La plataforma rocosa sobresalía entre la bruma, el amanecer estaba cerca, solo quedaba unos pasos para llegar al filo, el tiempo necesario para que el primer rayo de sol iluminara el paisaje.
Al asomarme al abismo, quedé impresionado. Un bravo mar de nubes peleaba contra el incesante viento, aplastando cúmulos sobre roca, haciendo invisible el principio. Desde el extremo tampoco había pared en descenso.
De puntillas, en el filo, saludé al sol naciente con un gesto de frente, contemplé la distancia a la nube que esperaba hambrienta y comencé mi salto. Primero, con un fuerte impulso hacia el cielo, luego, de cabeza, buscando el infierno.
Mis manos rezaron al frente, cortando las nubes sin piedad, creando un hueco a mi paso. Pronto quedaron atrás y pude ver un mar gris furioso que rápidamente se iba acercando. Mi mirada compitió con el águila, a los costados mis brazos, en segundos habría llegado. Ya sentía en mi cara olor a mar esperando penetrar en mí. Estaba a escasos metros de aplastarme contra el azul salado espejo oceánico cuando, con una simple sacudida, salió de mi espalda mis alas imaginarias, transparentes como el cristal, afiladas como el frío helado del invierno, cortó el aire hasta hacerme subir veloz, arrancando capas de nubes, traspasando el acantilado, marchado al filo de la orilla, creyéndome alto y arrojándome lejos.
La brisa en mi rostro, según avanzo, me trae el recuerdo de que, en mis sueños, cuando quiero, vuelo.
Era un callejón muy oscuro, fuera del dominio de las cámaras de los locales de ocio, en medio del silencio, sin rastreo, gracias a la interferencia asesina de señal de un bloqueador casero. Estaba apoyado en el muro, detrás de los contenedores de basura, inhalando una bocanada de vapor de un aparato brillante ensamblado a mano. El individuo vestía un suéter envejecido por el tiempo, que gracias a su capucha solo mostraba su boca. Las chicas, que sabían a lo que iban, fueron acercándose a él.
– ¡Hola! ¿Eres el vendedor de sueños? – Dijo la portavoz del grupo.
– ¿Traes el dinero?
– Sí, 18,35 Criptos en tarjeta sin número de serie.
El encapuchado pasó la palma de su mano enguantada por la tarjeta, la tela de la manga se iluminó en azul y proyectó al aire una cifra encriptada.
– Es correcto. ¿Sabéis cómo funciona?
– ¡No! – Dijeron las tres al mismo instante.
– ¡Bien! Esta tarjeta PicoSd tiene el programa – El hombre enseñó la pequeña tarjeta negra que llevaba en la palma de la mano. – Supongo que todas tenéis un lector desbloqueado en vuestro dispositivo.
– Yo no – Dijo una de las chicas.
– Te puedo vender uno, pero te costará un aumento de 20,00 Criptos.
– Pero eso es muy caro.
– Pues verás desde fuera cómo tus amigas flipan.
La joven manipuló el teclado virtual invisible proyectado desde su dispositivo de pulsera, con un gesto de muñeca, la tarjeta de Criptomonedas, que ahora estaba en el poder del encapuchado, subió a la cifra acordada.
– Bien, cuando insertéis la tarjeta encontraréis un archivo ejecutable que instalará un programa en vuestro dispositivo. Es válido para tres sesiones de cinco horas de duración. Tras ese tiempo desaparecerá todo rastro del programa. Sincronizaros para poder entrar a la vez.
– ¿Hay que hacer algo más? ¿Cómo funciona?- Preguntó la portavoz.
– Una vez hagáis correr el programa, entraréis. Será por una puerta trasera, así que no tendréis que identificaros. Una vez dentro tendréis acceso a cualquier sala, a todos los juegos y a todos los eventos.
– ¿A los conciertos?
– Sí, claro.
– ¡Guau!
– Si eso te impresiona, ahora viene lo bueno. Tendréis acceso a todas las tiendas de ocio, de los locales virtuales, con una pequeña modificación.
– ¿La ropa será gratis?
– Sí, también, y la podréis llevar hasta que se os acabe el tiempo. En ese momento desaparecerá todo lo que hayáis comprado y se os expulsará de la sala.
– Y… es verdad que podemos…
– Sí, en la tienda habrá también alcohol y drogas, el efecto será el mismo que en la vida real, así que id con cuidado.
