No hacía falta estar dormido. En la quietud, en el silencio, volvían a enturbiar su mente. Las pesadillas lo habitaban: manos ensangrentadas al compás de un cronómetro, el filo brillando sobre la piel del inocente. Una fuga imposible bajo un sendero retorcido.
Caminaba sin descanso, hora tras hora, invocando a sus demonios sin quererlo. Ya se lo habían advertido: es largo el sendero cuando la mente enferma. Solo quedaba coronar la cima y hallar allí su descanso.
—No será suicidio, será expiación —le había dicho la bruja—. Si dentro de ti hay fantasmas, tendrás que expulsarlos. Si no puedes, vivirán en ti.
Ella solo quería ayudar, a su manera. Le ofreció el olvido; él se negó. Le pidió un milagro, y ella respondió: todo tiene un precio. Quería morir, y le dio lo más parecido.
La colina se alzaba como frontera. Ella lo observaba desde la distancia, mientras él elegía el lugar del cambio. Sacó de su estuche de trapo una semilla —no mayor que una almendra— y se la tragó sin dudar.
El cielo se cerró. Las nubes lloraron.
La metamorfosis comenzó entre espasmos y crujidos. Huesos que se rearmaban, piel que se endurecía, ramas que brotaban de un cuerpo rendido.
Los fantasmas regresaron con un último golpe de sangre y culpa, recordándole su error humano, su error mortal al filo del monitor cardiaco. Dudó un instante, pero la voz de la bruja volvió en su memoria:
…te hará libre.
Abrió los brazos y dejó de resistirse. En su último aliento, sus pulmones se transformaron en tronco, ramas y raíces que buscaron la tierra con avidez.
Entonces comenzó su canto.
Un himno de hojas, corteza y viento.
La tierra le respondió al momento.
Y de algún modo —oscuro, silencioso, secreto— lo perdonó.
El tintineo de la vieja bombilla de las escaleras hacía que la sombra del sacerdote pareciera extraña, macabra, perversa. La melodía del timbre anunciando su llegada la estremeció. La mujer no sabía exactamente qué iba a hacer aquel cura joven. Demasiado joven para su gusto, sospechaba que su visita iba a ser una terrible fuente de sufrimiento.
Le ofreció café, con la cortesía nerviosa de quien se aferra a un gesto mínimo para espantar la angustia. Pero él, dándole urgencia al asunto que lo había traído, pidió pasar directamente a verla.
La niña estaba tendida boca arriba en la cama, atada de pies y manos con correas. Su respiración era espesa, sus movimientos bruscos. Hablaba en sueños, enfadada, como si discutiera con alguien invisible.
La madre le retiró la pesada manta. El cuerpo arqueado de la muchacha parecía atraído por la gravedad del techo.
—No para de moverse. No para de repetir ese extraño mantra —dijo ella, con la preocupación tatuada en cada línea de su rostro—. ¿Cree usted que es arameo?
—Arameo no es —respondió el sacerdote—. Tampoco sánscrito ni ninguna lengua latina que yo reconozca. ¿Podemos despertarla?
La madre asintió. El cura le palmeó suavemente la cara. Los ojos de la niña se abrieron de golpe, y un miedo inexplicable cubrió su expresión. Entonces comenzó a hablar:
—Baina zer gertatzen da? Baina zer gertatzen da? Non nago? Zer ari da gertatzen?
—No entiendo tu idioma —dijo el sacerdote—. ¿Entiendes el mío?
—Sí —respondió ella, respirando con fuerza.
—¿Qué es lo que quieres?
—Quiero que me suelten. ¿Por qué estoy atado?
La voz sonaba gruesa, pastosa. El cura frunció el ceño.
—No queremos que le hagas daño a la niña.
—¿Pero qué niña? ¡Ostias! ¿Qué coño pasa?
El sacerdote apretó la cruz en alto.
—¿Qué tipo de demonio eres?
—Oiga, que yo a usted no le he faltado, ¿eh? ¿Me van a soltar ya, hostias?
—Te lo repito: dime tu nombre.
—¡Aiba la hostia! Que yo no sé nada de demonios ni de niñas ni de nada. ¿Me van a dejar marchar?
—¿Eres Satanás, príncipe de las mentiras? ¿Balban, príncipe del engaño?
—¡Que no! Soy Koldo, príncipe de la eskupilota, no más.
El sacerdote parpadeó.
—¿No eres Satanás?
—¡No! Soy Koldo. Koldo Iruretagoyena. De Hondarribia.
