-… Quince puntos en total y seguí jugando el partido con la herida todavía abierta.
– Eres un chulo, Miguel, que poco has cambiado ¿Y esa otra?
– Eso fue un rasguño nada más.
– Pues pequeña no es.
– Fue con la moto, calculé mal la curva y me estrellé contra el árbol.
– ¿Con la moto vieja esa que tenías? ¿Esa que parecía que se podía desmontar en cualquier momento?
– Sí, esa, esa misma. La Kabrasaki murió en ese accidente, sufrí más por ella que por el golpe.
– Sí, supe lo del accidente. De milagro no te mataste con ella, con lo destrozada que la tenías. O, mejor dicho, nos matamos, la de veces que estuve en ese asiento de atrás.
– Sí, como aquellas veces en la playa al final del paseo.
– Sí, la vez que nos pilló la guardia civil en plena faena y casi nos arrestan por escándalo público.
– Pero por allí ya no pasaba nadie, a esa hora era un desierto.
– Sí que pasaban, ellos.
– ¿Y tú? ¿No tienes cicatrices? ¿A ver?
– No seas tonto, Miguel.
– Anda, si a ti te gusta.
– Claro que me gusta, pero sin la cursilería estúpida de adolescente eterno que tienes a veces.
– Oye, esto de aquí sí es una cicatriz.
– Y me dolió mucho. Todavía me duele cuando lo pienso.
– Pero, yo no sabía que habías tenido un crío. Eso es la cicatriz de una cesárea, ¿no?
– Lo tuve, pero no llegó bien. Bueno, hace mucho tiempo ya de eso.
– ¿Cuándo? Hace como siete años que no nos vemos.
– Pues mira, calculo que tiene un poco menos de tiempo que cuando te hiciste tú la cicatriz de la moto.
– Esa fue la época que nos dejamos de ver. No sabía que andabas con más chicos entonces.
La sala era tan blanca que casi no se distinguía entre pared, suelo y techo. Había bancos de madera dispuestos en fila en los que unos pocos esperaban, todos parecían cansados, abatidos y tristes. Un señor con gafas de pasta y traje pasado de moda miraba al frente, el joven nervioso que había a su lado interrumpió sus pensamientos.
– Tardan mucho en atender aquí, ¿verdad?
– Total, hay tiempo de sobra.
– No sé usted, pero yo tengo asuntos que atender, en casa me esperan.
– Yo, por suerte, lo dejé todo atado.
– Qué suerte, coordinar a mi familia es difícil, los niños, el colegio, el trabajo. En fin, ya sabe, siempre hay prisa.
– En mi caso, mis hijos son ya independientes, como imaginará. Se portan muy bien conmigo y son atentos, hasta ahora, que no les valgo para nada, me siguen visitando a menudo.
– Venga, hombre, seguro que a veces les echa una mano y entretiene a sus nietos.
– Lo intento, pero me tienen miedo.
– ¿Son muy pequeños?
– Sara tiene tres años y Andrew tiene siete, son verdaderos torbellinos los dos.
– ¿Y el de siete le tiene miedo?
– Pues sí, más que la de tres. No le culpo.
– La mía tiene diez y tampoco para quieta.
– ¿Y no se asusta de usted?
– ¿Qué si se asusta? ¿Por qué tendría que asustarse?
– Ya veo. Usted no sabe por qué está aquí, ¿verdad?
– Pues ahora que lo dice, no lo sé.
– ¿Qué es lo último que recuerda?
– Pues… A ver… Salí de casa con prisas, dejé a la niña en la puerta del colegio y salí disparado. Llegaba tarde al trabajo y aceleré a fondo, recuerdo recibir una llamada de mi jefe y de pronto…
– ¡Oh!
– Siento ser yo el que le dé la mala noticia.
-… Era un camión, no me di cuenta… ¡Paso tan rapido! ¡Y yo…! yo estaba.
– Lo sé, es difícil de aceptar.
– ¿Dónde estamos?
– Estamos en el lugar que nos conecta con el mundo de los vivos.
El camino se hizo largo, enrevesado de espinas y árboles atormentados, de cuestas escarpadas y lamentos en el viento que, pegando fuerte en la cara, congelando sus lágrimas en la senda. El esfuerzo mereció la pena al ver que era cierto. Entre los dos árboles cruzados estaba el altar, en un círculo de runas de piedras, antiguo como el propio bosque.
