida y amor eterno al verla arrullando a mi vera.
Marcas de terrible cariño circular, de pequeñas heridas que confirman que si duele, sana. Con sabor a río, a peces saltando y crujir de ramas con aroma a silencio, a te echo en falta, durmiendo a mi lado, junto al negro carbón del fuego de invierno, que también partió.
Pequeña luz de gas, naranja y azul, asustada, que ardes inquieta, queriendo ser mi guía en el mar, supernova en la galaxia y no eres más que la melodía de una antigua balada.
Yo, que para no morir calcinado, en la alegría de la mañana del domingo, busco la sombra nublada de martes resguardado en la semana, en los días de lluvia intensa, en los cuartos sin ventana, en algún lugar del recuerdo, donde la tinta fluya, donde el mar forme crestas sobre aquellas, que por un poco de amor, pusieron rosas sobre mi epitafio, desafiando la triste penumbra de mis días raros con carmín rojo en mi mirada y sombras chinescas sobre su regazo.
Todo eso se fue hace años, con el sol de mediodía, reventando las piedras tristes sobre el rugoso asfalto. Como soledad en viernes de blanca brisa de verano, donde Apolo sueña con el invierno más cerrado, desciendo las calles en hojas grises de recuerdos alados, donde mojo mi pluma cuando no me quedan mundos en el universo.
Siete deseos para un sueño, de izquierda a derecha o de derecha a izquierda. Según el ritmo de tu corazón. Derrama lágrimas de vida sobre mí, hechizando mi pasión y haciendo realidad aquella caricia perdida en mi mente, presente en la imaginativa concupiscente oración de mis recuerdos.
– Se mueren los peces, el río baja tan contaminado que dentro de nada bajará verde tóxico.
– Seguro que la culpa la tienen las fábricas y los pesticidas que usan en la agricultura.
– Y de la gente, que tira basura al río, hay basura flotando, botellas de plástico y esas cosas.
– Antes nos íbamos a bañar al río, ahora no dejan.
– Pero es que antes éramos diez o doce los que lo hacíamos, ahora somos muchos y todos contaminamos.
– ¿Entonces crees que el problema de la contaminación es que somos muchos?
– Fíjate, aunque todos fuéramos muy limpios, si a ti se te cae al río una vez una lata de refresco, tu paso no se notaría, ¿verdad?
– Claro que no, es insignificante.
– Si a todos los del pueblo, que somos buena gente, se nos cae al río sin querer una lata de refresco, ¿cuántas latas habría en el río?
– Pues no sé, unas veinte mil.
– Imagínate ahora, todos los pueblos que están en la orilla y que casi todo lo que caiga en el río va al mar. Ya no son solo las fábricas, somos todos.
Preso en mi cómoda cárcel de monedas a cambio, la esperaba en las noches, aburrida de exhibir sus curvas sobre neón, en danzas tribales, de intercambios de mirada, de ritmos monótonos, de bucles de bombo y lamentos sintéticos, con labios de fresa y aroma verde, terroso y amaderado.
En mi espera, arañaba el papel con tinta de lamentos, con promesas destinadas al olvido, con plegarias ignoradas del acervo divino, de cruce de dedos, de corazones rotos por no haber vivido. Lágrimas invisibles tras sonrisas de paso, en un vuelva pronto pero déjeme aquí, escribiendo mi espera, en mi amnesia del tiempo.
Hoy, desempolvando trastos inútiles en el almacén de olvidos premeditados, encontré mi viejo cuaderno de heridas en verso y llantos enfrascados, limpié con la manga el polvo que había entre párrafos y estrofas, busqué al azar esperando antigua vergüenza de cansinos sentimientos de culpa que paralizaban antaño las ganas de salir huyendo.
Encontré sucias canciones mudas, sin voz que la entonaran, pintarrajos de rabia contenida, perdida por no hacer nada, pasión impresa en tono desesperado, de la esquiva sensación de no ser amado, en respuesta a no saber ser visto o no haberlo intentado, también risas flojas, sencillas carcajadas, apretadas en renglones torcidos de un dios primitivo, que miraba para otro lado, cuando flirteaba con Lilith en el baño de empleados.
Recordé que no solo era exorcismo de dolor y rabia, eran canción de la brisa, de las melodías de Silvio y del tronar de las barricadas, de la electricidad estática, que dejaba al vinilo chispas acústicas y que también dejaban surcos de tinta en mis delirios, dejándome con las ganas de sangrar mejor y no padecer en vano.
La habitación era blanca e iluminada, similar a cualquier consulta de enfermería, de un centro de salud típico de la seguridad social, pero sin el escritorio. En la camilla, Miguel, esperaba inquieto, fue voluntario al experimento, que aunque comprendía bien el fin, le habían estado contando los pormenores del procedimiento y prometido una pequeña compensación económica al finalizar. Ahora un señor de unos cincuenta años, de bata blanca, pelo desordenado y voz profunda, que se había presentado como el doctor Ariam Serrot, le preparaba para comenzar.
– ¿Preparado?
– Sí.
– ¿Nervioso?
– Un poco.
– Tranquilo, todo está bajo control, estoy pendiente de cualquier anomalía. ¿Comenzamos?
– Vale.
El fármaco empezó a fluir, gota a gota, directo a la vía que penetraba en su brazo, en su torrente sanguíneo. Pronto, la sensación de calma química le fue invadiendo su mente, quedando a la merced de las palabras de su interlocutor.
– Ahora te sientes en paz, sereno, tu mente se abre y tú profundizas en ella, es como entrar en un sueño y le darás forma, ¿qué ves?
