Me enseñarás en la cama lo que no pudiste aquel día nublado, de charcos reflejando nuestra lluvia y niebla alrededor, confundiendo nuestras ideas con fragmentos de versos antiguos, esas canciones que cantamos descalzos junto a la orilla, de aquel mar que nos alejó el recuerdo y juntó nuestras mejillas.
Con el carácter urgente de no querer que pase, de no poder parar si no es roto, en tus brazos, después de tantas nubes huyendo, quedaremos siempre, en esta estación de paso, para comernos el futuro a besos y que suene la música luego, cuando ya no estés a mi lado.
Hoy recuerdo aquel momento, en el medio del cielo había un claro abierto.
El cielo allí arriba no era del todo cielo. Se extendía como un velo inmenso, grisáceo y sucio, donde la luz no provenía de un único punto sino que parecía filtrarse, difusa, desde todos los rincones a la vez. No había azul, ni estrellas, ni nubes. Solo destellos errantes, que parecían moverse cuando uno no miraba directamente, como si el horizonte jugara a cambiar de forma.
La claridad no variaba mucho con el paso del tiempo, como si el día no supiera morir ni la noche supiera nacer. Una claridad cansada, pálida, demasiado uniforme. Y aun así, en algunos lugares, la luz rebotaba con más fuerza, dejando manchas brillantes en el cielo que cegaban si se miraban demasiado tiempo.
A veces, fragmentos oscuros, casi como islas suspendidas, cruzaban lentamente por encima, proyectando sombras extrañas que viajaban a través del paisaje como animales dormidos. Y entre esas sombras, dispersos, algunos puntos diminutos titilaban, débiles, perdidos en la inmensidad, como si fuesen estrellas mal colocadas.
Pero ninguna parecía tener vida propia. Todo parecía parte de algo más grande, algo que respiraba sin que nadie pudiera verlo.
Y sin embargo, ahí estaba: una diminuta mota de polvo azul.
—¿Ves? Es esa. —Que no, te has equivocado de coordenadas. —Fíjate en el mapa, tiene que estar ahí. —¿Has tenido en cuenta la traslación? —Sí, claro que sí. ¿Y tú has tenido en cuenta la nuestra? —Ups. —Que sí, que está ahí. Calibra bien ese telescopio.
Ajustó el telescopio de aficionado, con su lente rayada y su enfoque manual, que apenas podía compensar las vibraciones del terreno. No era más que un viejo modelo analógico, óptico puro, de esos que funcionan por simple refracción, sin ayudas digitales, sin estabilizadores, sin filtros solares que aquí hubieran venido bien.
La búsqueda fue un juego de paciencia: demasiados reflejos cercanos, demasiadas estructuras suspendidas que devolvían destellos falsos. La luz del Sol, aunque filtrada por kilómetros de paneles, seguía rebotando en cada fragmento metálico y hacía del cielo un mosaico confuso.
—¿Dónde conseguiste esa antigualla? —La trajo mi padre a escondidas en un módulo de alimentos. Pero a que está chulo, ven, mira, mira.
Allí estaba, justo al borde del campo visual: un punto azul pálido, apenas visible contra el gris sucio del espacio local. Sabía que, a esa distancia, la Tierra no superaba una magnitud aparente de -3 o -4, y eso si la atmósfera solar no dispersaba el brillo. Mucho menos brillante que Venus desde la Tierra, mucho más tenue que la mayoría de las balizas orbitales cercanas.
—Qué mal se ve. —Es lo más cercano que vamos a verla. —Dicen que ya hay vuelos regulares. —Sí, tardan un par de meses y cuestan un riñón. Mi padre dice que, salvo el cielo y el mar, no es tan distinto. Creció en una ciudad llena de polución y aquí al menos tenemos aire puro y árboles. —En clases nos ponen documentales de selvas enormes con un río inmenso y multitud de animales. Aquí solo tenemos el canal, que solo tiene patos y ranas. —Nuestro módulo es pequeño. Dicen que en el cuadrante viejo tienen una reserva natural que ocupa todo un módulo, con un pequeño océano y todo, donde tienen ballenas. —¿Ballenas? ¿Y eso por qué no lo ponen en la red? Me gustaría ver ballenas. —Lo hacen para que no empiece a ir todo el mundo hacia allá y fastidien el entorno. —Pues yo quiero ver animales. —Mírate en el espejo, macaco.
