Antes del primer acorde, escuchando el sonido estático del arrastre de la aguja, no pude contener la sensación erizada de la emoción del reencuentro, el viejo disco encontrado en aquel puesto de mercadillo que me devolvía una melodía y un recuerdo entre sus líneas.
Tu mirada de impaciente mar se posaba sobre mis temblorosas manos, en el momento exacto de soltar, con delicadeza, el brazo fonocaptor en la estrecha línea rugosa que derramaba melodía intensa frente a tus labios. Tú cerraste los ojos, yo saboreé el universo al compás de una canción.
Tus recuerdos nunca los supe, se marcharon pronto, con prisas por volver a casa, que de tan tarde te estaba esperando. Los míos se quedaron girando, con la espiral del vinilo perdido, muchos años, y ahora he vuelto a encontrarlo.
Apenas podía sujetarla por el temblor de mi mano, pero conseguí abrir la lata, de una explosión burbujeante que terminó por derramarme la espuma encima. Temblando y bañado de cerveza, empecé a relatar la historia bajo la mirada atenta y risueña de aquel amigo que me invitó a beber de buena mañana.
– Cerraron pronto para mi gusto, con un sueño imposible que poco a poco fue tornando claro, que me hizo salir de ese antro con unas cuantas copas encima y una invitación intrigante. Me encauzó hasta el típico bar de desayunos y devoramos dos Croissants a la plancha con jamón serrano y queso manchego, una de esas aberraciones tan ricas que te da la madrugada, aunque lo que más me alimentaba era su mirada pendiente a mis labios y su risa a mis palabras.
– Tras los rugidos de un motor, su mirada cambió, se hizo intensa, salvaje, “vámonos ya” me dijo y en lo que recogí el cambio ya estábamos en su casa, pegados en un beso, arrancándonos la piel a caricias, abriendo la puerta del dormitorio a golpes de espalda. Éramos dos animales en celo prendidos en llamas. Y luego…
-¿Y luego? ¿Qué paso?
Tras un trago de la lata medio llena respondí con dramatismo.
-… Luego vino el cazador.
– El sol estaba comenzando a asomar por el lejano horizonte. El rasgar de la llave en la puerta principal, hizo parar a mi dama de ojos verdes y empujarme en un aviso, era su marido y sabía perfectamente que le caía mal, así que entré en el pequeño balcón que tenía habitación, con miedo y sin ropa, pendiente a cualquier sonido, corrí las cortinas con saña buscando escondrijo.
– Tras ruidos indefinidos en una espera eterna que duró unos segundos, escuche una pregunta, “¿pero tú no te ibas de caza?” Fue suficiente para mí, el pánico se apoderó de mí y salté por el balcón.
– ¿Y no te mataste? Me preguntó mi confidente abriéndome otra cerveza para que no perdiera el tino.
– Era un primer piso, tan solo fue un buen golpe. Me dolió más el zapato.
– ¿Qué zapato?
– No sé cómo, ella me tiró la ropa, los zapatos cayeron sobre mi cabeza, comencé a vestirme de manera desesperada cuando en la calle empezaban a pararse la gente que pasaba caminando.
– ¿Y que pasó?
– Sonó un disparo.
– ¿Te disparó el marido?
– En verdad creo que fue un portazo, pero no pare de correr hasta llegar aquí.
– Menuda aventura, oye, ¿Qué haces esta noche? Vamos a salir por Verónicas.
– Es que tengo planes.
– Vamos, ¿Qué vas a hacer mejor que correrte una juerga con nosotros?
Ahora que te he encontrado y veo frente a mí tu mirada, no sé cómo llamarte. No sé si eres en mí la libertad, esa que en una línea azul inmensa, te expresas en sonrisas aladas volando lejos y quieres que siga contigo cosiendo nubes de sol y brisa de espuma del mar en las costas de tu ombligo.
No sé si eres fuego, y tenerte pegada gritando divinos mensajes en danza de deseo, sudando las curvas de tu camino entre suspiros de risas y desmayos de quedarnos sin aliento en juegos que entendemos sin palabras y relatamos en verso mientras me amas.
No sé si eres guerra, y te alzas en nube sagrada de espadas hambrientas de paz y justicia, disparando estrofas polifónicas de ofrendas a Marte, de versos cubiertos de sangre y lírica encubiertas en nuestro descanso tras la barricada.