Un silencio incómodo se instaló en la habitación. La madre miraba al cura con desconcierto, como si la solemnidad del ritual se hubiera convertido en una farsa grotesca.
—¿Y para qué quieres poseer el cuerpo de esta chica?
—¿Poseer? ¡Pero qué hablan de poseer cuerpos! Yo no entiendo nada —contestó el supuesto intruso, mirando con ojos desorbitados el espejo de tocador que el cura le puso delante.
—¡Hostias!
—¿No lo sabías? —preguntó el sacerdote.
—Mire, lo último que recuerdo es que estornudé tan fuerte, pero tan fuerte, que me quedé inconsciente. Y ahora, de repente, estoy aquí, atado, con usted gritándome. ¡Esto parece una broma pesada!
El asiento estaba helado. El frío le recorrió la columna vertebral. El olor a desinfectante y el miedo no ayudaban mucho. No debía haber aceptado, pero necesitaba el dinero. Su familia lo necesitaba. Se lo debía. Así que no había más remedio: tenía que seguir con el experimento.
Hubo una preparación previa. Le habían asistido psicológicamente. Le aseguraron que era un procedimiento indoloro e inofensivo, pero ella sabía que no era así. Estaba segura del riesgo y temía al dolor. Ya le habían colocado sensores, algunos en la piel, otros inyectados. Le cubrieron la cabeza con lo que parecía un gorro de piscina, solo que lleno de cables de colores colgando.
—¿Está preparada? —dijo el que parecía llevar el timón. —Sí —mintió. —Tranquila, va a salir todo bien.
Ya no había vuelta atrás. Encomendó su alma a un dios desconocido, apretó los dientes y se detuvo a escuchar el sonido de las máquinas. Todo comenzó a girar a su alrededor. Había luces en movimiento que se convirtieron en un torbellino de colores. Penetraban en su mente como un instrumento quirúrgico… hasta que terminó, en seco. El silencio era absoluto. El terror que sentía también lo era.
Entonces llegó ese olor extraño: aroma a canela y madera mojada, a algo que no recordaba haber percibido nunca. El olfato le anunciaba presencias y le indicaba dónde estaban. Eran tres. No podía definir ni el tamaño ni la forma. No sabía cómo, pero comprendía que estaba en una sala redonda, hecha íntegramente de madera, con las ventanas cerradas.
—Bienvenida a nuestro mundo. Por favor, no se mueva todavía.
Su idioma era extraño, mezcla de ronquidos y chasquidos, pero lo entendía. No sabía cómo. Dio un respingo, pero notó que estaba aprisionada. Estaba atada. Su rostro, cubierto.
—Por favor, no se mueva. No queremos que se haga daño —insistió la voz ronca.
—¿Qué ha pasado? ¿Qué ocurre?
Su voz sonó como el chirriar de un tenedor en un plato. Su cabeza era una explosión de imágenes solapadas, que amenazaban con reventar. Intentó calmarse. Respiró hondo. Exhaló con un ruidoso borboteo.
—No se preocupe. Todo ha ido bien. Se está adaptando a su nuevo cuerpo. Se sentirá diferente, pero en poco tiempo lo dominará.
—Pero… es distinto. No sois parecidos a los humanos como se nos había dicho.
—No. Nuestra fisonomía es distinta. Nuestras intenciones también. Lo sabrá en cuanto empiece a aprender a usar nuestro cerebro. No puedo ocultarlo.
—¿Qué es lo que quieren? ¿Por qué estoy aquí entonces?
—Nuestro mundo se muere. Nuestras aguas están envenenadas y no podemos seguir viviendo en él. Nuestro enviado nos preparará el camino. Estás aquí porque, si no, él no podría estar allá.
—Pero… el enlace de cuerpos es temporal. Se han hecho estudios sobre ello. Volveré en unos días y…
—No. No es temporal. Nuestro enviado será considerado un mártir.
Era una mezcla de pulgas y hueso, y ladraba por soleares. Caminaba las mañanas tras los turistas, por las tardes molestaba a las chicas del elástico, y por la noche ya no estaba. Desaparecía por la vereda de los ventanales rotos, se escondía entre océanos de desechos, era engullido por el viento y escupido luego por el amanecer.
Se alimentaba de humo, se regaba al sol con una botella roja, de marca flamenca y banderillas por castigo. Alzaba el vuelo con miradas indiscretas, dormía discreto entre puertas entreabiertas y las vías del tren.