Y así, entre risas y discusiones, el punto azul quedó atrás, diminuto e inalcanzable, perdido entre los engranajes de aquel cielo roto.
Los dos chicos guardaron silencio unos segundos, como si temieran que al hablar demasiado fuerte el mundo se hiciera humo. Luego, sin más, bajaron el telescopio y siguieron caminando, saltando entre las grietas del terreno, con la certeza de que, algún día, alguien encontraría un camino de vuelta.
Sin apenas pensarlo, porque de puro despiste a veces ni recuerdo que respiro, y exhalo al viento sin importarme a dónde irá, descubrí que en este camino extraño, lleno de giros de guion y volteretas en la cama, la soledad —caprichosa— se resiste a acompañarme. Y así, le debo quién soy al destino que ha pasado, sin pedir permiso.
Como apenas tengo nada, solo soy palabras desordenadas, metáforas sin dueño, con sabor a limonada de huerto y brisa marina cargada de relente de luna llena. Canciones olvidadas que, de pronto, una noche de buen vino, vuelven a sonar. Solo tengo días, años girando al sol, recuerdos que me apropié por el roce y las ganas de aventuras en el confín de la realidad, y que no serían nada si no me los hubiera inventado.
Y como no tengo más, eso entrego: un circunloquio de agasajos merecidos para quienes cruzaron conmigo y dejaron su rastro en mi designio. A los que caminaron a mi lado, a los que sin saberlo surcaron galaxias en una nave de sueños, a quienes esperaron que saliera de mis babias de mirada nublada, y también a los que se marcharon a otros mundos, pero aún me recuerdan. A todos ellos —imaginarios, artificiales, animados o consanguíneos— quiero explicarles que, al transcurrir del misterio del tiempo, al abrazar mis recuerdos, al raspar mis neuronas en busca de méritos, sé que son tan míos como lo son vuestros. Porque toda historia vivida, incluso la que soñamos, nos pertenece a todos los que la compartimos, aunque a veces solo la escuche el silencio.
Siendo niño, los mayores me decían: “Siempre estás en la luna”. Y era cierto. Me pasaba las mañanas de verano persiguiendo criaturas insólitas en escenarios imaginados. Caminaba por la arena de la playa, ocultando mis pequeñas huellas para no dejar rastro, para poder esconderme entre estatuas de cobre mohoso, mal enterradas en la costa.
Fabricaba monstruos de plastilina, de movimientos entrecortados y colores antiguos, brillantes como volutas de polvo. Perseguían a aventureros temerarios y a damas en apuros. Los escondía en cuevas olvidadas o en selvas vírgenes de paso estrecho y piel de felino extinto, atravesadas por un enorme primate coronado, que gritaba entre golpes de pecho al cruzar los árboles enanos.
Pero si algo me apasionaba era mirar el brillo de la noche. Esperaba estrellas fugaces y las veía surcar el horizonte. Quería atraparlas cuando aterrizaban entre luces circulares colgadas de infinitos hilos invisibles, llevándose vacas flotantes bajo un foco blanco. Quería conocer a los fabulosos corsarios verdes, dueños de esos artefactos galácticos, que venían buscando aventuras en otras orillas siderales, con espadas de fluido líquido para rescatar princesas interplanetarias.
Y siendo mayor, aún me dicen: “Siempre estás en la luna”. Y sigue siendo verdad. Estoy entre cráteres, disfrutando de la falta de gravedad, soñando con que la luna se llena y brilla. Esperando una señal que no llega —pero que en camino, debe de estar.Mientras tanto, me invento que, en el camino, con la mirada de un niño, se pueden descubrir mundos fantásticos en los que poder habitar.