– Pero si es virtual, las drogas no nos pueden hacer daño real, ¿no?
Bajo la capucha se percibió una discreta sonrisa burlona, hizo una pausa para inhalar otra bocanada de vapor, que expulsó con cierta potencia, dejando a su alrededor una nube con aroma a menta artificial.
– No, físicamente, claro. Pero son drogas y tienen efectos sobre la mente. Si la tomáis y el tiempo se termina, os quedaréis sin el efecto de repente, y eso no lo va a tolerar muy bien vuestro cuerpo. ¡Buen viaje, señoritas!
El camino era largo y escarpado, un inmenso sendero maltrecho y lleno de barro en estos días húmedos, hacía que llegar a la vieja y deslucida cabaña fuese una bendición. Abrió la agrietada puerta escuchando la siniestra llamada de auxilio de las bisagras, a lo mejor la engrasaba un poco luego, pero ahora quería descansar, la noche iba a ser larga. Descargo la enorme mochila en la entrada, y se tumbó en la rechinante cama. Dirigió su mirada azul a las telarañas del techo y respiró en paz. Era urgente la necesidad de estar sola, pero, a su modo, también era una experiencia gratificantemente salvaje.
Casi se había dormido cuando escuchó jaleo fuera de la casa. Agudizó el oído y escuchó pasos, risas, conversación en susurros. Aterrada, salió a comprobar quién era. Dos hombres de aspecto cansado subían el último tramo del sendero. El más alto reía sin parar a pesar de haberse quedado casi sin aliento. El más corpulento quedó atrás, sentado en la roca más lisa, respirando fuerte, mareado por la ascensión.
– ¿Qué hacen aquí? Esto es una propiedad privada. – Tenía que echarlos de la montaña, rápido, antes de que anocheciera. Quedaba poco.
– Oye, después de la caminata vamos a descansar un poco y luego ya veremos. – Dijo el alto, aproximándose. El otro, ya de pie, empezó a acercarse.
– Este lugar es peligroso, tienen que irse.
– Si cariño, muy peligroso, pero nosotros somos muy duros, ¿verdad Paco? – El más robusto a duras penas podía respirar, no respondió.
– Se va a hacer tarde, corren peligro aquí.
– ¿Qué peligro hay aquí? Sabemos que estás sola, te hemos visto subir.
– Hay lobos.
– Bueno, nos dejas entrar en la casita, te protegemos y jugamos un ratito.
Respirando profundo, cerró la puerta y se apoyó en ella. El sistema de cierre era un tablón rudimentario que se colocaba atravesado que, al no haber considerado la necesidad de bloquear la puerta, lo había dejado lejos. Pensó en huir, así que cuando el grandullón empujo la puerta, ella había salido por una de las ventanas.
– Corren peligro, os lo he advertido. – gritó mientras salía por la ventana.
– Pero ven, gatita, no escapes, te lo pasarás bien con nosotros. ¿Verdad, Paco? ¿Paco? Venga, coño, espabila, que se nos escapa la pava.
Corrió hasta perderse entre los árboles, calculando el tiempo, se sentó en el risco frente al acantilado y se permitió disfrutar de la puesta de sol, no se escondía, no le hacía falta. Quedaba un suspiro de sol y ella había hecho un círculo de piedras a su alrededor. Hizo una reverencia al astro rey mientras era engullido por las montañas y se quedó de pie, mirando al bosque y escuchando la maleza crujir.
– ¡Aquí estás! Ven, que te vamos a proteger – Los dos hombres aparecieron, apartando las ramas de los árboles de alrededor. Aunque la claridad era todavía suficiente para distinguir detalles, ellos llevaban linternas. Al verlos, ella sonrió al ver la cara que habían puesto. Su ropa, amontonada a un lado del círculo, su pelo ondeado por el viento. – ¿Pero qué haces así, mira, Paco, ¡quiere que juguemos con ella!
-¡No! – Dijo en el mismo momento en que la luna llena apareció entre las nubes para dejar su reflejo sobre el cuerpo desnudo de la mujer. – Yo jugaré con vosotros.
Su mirada se iluminó de rojo, su cuerpo se elevó varios centímetros del suelo y empezó a cambiar, su cuerpo oscureció con las sombras, al volver a pisar la tierra, ya no eran pies ni manos, eran garras, empezó a husmear el aire, buscando a los dos hombres que ya no estaban, habían huido corriendo al comenzar la transformación.