Sin darse ni un respiro y con mucho cuidado, se descolgó el objeto que portaba en la espalda y lo puso encima de la mesa de piedra. Era un conjunto de mantas de piel de cabra con un respaldo rígido y una serie de correas para permitir su carga. Al extenderla, entre medio de un nido de telas más suaves, había un bebe protegido. Lo depositó justo en el centro del altar y comenzó su rezo.
El niño estaba casi inmovil, lloraba suave, ajeno a lo que ocurría. La fiebre era demasiado alta como para distinguir la realidad. Ella cantaba entre lágrimas una plegaria, invocó al viento, que se arremolinaba alrededor.
Invocó al fuego y ardió en círculo.
Invocó al agua y comenzó a llover dejando un claro en la posición de ellos.
Por último, invocó a la tierra y esta tembló.
La luna salió de su escondite de nubes y derramó su luz en la criatura, que empezó a elevarse en el aire. Quedó suspendido a la altura de la mirada de la mujer, que seguía con su oración, con los ojos entrecerrados y cara de angustia.
– El niño está muy enfermo, bruja. – Dijo una voz de procedencia desconocida. Parecía salir del bosque, pero a su vez del cielo, de la copa de los árboles y del suelo que pisaba la dama.
– Pero, ¿podrás salvarlo?
– Sí, pero voy a necesitar tu energía.
– ¿Eso me matará a mí?
– No, pero estarás muy débil, no podrás alimentar ni proteger a tu vástago, morirá sin remedio.
– Pero, tiene que haber una forma.
– Solo puedo hacer algo.
– Lo que sea necesario.
– Puedo encomenderos a la luna.
En ese momento, ella empezó a temblar, sus ojos se volvieron grises y sus piernas quedaron quebradas, su cuerpo se cubrió de pelo oscuro y su canto se volvió aullido de dolor que la dejó agotada y tumbada de lado frente al altar.
El lobezno, con esfuerzo, saltó del altar y se refugió en el pecho de su madre, ansioso por alimentarse después de mucho tiempo sin lactar.
– Hola, buenas noches a todos, todas, todes, bienvenidos a este programa llamado «La Luna brilla y no lleva enchufe». Gracias, gracias. Como ya sabéis ustedes la noticia más actual del momento es que, por fin, se ha descubierto vida fuera de nuestro planeta. Nosotros, en exclusiva, contamos con el invitado más espectacular del momento. Un fuerte aplauso a Jose Luis, la vida extraterrestre.
– Hola, buenas noches.
– Para quienes nos escuchan desde la radio, les describiré a nuestro invitado. José Luis es un señor bajito, con un pequeño bigote y está vestido con esmoquin y bombín. La única peculiaridad que le hace distinguirse de nosotros es que su piel es un tanto transparente. Aunque se asemeje a nuestra raza, les aseguro que no tiene nada que ver, ¿verdad?
– Efectivamente, yo soy una ameba.
– Aquí conocemos a las amebas como seres unicelulares, un protozoo para ser más exacto.
– Sí, pero en mi caso llevo milenios de evolución.
– Según los científicos, le encontraron durante la primera visita tripulada al planeta Marte.
– Sí, pero estaba de visita.
– Si estaba de visita, ¿En qué parte del universo suele residir?
– Oh, yo voy cambiando constantemente de lugar. Una parte del universo que me gusta mucho es Andrómeda, una galaxia muy interesante, pero también frecuento mucho la Nebulosa de Orión. Por lo general voy por las distintas galaxias desparramando vida.
– ¿Me está explicando que usted crea vida en otros lugares?
– Claro, visito un planeta, me reproduzco y dejo que la evolución haga su proceso.
– ¿Y cómo se reproduce usted?
– Pues como todas las amebas, por fisión binaria. Una división celular completa y ya soy dos amebas con los mismos recuerdos y capacidades.
– O sea, que si usted se reproduce aquí, ¿tendríamos dos señores como usted?
– Pero, ¿qué me está pidiendo?, por favor, qué pudor.
– Del resultante, ¿cuál sería José Luis?
– Los dos. Aunque según la evolución nos convertimos en otros, pues generalmente cada uno seguimos nuestro camino. El mío es viajar de galaxia en galaxia.
– Y que le trajo a este sistema. ¿Se quería reproducir en Marte?
– No, vine de visita, quería ver qué tal le fue a mí yo de aquí. Hace unos cuatro mil millones de años vine por primera vez. Entonces había un océano inmenso y unas playas preciosas.