No sé si eres ave rapaz, que lloras por no tener en cuenta mi alma, que al despedirte de mí, en un suspiro inquieto, cortaste a filo de navaja lo que de tu y yo hacía en nosotros, y apareció él, para convertiros en ellos, que omitiendo mi sujeto me dejó en predicando solo.
No sé si eres lluvia, que limpie mi cara, mi miedo, mi alma. Que camines con mi impaciencia de querer llorarlo todo, para romper la cruz y quedarme quieto con tu caricia acunando, sintiendo tu mirada mientras me duermo.
No sé si serás mutable, volátil, efímera, serás la canción del olvido o la risa entre mis letras, si me dejaras herido, agonizando frases inconclusas mientras recobro aliento suficiente para saltar al retablo y armado con mi voz gritar tu nombre alejándose sin remedio. O te quedarás, con suerte, a mi vera, como aquella afirmación que Gardel suplicaba en su tonada.
Epíteto de mí, de sombras en la brisa, de mi dulce fantasía azul, salado mar, de suave caricia rompiendo olas al azar. Reino dividido en as de espadas, lluvias de primavera, calor en otoño, vereda en la calma de un nido quebrado, del no somos nadie y salgo despacio. Caminando contemplo la danza y no me detengo. Tan solo en un sortilegio de lágrimas, de ramas con tinta, que se esparce en palabras y rayan cuadernos. Es lo que yo pretendo, caminar prendiendo el texto, invocando la reminiscencia del tiempo, campanas rasgadas en dulce gemido, restos del olvido en el alborozo evocado de manchas sin sentido en la pintura del techo.
Recuerdo los personajes de aquellas historias que pretendían hacerte dormir deprisa, pero provocan tu sonrisa, tus ganas de vivir aventuras, de caer en el océano de espuma y de volar en globo frente a la costa de tus preguntas sin respuesta. Suspirando descanso te contaba, al oído de tu impaciencia, historias de vetustos bosques eternos y dulces nubes de algodón salado, llorando en lagos cristalinos en los confines de tus sueños.
Temblabas de frío al pie de aquel árbol sabio que se plantaba en tus recuerdos, te asustabas con terribles dragones azul y rosa, que rugían a fuegos fatuos y jugaban con la luna llena volando. Sonreías con aquel lobo, que en sidecar, acompañaba en sus aventuras a su pareja de baile, de vestido encarnado y mirada traviesa. Sorprendida por las huellas de hormigas, buscando incansables un prado, que ayudaban a las abejas, escondiéndose de los sapos, encontrando la primavera en el eco de un bostezo. Fascinada por la cola curvada de aquel felino anaranjado, que lanzaba conjuros divinos, siendo la sombra de un mago y que no llegaba a su destino, aun con los ojos cerrados.
Tantas líneas olvidadas por tratar de lograr un sueño, que se desvanecía en un instante, de largas frases atadas a mi cuello, invocando misterios, buscando la paz del descanso, de sofá acolchado esperando, de un abrazo escondido y un beso, en cuanto tu respiración se calme y suene el silencio.
La señora Dolores no se permitía perderse jamás en la vida un solo telediario, le gustaba en especial el de primera hora de la mañana. Pulsaba el botón de su flamante televisor Philips a tecnicolor y nunca cambiaba de cadena, total, solo había dos, y una de ella solo era apreciada por esos hippies, de melena larga y ropa harapienta que pregonaban la paz, pinchándose porros por las esquinas del barrio.
Esta mañana, al pulsar el cuadrado botón de encendido, con voz de clic y suspiro de comienzo del día con olor a café, ocurrió algo inesperado. El televisor, harto de tanta depravación informativa, decidió morir en silencio. Un punto azul brillaba tintineante justo en el centro de la pantalla, como si la imagen hubiese empequeñecido hasta el tamaño de un guisante, de los que venden el supermercado, enlatados en líquido amniótico.
Dolores comprendía los principios exactos de la mecánica cuántica, así que golpeó repetidas veces en lo alto del aparato televisivo hasta que se dejó de ver también el guisante azul. Triste y decaída, comprendió que se había perdido el primer telediario desde 1981, desde el mismo día que su marido compró ese artilugio con pantalla y falleció de un resbalón colocando la antena. Habría que llevarla a reparar.