Otra vez sonaba. No sé qué tenía esa melodía… vieja, rasgada como la corteza de los árboles, llena de musgo, de aroma de niño. Las notas subían por la barriga y se instalaban en el pecho. ¿Quién dijo que se escucha con los oídos? Era un hechizo que irradiaba el alma desde la punta del vello, electricidad estática que navegaba por la yema de los dedos.
—Papá, ¿puedes ponerla otra vez? —Ponla tú. ¿Sabes hacerlo? —No… —¿Ves esa palanca? Sube la aguja con cuidado. La canción es la tercera de esta cara. Tienes que contar los surcos. ¿Ves ese espacio, justo ahí? —¿Ese? ¿Entre los dos más grandes? —Exacto. Coloca la aguja justo antes de que empiece. Baja la palanca… despacio.
El vinilo giró. Un leve crujido, como el murmullo del universo al despertar, dio paso a los primeros acordes. Las palabras flotaban, en un idioma antiguo y nuevo a la vez, como mantras en voz baja: Words are flowing out like endless rain into a paper cup…
Me recorrió un escalofrío. Las imágenes se volvían líquidas, en blanco y negro al principio, como si fueran recuerdos de otra vida, y luego estallaban en colores suaves y vivos. El disco giraba, la aguja arañaba el tiempo, y yo flotaba.
—¿Podemos ponerla otra vez? —Claro que sí. Esa canción la escribió un joven llamado Lennon. La compuso como quien lanza un hechizo al cielo. Nosotros la escuchamos por primera vez en una fiesta —una de esas que llamábamos guateques— sin entender del todo qué decía. Pero no hacía falta. Su magia se fue pasando de alma en alma. Y ahora, al verla vibrar en ti, sé que el conjuro seguirá vivo. —¿La ponemos otra vez? —Sí.
Evanescence – Across the Universe (V.O. The Beatles)
Con una cerveza en la mano y la sensación de estar en el sitio equivocado, ese era yo ahora, en mitad de una fiesta de pueblo de borrachos ridículos y rechinar de orquesta típica de más abajo que el sur. La alegría brillaba en todos, menos en mí, claro. Yo, rebuscando en mis recuerdos, quería conseguir la excusa para entender por qué había venido. Lo que encontré me hizo sonreír y sin evitarlo terminé con la misma expresión de aquellos que me estaban rodeando.
En mis recuerdos estaba igual, la misma cerveza, la misma pose, la misma cara de haberme equivocado de lugar, solo que veinte años más joven y quince más espabilados. Enseguida vi al grupo de chicas ideal para soñar, alegres divas de brillante armadura que, riéndose de todo y bebiéndose la verbena a tragos de ron, buscaban víctimas para alimentar su diversión.
Una de ellas me miró, mi feroz reflejo de lince de veintipocos años hizo que le sacase la lengua burlón, ella puso cara de tragedia griega y yo terminé riendo. Dos cervezas más tarde seguía con la misma pose, me entretenía mirando las fechorías del grupito de pajaritas en venta e intercambiando muecas con la que se hizo mi amiga de caras torcidas.
– ¿Y tú por qué no bailas? – Para mi sorpresa, se atrevió a venir a perturbar mis sonrisas.
– Tengo un defecto en un pie que me obliga a pisar a aquellos con los que bailo.
– Venga, anda, ven a bailar. – Me obligó tirando con fuerza de mi brazo.
– Vale – Le respondí con resignación. – Pero que no sea que no te advertí del peligro.
Entre broma y chistes nos posicionamos en el centro de la plaza, con gran algarabía por su parte, al observar cómo me debatía entre la vida y la muerte, al intentar hacer rizos y bucles. Ella hacía piruetas imposibles con su cuerpo a mi alrededor, y yo luchaba por mantener el equilibrio agarrado a su cintura.
– Tampoco lo haces tan mal, no sé por qué no querías bailar.
– ¡Puff! No sale de mi.