– Pero, no hay señores con bigote paseando por el planeta, ¿qué les pasó?
– Pues, no tengo ni idea, aunque tengo mi teoría. Verá, en esa época yo era un ser distinto, más pequeño y moldeable. Mi otro yo se debió haber adaptado al medio, se tuvo que haber dividido infinidad de veces y cada uno de sus dobles se habrá desarrollado en seres distintos. No sé en qué punto hubo una biodiversidad considerable, ni en qué punto migraron, pero no es la primera vez que la vida pasa de un planeta cercano a otro. Así que creo que ustedes y yo somos parientes lejanos.
– Pues qué alegría ver a mi primo ameba. ¿Vuelve entonces por cariño a su descendencia?
– No, no, vengo a alimentarme.
– ¿Qué? ¿Viene a comerse a sus hijos como Júpiter?
– No sé de Júpiter, vengo a fagocitar a algunos de los organismos nuevos que han resultado de mi visita. ¿Qué si no?
– Bien, señores, a partir de ahora empiezan mis vacaciones, no me busquen que no estaré. Y con esto damos fin al episodio de hoy de… “La luna brilla y no lleva enchufe”
El cuervo picoteó la tumba, lo hizo con sarna, como si le molestara el tacto de la losa fúnebre. Ella se asustó un poco del aleteo del animal, pero algo en su mirada le resultó familiar.
Trescientas cuarenta y seis lágrimas derramó, una por cada flor, una por cada día de visita. Ya casi había el ramo de un año. De rosas blancas y lilas, negras también, algunas rojas de amor roto, como la de hoy.
El cuervo graznó su negrura, asustando a la viuda de nuevo. Pero había una idea en su cabeza que, nublada desde hace mucho, no terminaba de iluminarse. Quizás era mejor preguntar.
-¿Eres tú, Rafael?
El cuervo graznó dos veces. Cualquiera que entiende del canto de dolor de las aves, sabe de buena tinta, que dos graznidos significa “no”. Ella lo entendió y guardó silencio. El pájaro negro, con voz ronca, le contestó.
-Yo no soy él. Solo soy el recipiente de su alma, pero puedo contestar por él. ¿Qué quieres saber?
-Quiero saber por qué, ¿por qué lo hizo? ¿Por qué se fue?
-Se fue porque su misión no podía continuar aquí. Es más útil en otro lugar.
-¿Qué es más importante? Yo… Lo necesito.
-No, tú no lo necesitas a él, te necesitas a ti.
-Pero yo le quiero.
-Y él a ti.
-Entonces, ¿A qué vienes, Rafael?
-A dejarte marchar.
La última rosa manchó de perfume la tumba, aroma de adiós, de principios de lluvia de octubre.
-¿Te volveré a ver?
-Sí, pero cuando lo hagas ya no seré yo.
El cuervo voló hasta perderse en el firmamento. La noche cubrió de paz los últimos rayos de sol, paz con el triste sabor a ramos de flores marchitas y a cenizas que han de buscar su candela para renacer en ella.
El suelo era rojo, arenoso, con pequeños guijarros color arcilla. Había una huella bien impresa con la forma de la suela de una bota. Destrozando el centro de la forma impresa en el suelo, justo donde se leía claramente, NASA, apareció un apéndice que transportaba un ojo. Pestañeando a ratos, hizo un giro completo y miró hacia abajo.
A su lado comenzó a salir otro ojo, imitando a su congénere, aunque de una manera más lenta. Siguió con la mirada el camino de huellas que se perdía en las dunas rojizas del paisaje y entonces se permitió pestañear.
– ¿Otra vez están aquí? – Le dijo un ojo al otro.
– Ya ves, la última vez, el individuo metálico estuvo dando vueltas por toda la superficie.Vaya ser más extraño. Recogía rocas, yo supongo que se las comería. En una ocasión hizo un agujero en la tierra con un apéndice giratorio, que casi le dio en la cabeza a Pgñor.
– ¿Sabes lo que quieren? ¿Alguien ha hablado con ellos?
– No, el individuo hacía ruiditos incomprensibles, parecía muy poco inteligente. A veces le daba por chocar constantemente con la misma piedra, otras se pasaba horas caminando en círculo. Ni idea de qué estarán buscando por aquí. Igual tienen hambre, aquí hay muchas rocas.
– Será que de donde vienen no hay.