Con ayuda de Aurelio, su vecino, llevó la difunta televisión a la tienda de electrodomésticos donde, en su momento, la habían adquirido. El dependiente, con amabilidad, puso los ojos en blanco al ver poner tan vetusto aparato encima del mostrador.
– Señora, ese cacharro ya no tiene arreglo.
– ¿Cómo lo sabe? Si ni la han mirado.
– Ya, pero es que es tan vieja que ya no se consiguen repuestos.
– ¿Entonces qué puedo hacer?
– Yo le puedo vender una nueva, ¿ha visto esas de ahí? Fíjese que colores.
– Pero, ¿por qué son tan finas? ¿Dónde voy a poder poner el tapete con el jarrón?
– La puede colgar en la pared como un cuadro, ya no necesita ponerle nada encima.
– ¿Y dónde se pone la antena?
– ¿Ahora la emisión es desde internet?
– ¿No hay antena?
– No hace falta, señora, va por wifi.
– Ya le decía yo a mi marido que esperara, que no la comprara todavía.
– Creo que necesitamos un largo proceso de actualización para cerrar una venta.
Meses después.
Dolores, como cada mañana, se sentaba en el banco del parque, tras su paseo, a ver las noticias desde su smartphone. Lo hacía por pura añoranza, no lo necesitaba, es más, con su dispositivo móvil estaba más pendiente a sus publicaciones en redes sociales, en el resultado de sus activos digitales y en el proyecto de escapada a la naturaleza que estaban iniciando con sus recientes amigos online.
En este tiempo, alejada de las noticias, descubrió que las mentiras de una pantalla son inversamente proporcionales a lo que estés dispuesto a creer, o puede que sea lo contrario, o quizás solo sea que si te centras en una sola pasión, te pierdes el espectacular amanecer en esta parte del parque.
Aburrido de deshojar margaritas, abrí el balcón y me convertí en señuelo prendado a un anzuelo que, de brillo metálico, deslumbraba la noche. Me vestí para la ocasión, con mangas largas para ocultar mi as de corazones solitarios y con deportivas por si hubiera de salir corriendo espantado. Me perfumé de valor etílico y partí hacia el ruedo de las mentiras, donde poder mendigar labios lascivos sobre miradas inquisidoras.
Las doce campanadas fueron bendecidas con la ausencia del vals de tacones, ardía el círculo de tanto invocar la paciencia, pero los ojos verdes de detrás de la barra, con una pócima infalible de las burbujas de su risa y el fuego líquido de Leviatán enlatado, me abrigo en calma y en el juego de miradas perdí mi farol y aposté al rojo.
A las tres y treinta y tres, suspiro de contemplar pasos acompasados en pareja errante, se volvió bostezo pegado a mi asiento, estruendo de melodía estrambótica, que me prohibía sentir el roce de cristales de mi reina de copas, aquella que me acompañaba desde que me fundí con la noche aquella velada rota.
Tras horas perdidas de sonrisas al viento, con un conjuro susurrado al oído, abracé la cintura del vuelo de una falda de colores, que se acercaba, coqueta, a pasos sincronizados con el jaleo de mi mente, y me aceptó dulcemente la batalla. Yo me lance a su ombligo, haciendo peripecias para que el compás no llegase a la punta de sus zapatos, me entretenía en morse, observando el más ruin de los metales mientras pasaba a sus manos distraídas. Ella, que se dio cuenta de mi osadía, me despegó de su lado en un giro por un cambio brusco de rasante con peluca de domingo y polvos de talco en la nariz.
La claridad de focos encendidos con saña, rompió el secreto y los feligreses felices en congregación armónica, partieron en estampida hacia lugares extraños, sin miedo al día y ansía de noche. Quise planear mi huida, desganado de prisas, cansado de ruido y hambriento de ganas de verme en sus brazos, o si no muerto, de pasión, por conocer el licor que derraman sus labios al beberlos a besos.
Asesinado el sonido sórdido del templo de los encuentros casuales, cuando cruzaba el umbral que separaba las luces y las sombras, me sorprendió el susurrar de sus ojos verdes, que en la oración de un sortilegio me regaló un misterio entre interrogantes.
El silencio permitió susurrar a los árboles misterios eternos en el lamento del arrullo del viento. Pese a su gesto serio de respiración acompasada, Melisa sonrió de alegría al descubrir lo fascinante de la nueva ruta que entrenaba para sus ejercicios, todo era paz en su nuevo camino.