– Veo un pasillo, largo, con un montón de puertas, todas son iguales, de madera clara pero envejecidas.
– Adéntrate en el pasillo y dime qué ves.
– Al fondo hay una puerta distinta, es oscura, de madera sucia y nudosa.
– Es la puerta al subconsciente, ábrela y entra.
– Detrás hay unas escaleras, entre paredes que parece estar hechas de piedra, como una cueva con peldaños tallados en el suelo.
– Comience a bajar y me va describiendo lo que ve.
– Las escaleras van girando en círculo, las paredes son húmedas y rugosas, de tacto frío, hay poca luz y la que hay no sé de donde viene.
– ¿Qué sensaciones tiene? ¿Está asustado?
– Un poco, según bajo empieza a haber una sensación de calor, las paredes están calientes, ya no las puedo tocar sin quemarme. Por fin veo que se termina, hay otra puerta, grande, de madera reforzada en metal, intento abrirla pero no puedo.
– Pruebe tocando.
– ¿Cómo?
– Con los nudillos.
– Vale, se está abriendo, es muy ruidosa, voy a entrar.
– Dime que es lo que te encuentras.
– Es como una mansión antigua, o un castillo, no sé bien, tiene un salón enorme y una escalera redondeada que sube un piso, está todo lleno de polvo y telarañas.
– Bien, sube por las escaleras y me cuentas que ves – Miguel percibió que la voz de su guía fue cambiando de género en esta última frase.
– ¿Qué está pasando?
– Nada, no te preocupes, es algo normal, ¿Estás subiendo? – Dijo la voz que ya era completamente de mujer.
– Tras las escaleras hay un ascensor, de esos antiguos, de los que hay que quitar unas rejas para entrar.
– Pues abra las rejas y entre.
– Tiene paredes verdes metalizadas con un espejo que ocupa la mitad superior, hay dos pulsadores, está iluminado el que pone B, el otro pone treinta y dos.
– Pulse ese número.
– Se cierran las puertas y lo noto coger impulso. Está subiendo muy rápido.
– No se preocupe, no corre peligro.
– Ya ha parado, parece que hemos subido muy alto. Acabo de abrir y hay otras escaleras hacia arriba, muy parecidas a las que bajamos, solo que las pareces parecen de arcilla húmeda esta vez.
– Muy bien, suba.
– las paredes están caliente, pero tengo la sensación que va enfriando según subo. Ahora empieza a haber musgo verdoso, también en el suelo, parece una alfombra.
– ¿cómo se siente? ¿Tiene miedo?
– Me siento cansado y hace frío, pero estoy más tranquilo, estoy llegando ya a la puerta, esta vez es más redondeada, parece de metal, como de hierro envejecido.
– Ábrala y me va contando lo que ve.
– Un pasillo, con muchas puertas, de madera oscura, parecen de ébano. Me siento muy ligero, me elevo, todo se está disolviendo a mi alrededor.
– ¿Puede abrir los ojos?
Tras una respiración muy profunda, Miguel abrió los ojos. Estaba en un lugar con una luz tenue, tendido en una cama. Aunque tenía aspecto de cueva, estaba perfectamente amoblado, las estanterías, sillas, mesas, todo el mobiliario estaba hecho de un material parecido al mimbre, de color gris amarillento. En una especie de butaca de ese mismo material, la mujer que le había estado hablando, su ropa parecía estar confeccionada con hojas de plantas y cosida con raíces.
– ¿Dónde estoy? ¿Quién es usted?
– Me llamo María Torres, Bienvenido a mi mundo, es usted el primer ser humano de su era que ha hecho un desplazamiento interdimensional.
Su cuerpo andaba tumbado, su pelaje blanco, sucio de barro de la orilla del río, nadie lo vio caer, todos lo vieron ahí, tieso como el crujir de una rama seca, con la vida lejos, muy lejos.
En aquel lugar donde solía maullar, en ese campo de flores de eterna primavera, tenía un agujero preparado y las manos sucias esperando ser lavadas por unas lágrimas que se resistían en brotar.
Fue entonces cuando su mente quedó presa de los recuerdos, de saltos, de risas y juegos, de tardes tristes de lluvia abrazada a él, compañía en el sueño, rozar de bigotes temprano, al despertar con un lamento hambriento de cola recta y lomo arqueado.
Un leve ronroneo le expulsó del ensueño, estaba en su falda formando un ovillo con su cuerpo, cansado de un largo viaje de vuelta, en ese momento rodó sobre su mejilla toda la tristeza acumulada en forma de alegría.
A veces siento en negro, y mi pasión tiñe letras de un oscuro azulado que, mientras desangro mi alma, se tiñe en rojo los adjetivos o en frases tintas y abrazo al vacío que tanto me inspira. Evoco danzas macabras en tonos pastel y trazos de tiza emborronados, que acaricio mientras caigo en el más absoluto misterio. Y amo así mi juego de arrítmica oratoria silenciosa, en el falso papel de fantasía electrónica.
A veces la oscuridad se torna en colores, y brillan en metálicos reflejos, compases de estética televisiva, abriéndose en morse, circunloquio de risas melancólicas de un sombrerero a la hora del té. Disfrazando cada palabra en mi carnaval, de campanillas asonantes, de lágrimas de alegría en danza, descalzo, tensando las cuerdas místicas de una guitarra.
A veces hablo blanco y mis letras se desarman en relieves de piedra, gastados por la marea, mientras runas incoherentes juegan a ser oraciones mágicas, capaces de rotar en creciente, negras y blanca entre corcheas.
A veces callo y acompaño al viento a contemplar las olas en silencio.