– ¿Qué no hay rocas? ¿Qué lugar conoces que no las haya?
– ¿Será que las que hay aquí son más sabrosas? Quizás deberíamos ofrecerles algunas como acto de buena fe. Aunque los que han venido ahora son algo distintos, tienen dos patitas, dos bracitos y un cabezón monumental. Quizás coman otras cosas.
– Les podemos ofrecer unas raíces de Kgbrauna.
– Muy sabrosas las del tío Rñ Fauro, ¿cómo lo hacemos?
– Mejor se las tiramos, por eso de mantener las distancias.
– ¡Vale!
Era muy distinto ver el paisaje desolado desde la comodidad de la base que caminar por aquí. El cielo, enrojecido por el reflejo del propio planeta, daba el aspecto fantasmagórico de una película de John Carter al paisaje. Eric Moore sentía el calor del orgullo de ser el primer humano en pisar estas tierras, seguido de su compañero Vladímir Ivanov y RAI el primer autómata dotado de inteligencia artificial expresamente ensamblado para esta misión.
Habían recorrido casi dos kilómetros, con una visibilidad mínima por la suspensión de polvo del ambiente, haciendo el trayecto monótono. Las dunas de arena le recordaban los pasajes que recorría Paul Muab´dib en las novelas de Frank Herbert. En una pausa para recuperar aliento, sintió un golpe en la parte trasera del casco. Se dio la vuelta con preocupación, pero no pudo divisar nada.
– Vladímir, ¿me copias?
– Afirmativo, Eric, estoy pendiente.
– He notado algo en la parte posterior de la escafandra, ¿has visto algo extraño?
– Nada, ningún sensor me ha señalado algo anormal.
– Parece que el extraño no ha visto la raíz de Kgbrauna. – Le dijo el ojo que sobresalía de la huella al otro que estaba a su lado.
– Tírale una más grande.
El golpe esta vez fue tremendo, tanto que le hizo caer quedando postrado a gatas. Al mirar atrás, no podía creer lo que vio.
– Vladímir, me acaban de lanzar un objeto. ¿Habéis captado algo?
– Esta vez sí, un objeto redondo, como un balón de baloncesto, ha salido de debajo de la tierra. ¿Ves el proyectil?
– Sí, parece un nabo, una zanahoria redonda de color granate, vamos, una hortaliza.
– Cuidado, agáchate, que viene otra.
– ¡Coño, Vladímir! ¡Avisa a Houston! ¡No atacan los marcianos!
Noche, que sin farol, se presenta absurda presencia translúcida que, sin caricias, opaca de claro de luna. Sin tu sabor, mar de olas inversas que no rompen en espuma, solo huyen, escapan de mi ser, sin más adiós que el silencio, creador de brumas al pasar por tu lado.
– Mírala, con sus ojitos azules y su mirada de “sácame de paseo”. ¿No es un encanto? Esta se llama Dorothy y es un amor. Yo me la llevaría a casa, pero ya sabes cómo se pone tu padre.
– Mamá, no entiendo por qué te obsesionas tanto con esos bichos, no son buenas mascotas, algunos hasta peligrosos. Una amiga de la oficina casi pierde un ojo por algo que le había lanzado el suyo.
– Seguro que lo trataba mal. Rencorosos sí que son. Y tienen memoria, si le haces algo malo, lo recuerdan. Pero mira lo adorable que es esta. ¿La sacamos de paseo? La asociación pide voluntarios para hacerlo.
– Está bien, mamá. Pero no nos la vamos a llevar. ¿Quién se va a hacer cargo de este animal salvaje?
– Hay quienes les enseñan a hacer cosas, van a por el móvil, te riegan las plantas, incluso hay gente que los adiestran para que les limpien la casa. Mírala, si es adorable, con ese parloteo tan rarito que tiene, ¿no es una monada?
– Son muy pequeños para esas tareas. Además, ya tenemos máquinas más eficientes, nos las podemos permitir.
– Pero así contribuimos a salvarlos.
– Verás, yo veo bien que se protejan las especies, que intentemos la repoblación de las criaturas endémicas del…
– ¡Más nos vale! Fuimos nosotros los que casi exterminamos la especie.
– Te recuerdo que, hace siglos, ellos eran los dominantes aquí.
– Y nosotros destruimos sus viviendas, arrasamos su mundo. Y fue porque el nuestro está superpoblado y ya casi no tiene recursos. Somos monstruos y tú no quieres hacer nada para ayudar a los más débiles.