– ¿Qué? No, qué va, tan solo soy un científico, verá, es que…
– ¿Andrés?
– No, en verdad me llamo Grfxnfff
– Andrés, sal ya, no sé cómo has conseguido hacer esto, pero ya vale de bromas.
– Que no, que no soy ese tal Andrés… nosotros hemos enlazado una conexión cuántica neuronal que permite una conversación mental fluida que…
– ¡Venga ya!, Andrés, no me hace gracia.
– Señora, esto no es una broma, nos está costando horrores hacer esta conexión.
– ¿De qué conexión me estás hablando?
– Verá, os descubrimos hace tiempo y empezamos a estudiarles…
– ¿A quién? ¿A nuestra familia?
– Defina usted familia, ¿a qué se refiere?
– ¡Coño, a nosotros!
– ¿A ustedes, sí, a la humanidad? ¿se consideran una gran familia?
– Oye, esto no será un truco para robarme la receta de las croquetas.
– ¿Qué? No, no pretendemos robarles información, solo intercambiar ideas y aprender de ustedes.
– Pues ya le digo yo que de las croquetas no te voy a decir nada, ven al bar a comerlas si quieres saber de ellas.
– Señora, que estamos a setecientos cincuenta y cuatro años luz.
– Eso es por lo menos Murcia. Andrés, ¿qué haces en Murcia?
– No, estamos en lo que ustedes llaman KOI4016.01 un planeta habitado más al centro de la galaxia.
– Mira, Andrés, ni sé dónde estás ni me interesa, deja ya de susurrarme la mente.
– Señora, pero ¿usted no es también científica? ¿No tiene curiosidad?
– Ah, no, científico es el que vive en el quinto, yo soy la cocinera del bar Baró, creo que os habéis confundido de neuronas, dejad de retumbarme en la mente ya.
– ¡Yo qué sé! Ni siquiera sé cómo pueden vivir ahí, se tendrían que estar secando.
– Están perforando el techo, yo creo que van a por nosotros. ¿Qué querrán?
– No sé. Parece que están un poco perdidos, están abriendo por la parte más gruesa.
– Pues están poniendo nerviosos a los animales con tantas vibraciones.
– Son muy raros, tienen una forma extraña, así alargados, permanecen tiesos, no se desparraman ahí al aire. Fíjate ese, excavando furioso.
– A mí me parece que eso es una máquina, ¿ves las dos blancas con la cabeza brillante? Eso sí que son criaturas.
– A mí también me parecen máquinas.
– Creo que llevan ropa, algún tipo de armadura, o un envase. Como las conchas de los guerreros.
– ¿Crees que son guerreros?
– ¡No! Parecen muy torpes, en cuanto entren en el agua se los comerá el borloq, con el ruido que hacen estará esperándolos cerca.
– Como vinieron del cielo, pensaba que eran dioses, bajaron brillando desde las estrellas.
– Si fueran dioses, no necesitarían estos artilugios tan raros para deshacer el hielo. ¿Qué pasa? ¿No saben producir calor para derretirlo? ¿Cómo pueden hacer túneles entonces?
– ¿Y si viven allí arriba, en el aire?
– ¿No se asfixian?
– Pues serán como las plantas esas que salen a la superficie.
– Me da igual que sean plantas, si se acercan a mi ganado se van a llevar un arponazo.
– Baja, que te van a ver, atontado.
Sobre el hielo
– Ivanov, ¿has recogido suficientes muestras? El radar muestra una perturbación en la temperatura, temo que pueda estar causada por algún fenómeno meteorológico complejo e imprevisible, y no me gusta.
– Ya estoy recogiendo las últimas, dame cinco minutos más y recojo. Las primeras muestras ya han dado positivo en restos orgánicos, esto va a ser interesante para la NASA, seguro que consigue financiación para otros proyectos en el satélite, ¿Y tú, has encontrado algo?
– No, esto es un desierto de hielo, aquí debajo hay temperaturas muy elevadas en diversos puntos, hay una actividad sísmica impresionante, ideal para la vida unicelular.
– ¿Cree que encontraremos criaturas más complejas bajo este mar?
– Tal vez algún microorganismo simple. No creo que haya muchas posibilidades de evolución en este oscuro y frío satélite de mierda. ¡Venga! ¡Vámonos ya! A ver si nos manda de una vez a casa.