El misterioso camino del bosque que nunca se atrevió a atravesar, rompía en verde la monotonía de su trote y el sudor de su esfuerzo empezó a mezclarse con el sendero entre el vaivén de las ramas y la llamada de tambor de las aves en los troncos.
La joven se sintió feliz al notar la humedad del ambiente de la niebla sobre su cara, aunque la sensación de miradas escondidas entre las ramas empezaba a oscurecer su mente.
La preocupación apareció al comprender que el sonido de las pisadas que sabía tras ella empezó a adelantarla tras el espesor de la maleza, tomó un rumbo distinto en un intento de que su placentera carrera no le acarreará pesadillas.
La presencia de una sombra en la dirección de su carrera confirmó que no estaba sola, quiso pensar en deportistas sin rumbo, que como ella, habían sentido la llamada de la naturaleza.
Ahí estaba él, en su camino, a la distancia perfecta para que en su huida pareciera grosera, o más bien atemorizada, decidió vencer su pánico con la temeridad de pasar de largo, a una distancia prudente que no estaba a su mano.
Contempló descarado la llegada de la joven, con la sonrisa del que sabe que ocurre y puede controlarlo, y le dijo al pasar;
-Tranquila, solo sentía curiosidad por saber quién es la que se atrevía a entrar en el bosque al comienzo del anochecer.
-Pues me has asustado – Respondió Melisa, apaciguando su ritmo y mirando hacia atrás -¿Quién eres tú para perseguirme?
Pero allí nadie quedó, solo ramas mecidas por el viento y el rastro de la niebla, que empezaba a acariciar la corteza de los árboles. Ella siguió el sendero, quizás con un trote más rápido, pensando que quizás la imaginación se había adueñado esta vez del paisaje
En la estación, como cada noche, esperaba. Dejando volar su vestido hecho de las sombras de los rincones, a cada tren que pasaba. Mirando distraída a su alrededor, esperando que su triste ausencia le dijera que debe volver sola otra vez.
Tarde de nuevo, contemplaba el último vagón cuando la vi pasar, en silencio, persiguiendo la presencia parda de los gatos, en calles transitadas por desdicha y soledad. Esta vez quise saber, con la heroica curiosidad de aquel felino gris que huye al callejón, ¿a dónde le llevaba las prisas de sus tacones tras la paciente espera en el andén?
Tres grotescas formas ofuscadas entre baldosas rotas, quisieron comprender que ocultaba yo en mi camino, dos adelantaron mi impaciencia, uno me propuso el miedo en forma de verbo.
-¡Oye bro, déjame veinte pavos!
-Lo siento, vengo del trabajo y no llevo nada- dije al volverme y ver una cara cosida en dibujos de tinta china que ocultaban las facciones del que no tiene que perder.
-Ahora me vas a dar todo lo que tengas- Exclamó furioso, rodeándome con sus perros, guardianes de la rabia.
De la oscuridad apareció su vestido al vuelo, del mismo color que mi última sentencia, me sonrió levemente y se interpuso entre el ente tatuado feroz y mis temblantes manos queriendo defenderse. Los demás cayeron en el acto al suelo, dejando una sombra roja bajo sus cuerpos.
Pensé ver un beso de amor en el dibujo del cuello de mi agresor, solo que era de cariño mortal, de mirada vacía con el alma ya guiada por Caronte, antes de desplomarse al suelo y golpearlo sin gracia.
Mi bella incógnita de labios rojos me sonrió, tímida, sin maldad aparente, con una pregunta en el brillo de aquellos ojos tristes.
-Yo solo quería saber que estarías bien- Su risa estaba hecha de la lira que rasgaban los ángeles en su coro celestial.
-No te creo. – Dijo una voz en mi cabeza.
-Bueno, y saber a quién esperabas cada noche en la estación.
-A ti. – Dijo ella mientras se desvanecía en la niebla del camino.
Musa con vestido de piel, recorre mi espalda, de risas sin terminar, de momentos de tiempo por llegar, de pequeñas caricias, fuego intenso, contenido en llamas, en la canción de la brisa, de una gaviota perdida en celo, sobre océanos de prisa. Encuéntrame en el mar, regálame tu saliva, prometo ser la sal que resbale en tu sonrisa, que suave cierre tu mirada en suspiros de silencio, en aquella luz grabada, seré melodía de batalla y el susurrar del trueno, de una leyenda cercana, promesa de ser eterno.