– ¡Ay, Mamá! Quédate a tu humana, si quieres. Ya eres mayorcita, pero si te muerde que sepas que tu solita te lo has buscado.
– Claro que sí, mi vida, pero ayúdame a convencer a tu padre.
– Mil años atrás, cuando las ramas de los árboles se tocaban entre sí, susurrando misterios en un bosque interminable, vivía una princesa encantada…
– No, no hay presupuesto para una princesa, debe de ser otra cosa.
-… Vivía una doncella encantada, apresada en la torre más alta de un castillo…
– Tampoco castillo, ¿si no tenemos presupuesto para la princesa, lo vamos a tener para un castillo?
-… Vivía una doncella encantada apresada en la habitación superior de una casa de campo…
– Casa de campo también suena ostentosa, ¿podemos cambiarlo?
-… La doncella estaba apresada en el sótano de una cabaña. Suspiraba la bella dama mirando por la vent… esto… y no miraba nada. Ocurrió que, por casualidad, el príncipe cazaba…
– Sin príncipes, por favor.
– … El cazador sin título nobiliario cazaba por la zona, montado en su caballo blan…
– Tampoco nos da para un caballo.
– Montado en su burro tordo.
– ¿Puede ser sin animal? Se nos van a quejar los de las protectoras.
– ¡Pero qué andaba cazando! ¿qué más da un burro?
– ¿Es verdad, podemos variar algo?
– ¿Qué variamos?
– Todo, por favor.
– Bien, empecemos. En el presente, en mitad de la gran vía, cuando los tubos de escape de la circulación matutina, bramaban a más no poder, secuestraron a Jimena. De familia humilde y corazón valiente, se enfrentó con un grupo de delincuentes juveniles de los años ochenta, que vestían mayas apretadas y camisetas de «Airon Maiden» y la encerraron en el garaje de la casa de uno de ellos. La dama suspiraba con la oreja pegada a la pared, ansiando la libertad como cualquier cantautor en épocas pasadas. Ocurrió que, pasaba por allí, por mera casualidad, un inspector de instalaciones de gas llamando a las puertas de las casas del barrio. Iba montado en un patinete eléctrico hecho en china, derrapando con clase por las esquinas…
– ¿Iba por la acera?
– ¿Qué?
– Que si circulaba según las normas municipales, es por dar ejemplo.
– Hombre, que es un cuento de hadas, ¿qué más da si da ejemplo o no?
– Es verdad, y la chica ¿todavía estaba encantada?
– ¿Encantada? Claro, claro, encantada. La chica, que había leído todos los manuales de construcción y reparación que había en la biblioteca pública, pues de tan pobre que era no tenía otra distracción, consiguió hacer un puente en el mecanismo de apretura del garaje. Esto provocó un cortocircuito que prendió fuego al edificio y facilitó la apertura de emergencia de las puertas. Escapando casi fue atropellada por un patinete de la marca Guan Ming que, desestabilizado por el acto de esquivar, chocó contra una farola. La joven volvió felizmente con su familia sin que fuera necesaria la aparición de ninguna figura masculina al rescate. Cabe indicar que la familia de Jimena estaba constituida por dos madres lesbianas, una hermana saharaui adoptada y una lagartija de plástico reciclado como mascota. Además, eran veganos, practicaban budismo musulmán y apoyaban la práctica del comercio justo. Colorín colorado, este cuento se ha acabado. ¿Está bien así?
– Solo un detalle mas, no me gusta lo de colorín colorado, es muy ambiguo.
Estaba tan ocupado, indignándose por el comportamiento humano, que no se dio cuenta de su sordera. Es más, empezó a imaginarse diálogos torpes, de situaciones inventadas, creó un universo de feroces palabras, donde los círculos rojos de una diana desgastada, eran su rostro desafiante a la puntería, que habitualmente era mala.
Con la frase de Sun Tzu por bandera, atrincherarse tras las líneas de texto en pijama se convirtió en costumbre y, a golpes de un viejo teclado, se convirtió en tormento de alegres tertulianos y humildes comentaristas sin más ánimos que la distracción efímera y sintonizar suspiros y sonrisas de alivio.
Estaba tan ocupado siendo víctima rebelde, que se le olvidó en que en el acto de ajusticiamiento, el verdugo llora a la desdichada forma, que se esconde en las sombras de que una vez fue su tormento y que en los labios abiertos están las espinas de los rosales.