Tengo algunos dones enmascarados en la manga, pero son de mentira, son estatuas de hielo al amanecer, que se derretirán con tus labios después, cuando acabe el invierno, tal vez.
Entiendo de escuchar, tu voz sabe a melodías de recuerdos, a futuro olvidado de manos y a ciegas. Pero entiendo que oír no es más que prestar atención al atardecer de los hechos, que los has visto pasar y no los has captado.
Me gusta narrar aventuras absurdas, de enredar soy maestro en papel arrugado, y aunque me sienta empírico en ciernes, me encanta pintar de azul el cielo y poner estrellas de más, por si alguna no me llega y tirarlas todas al aire, para que al remontar el vuelo, se alejen y me digan adiós mientras se alejan.
Procuro ayudar sentado, encarando al objetivo y pretendiendo guiar mentes dispersas con largos pasos de poeta cansado, que de tanto que ha andado, ya no distingue un rostro cuando lo besa, y aun con esas me digo cuando lo cuento que tan solo estoy empezando, que hay mucho más esperando si estás atento.
Se me da bien perderme en el aire mojado, esconderme en el rumor de las hojas secas, explorar castillos de arena y alojarme en el umbral de la noche. Observó a los búhos volando lento tras la caricia de amor, que con cola de ratón se escabulle tras contenedores llenos, y disfruto contándolo luego.
Pero si he de decir que de algo soy maestro, que soy bien diestro en esta lucha, es de enamorarme perdidamente del reflejo de la luna y embelesado en su figura, conjurar un suspiro y concederle un sueño.
Antes de entrar en la habitación, Antonio, con un hambre atroz, quiso pasar por el restaurante que, al ser demasiado temprano, estaba cerrado. Así que decidió salir a ver qué encontraba por la extensa avenida principal. El hotel estaba muy bien situado para alguien que no conocía el lugar.
A pocos metros encontró un bar, que desentonaba mucho con el resto de la calle. Todos los edificios tenían un corte muy moderno y daba la sensación que al cruzar la puerta hubiera vuelto a su Granada natal. Se sentó en la barra, y pidió un refresco y algo de comer.
El vaso era extraño, parecía una pirámide con una estrecha abertura por donde salía el líquido. En un gesto desesperado intentó beber, pero el líquido salía lentamente, con desgana. Desesperado, intentó agitar el recipiente, separándolo un poco de la boca. El fluido fue saliendo y se quedó agolpado en su cara, haciendo una burbuja pegada a la nariz y la boca, haciéndole imposible respirar.
El camarero, que estaba atento, agarró un trapo y se lo plantó en la cara. Estaba hecho de un material muy absorbente, consiguiendo atrapar muy bien el líquido. Antonio hizo una respiración profunda y miró al camarero con cara de agradecimiento.
– Es la primera vez que visita el planeta, ¿verdad?
– Sí, este es mi primer día en tierra. Sabía de la poca gravedad que hay aquí, pero me cuesta mucho hacerme una idea de que, algo tan cotidiano como beber, sea tan complicado.
– Te explico, ¿ves que en el vaso, abajo del todo, hay una válvula?
– Sí.
– Al apretar, el líquido sube lentamente, al soltar, baja. Es la mejor manera de no pelearse con un refresco flotante.
– Ni me imagino entonces cómo tomar una ducha.
– Vapor frío a presión, que con el calor se agradece. No sé cómo no os preparan para eso en la nave.
– Se ve que variar la gravedad artificial es complicado. Te explican sobre el peso de la ropa y las suelas magnéticas, pero poco más.
– Pues hay todo un manual para poder pasar una temporada por aquí, amigo.
Antonio tardó un poco en aprender a usar el artilugio para la bebida. Con el bocadillo no hubo tanto problema, dio buena cuenta de él al momento. Tenía un sabor exótico, pero tradicional a la vez, aunque de primeras no se vio con fuerzas para aprender sobre la materia de la que estaba hecho. Había que reconocer que estaba bueno y eso le bastaba. Pensativo, Antonio se dio cuenta de que había algo más que hacer.
– Por favor, ¿me puede decir donde está el baño?
El camarero le miró con una discreta sonrisa y le respondió.
– Me temo que estás de camino a tu siguiente aventura.