– Venga, si solo tienes que dejarte llevar por la música.
– Será que esta música no me lleva a ninguna parte.
– Porque tú y tu camiseta de rockero, no aceptáis más que lo que te dé esa música infernal de guitarras, peleando como si fueran gatos.
– Acepto que es lo que más me gusta, pero no es lo único. Me sentiría más a gusto con canciones más profundas, con letras más complejas que “el venao, el venao” le dije en modo burlón.
– Vale, a mi también me gusta Manolo García, aun así, estas canciones también están bien, están hechas para disfrutar. Algunas son tan profundas como para dejarte pensando, como las de esos cantautores manidos a los que te estás refiriendo.
La noche fue avanzando entre abrazos y giros, llenándonos de un delicioso agotamiento. Con el cansancio vino el hambre, y con el hambre la necesidad de intimidad. Un par de “salchipapas” y el refresco de la sonrisa fue suficiente para desencadenar una conversación entre sombras a orillas de la playa.
Hablamos del amor que ella ganó, con alguno del pueblo, supuse, y el que yo perdí viéndola partir lejos. De mis gustos por las rimas y los suyos por la guaracha. Mentimos a medias en describirnos, para gustarnos más a nosotros mismos. Pero sobre todo de música y de ritmos. Hablamos hasta que se nos secó la boca y decidimos hidratarlas a besos. Con el pecado de no querer llegar más allá, pues a ella le esperaban en casa.
En un momento de cordura, sin importar qué parte de su cuerpo intentaba tocar, salté al ataque de la música de pueblo. No me pude controlar, no sé si por hacer el chiste, o por el eslogan de “Heavy Metal al poder”, pero me retiré de su boca y le dije para buscarle la lengua:
– Esta que está sonando ahora es que me puede. No la aguanto.
– ¿Por qué? Si es muy divertida.
– Si es que con esa letra “Mayonesa, ella me bate como haciendo mayonesa…”
– Pues tiene mucho sentido en una fiesta de pueblo.
– ¿Sí? Pues para mi es incomprensible.
– ¿De verdad? ¿Quieres saber lo que significa?
– Si eres capaz de hacérmelo comprender…
– Vale, tratándose de ser una forma de defender la música de mi tierra, la que a mi me gusta, te demostraré su significado. – Me contestó mientras me desabrochaba el botón de mis vaqueros.
Su defensa fue muy efectiva. Por mucha rabia que le tenga, nunca olvidaré esa canción.
Te quise olvidar tras esa noche enferma, pero siempre recordaré aquella mirada.
Tú me mirabas, pícara, discreta, sabiéndote guapa. Yo no quise desafiarte en mi suerte, pero sí tejer nuestra coincidencia. Tropecé a tu vera, te reíste cautivada y ya no necesité nada para perderme en tu hoguera. Yo bailaba patoso en un intento de fascinar, tú tintineabas deslumbrante, ansiosa por cazar, y en el desfile de agasajo, genio y ron, y me convertí en la presa de tu verde mirar.
No sé si mi destreza en colarme en bocas de otros, o mi caminar pegado danzándote el pelo con la punta de los dedos, fue el mar refugio de tu cabello quien me dio valor para colgarte en mi cuello. Y no hubo más que hablar, rocíe de tinta mis versos al contar el giro de tus caderas entre mis manos, hasta que me dijiste: “vamos, llévame contigo, al exilio entre tus brazos”
Ansiamos oscuridad, amándonos en los rincones al pasar, buscamos paz para la guerra, gritos para disimular aislados. Caricias para empezar el pecado, caricias para acabar empapados, misterio para los demás. Para nosotros, el cielo, la luna, para despistar.
Y nos hicimos fuego, prendimos el cielo.
La marea borró nuestro momento, llevándose las cenizas de nuestros cuerpos. Las prisas por volver con ellos, las risas se hicieron eco y tu mirada se hizo a la mar y asesinó lo eterno.