A media mañana, con el café en mano y el bocadillo a medio engullir, me di cuenta de que algo habitaba en mi cabeza: un murmullo sordo recorría mi mente enturbiando mi paz. Asustado, en el sucio espejo del pequeño baño de la cafetería, quise mirar al interior de mis ojos, a ver qué encontraba.
Examiné mi mente con un palito de helado, encontrando manchas oscuras, como de carbón incrustado, quise limpiarla con el brillo del recuerdo de un amor de verano, que pasó hace ya tiempo, pero quedaba emborronado y empeoraba sin remedio.
Miré en el cajón donde guardo las ideas, separé las más locas de las más viejas, vigilé las arriesgadas y puse a lavar las desesperadas, pues eran las más manchadas. Busqué tras el inconsciente algún pensamiento sucio, ordené los recuerdos por colores y verifiqué los barrotes donde encierro las emociones, encontrando tizne en algunas, en otras solo miedo seco.
Pasando por el hipotálamo, lo encontré acariciando a mi capacidad de deseo, que pasó del rojo al negro y se escondió llorando. Era una mancha de tinta de calamar huyendo, un garabato emborronado de un niño travieso que, perdido buscando y encontrándose solo, buscaba una sonrisa sincera, una palabra de ánimo o el rostro de un amigo.
Armado con un patito de goma, un guante amarillo chillón y la espuma de un jabón de orejas largas, lo llevé regañado a la ducha de ideas, a ver si tras una meticulosa limpieza pudiera aclararlo un poco. Usé para desengrasar un recuerdo lejano, del olor de colonia fresca que dejaban en mi pelo, y sequé con mucho esmero usando el sol de agosto, aquel del verano en la playa donde me perdí en tus labios.
Tras las capas de mugre y suciedad concentrada, en color azul turquesa y verde esperanza, oculto entre la necesidad de libertad y el deseo de ser amado, empujado por el éxito en el trabajo y pisoteado por la cruda competencia apresadora de almas libres, detrás de una máscara de enfermedad amarilla se encontraba la necesidad de un merecido descanso.
Él abrió el archivo, en cuyo título rezaba “Su helada mirada”. El cursor parpadeaba impaciente sobre un lienzo blanco en la pantalla.
Lorena se resguardaba del aire helado de la montaña…
(No, no me gusta…)
El cursor volvió sobre la línea, desintegrando la curva de las letras al pasar, quedó intermitente, esperando inquieto en el lugar de salida.
El frío de la montaña provocaba que el pálido rostro de Lorena…
(Qué va, horrible…)
La pantalla tornó al blanco de nuevo, palpitando quedó el puntero ávido de palabras.
Ella, helada de frío… El frío hizo erizar… Una helada brisa formaba escarcha en el pelo de la dama…
(Tendré que tomar otro enfoque, este no quiere salir.)
El archivo fue renombrado, ahora su título lucía más cálido; Su ardiente mirada. El cursor, con su paso marcial, se impacientaba por vomitar caracteres a su avance.
Su frente, brillante de calor, discutía con la brisa del mar, pero el danzar de sus caderas desafiaba a la arena ardiendo, en la que se hundían sus pies descalzos. Sorteando turistas y adolescentes, Lorena llegó a la orilla. Él, sorprendido por las curvas que dejaba entrever su transparente pareo, sonrió.
(Sí, ahora sí que me gusta.)
Esta vez, el ritmo armónico del golpear de las teclas, consiguió la ansiada danza de palabras que, abandonadas al avance del alegre cursor, creó una armonía pausada y brillante que mantuvo el baile en alza hasta altas horas de la madrugada.
– Y ¿qué quieres de mí? ¿Quieres que lleve algún mensaje a la humanidad?
– No, no es eso, algo mas sencillo.
– No te preocupes, no te voy a pisar.
– Lo sé, creo que eres buena gente.
– ¿Ah, sí? ¿Cómo lo sabes?
– Pues me fijé en ti cuando andas por aquí.
– ¿Me andas persiguiendo?
– Hombre, no soy tan psicópata, pero…
– ¿Pero?
– La verdad es que sí, ¿y sabes…?
– ¿Qué?
– Me da vergüenza.
– ¡Ando, dilo!
– Creo que me gustas.
– ¿QUÉ?
– Y mucho.
– ¡Uf! A ver cómo te digo yo esto…
– Oye, Carlos, te llamo luego. Me escondí en el baño de los chicos en la oficina para llamarte, pero hay un tío raro hablando con una cucaracha que me está dando miedo.