Te quise olvidar luego, pero las olas me traían el viento, de lo que fue cierto tan solo para poder soñar, que tu perfume quedó impregnado en mi pelo y allí quedó inmortal el regalo que tu piel me ha dado y que ya no volverá.
Sentí que era el final cuando te cortaste el pelo, prescindiste de tus rizos negros para aligerar tus pasos, y que te llevaran lejos. Me hablaste de la magia del destino, de los senderos perdidos que descubriste navegando, de tu pasión por lo desconocido y el sabor de la aventura en tus labios. Me dijiste, ven conmigo, pero el café quedó frío y el asiento caliente de estar esperando.
Pero los cambios me agotan pronto, suspirar por un hueco vacío en mi corazón me parece enturbiar el aire puro y volverlo marchitó. Así que recordando tus últimas palabras, de cadenas rotas oxidadas por el mar y las prisas por salir corriendo a respirar, te hice caso y comencé a andar.
El camino era raro, embarrado de lodo al principio, regado de almas rotas, gimiendo, pegando con tiritas sus promesas rotas, pidiendo perdón por lo que no hicieron y les pesa el recuerdo de besos caídos de un árbol muerto. Sin querer manchar mis zapatos de lástima, me abrí paso a zancadas, esquivando sombras tristes de aquellos infelices que antes eran osados.
En las calles de colores, aquellas de focos brillantes y ráfagas de tambor, me entretuve un poco más, al ver a la gente bailar, quise mezclarme con ellos, en la seducción del neón, en los delirios de licor de menta y ron. Supe de caricias blindadas de compasión, que buscaban la pasión alada para decirte adiós, en un todo y nada constante, de unos y otros amontonados en sudor. Me deslicé en la oscuridad y nadie supo de mi recuerdo.
Fue en el parque donde la encontré, cabizbaja de suelo errante. Agarraba en su pecho un corazón con grietas que, sangrando a borbotones, se resistía a pararse en seco. Me senté con ella, en silencio, pues también necesitaba un descanso. Ella sintió mi deseo, pero no le hizo caso. Pero esperé paciente a que recuperara el aliento y nos fuimos, juntos, caminando lento.
Al recorrer el sendero de la vida, fui recolectando momentos maravillosos, instantes de ensueño que me animaban a seguir un camino inmenso, de emociones profundas apresadas en memorias escritas y alegrías carentes, en apariencia, de estigmas. Con cada paso, granos de arena de tiempo pasado, que se depositaban en mis bolsillos. Pequeños baches de adoquines quebrados, tristes de pisotones insolentes de transeúntes sin piedad, que se incrustan en mis botas a cada paso.
Con el recuerdo de caricias descuidadas de hábito, sonrisas necias de latido lento, que cicatrizan corazones zurcidos con el roce del sereno, canciones de la marcha fúnebre a coro de guirnaldas célibes que, festejando el trato del tiempo, conformándose en el despojo de un sentimiento. Y la suma se convierte en peso, que me hunde en el barro, me arrastra en alegóricos pasos de rastro olvidado.
Probaré, soltando una lágrima por cada lamento a dar, impulsarme despacio en el negocio de amar, inventar verbos errantes de ritmo, que signifiquen instantes de rezos al mar. Y que las olas me impulsen lejos, me hablen del silencio y me hagan flotar, muy lejos. Ojalá que los nudos se deshagan en llanto y dejen la brisa guiando mis manos, que a tientas, las caricias, lisonjeras de tu piel, remiendan la senda del acervo ajeno.
El verano me regaló tu nombre y el invierno me lo hizo olvidar. Sabor a licor, de frío norte, buscando el cálido contacto de una caricia. Azul penetrante en mar en calma, susurrabas de camino la canción que te enseñé en la alcoba. Fue tan breve que olvidarás mi rostro, tan intenso que compartiremos el dolor de las hojas de otoño al caer, heridas al suelo. Pensaré en tu extraño “te quiero”, en el silencioso abismo del adiós.
El verano me regaló tu nombre, otra vez.
Doble Pletina – Música Para Cerrar las Discotecas.