Desapareció un día, riñendo entre luces azules. Las miradas de paso lo olvidaron. Tan solo lo echó de menos el asfalto. Y el viento.
Si expiró su aliento, si conoció un lamento, fue el de la calle en la que no terminó de crecer.
-Ese extraño tatuaje ese que tienes en la espalda. ¿Qué es?
-Es una maldición.
– Una maldición, ya. Si es una maldición, ¿por qué te lo hiciste?
– No me lo hice yo, fue el resultado de la maldición.
– ¿Cómo fue?
“Hace tiempo, cuando era muy joven, casi un crío, me enteré de la noticia que marcaría mi vida. Marta era el amor de mi vida, el ser más lindo que he visto jamás en este mundo, pero la desgracia había caído sobre ella en forma de enfermedad. Le diagnosticaron una terrible dolencia cardíaca y le dieron pocos meses de vida.”
“Yo la amaba tanto que revolví cielo y tierra por un método para salvarla. Cuando se me terminaron los recursos, empecé a buscar en el infierno. Investigar entre demonios me fue más fácil de lo que había pensado. Sabía que iba a tener un precio y encontré el mío.”
“Al saber de mi búsqueda, un día se me presentó un ser con un contrato. Bajo el contrato había un hechizo. Bajo ese hechizo, la perdición de mi alma. Me propuso la posibilidad de una curación milagrosa, pero toda muerte prevista tenía que tener una de cambio. Me propuso un sacrificio.”
“Decidido cómo estaba, aunque salvarla era la prioridad, decidí, ya que no me veía capaz de matar a nadie, ser yo mismo el sacrificio. Así que planifiqué mi muerte.”
– ¡Ah! Pero tú estás vivo, te lo aseguro.
– Déjame explicar la historia y sabrás qué ocurrió.
– Sí, claro.
“En mi búsqueda por salvar la vida de Marta, aprendí mucho, nada bueno. Descubrí que la magia tenía muchas caras, pero la más oscura trataba, sobre todo, de engañar a los demonios. Y eso quise hacer.”
«Preparé una trampa, un círculo hermético donde atrapar al demonio que me procuraba el pacto. Busqué el lugar ideal para recitar el conjuro y así convocar a mi mecenas. Busqué para ese asunto una profunda cueva, en el lugar más recóndito que tuve tiempo a encontrar. Para ese entonces, ella ya estaba muy enferma. La muerte fue fácil de imitar, solo necesitaba de una droga que detuviera mi corazón el suficiente tiempo para que me diera por muerto.»
“Te puedes sorprender la cantidad de tipos de porquerías que puedes comprar en el mercado negro, solo deseaba que no me hubieran engañado. Pero no tenía nada que perder. Encendí las velas, pinté el círculo con un aerosol que me prometieron imborrable y comencé a recitar el hechizo. Trece interminables minutos hasta que, delante de mi cansado rostro, se transfiguró la bruma del ambiente en una criatura detestable.”
“Se dirigió a mí con una sonrisa cruel y reclamó su trofeo. “Quiero la muerte prometida”, me dijo, escupiendo al hablar. Yo, ingerí el brebaje adquirido a dudosas personas anónimas y empecé a padecer el peor dolor imaginable. Mi mente se fundió a negro y ya no recordé nada más.”
“No sé cuánto tiempo pasó hasta que empecé a recuperar mis sentidos. No tenía tiempo, en el momento en que supe que era capaz de caminar, corrí, sin terminar de abrir los ojos, corrí. Sentí un grito de rabia a mis espaldas, también el roce de unas garras, calientes como el infierno, duras como el anuncio de la desgracia. Un golpe con la pared de la cueva me hizo suspirar, eso significaba que estaba a salvo.”
“Mire atrás y me encontré al demonio golpeando con fuerza el muro invisible que lo retenía. Volví a correr, todo lo que mis pocas fuerzas me permitían. Más de lo que yo podía creer. Cuando percibí que estaba muy lejos, me desplomé y volví a morir. Un día, quizá dos, y una debilidad inmensa que me devolvió a rastras a la civilización. Me recogieron algunos lugareños y les di la escusa de que me había perdido en el bosque…”
– Entonces, el tatuaje no es una maldición, es una prueba de que venciste.
– No, es el recordatorio de que si en algún momento el círculo se rompe, ese ser vendrá a por mí.
-¿Y la chica sobrevivió?
– Sí, se recuperó milagrosamente bajo la mirada estupefacta del personal médico. Acto seguido rompió conmigo por haberla abandonado en su enfermedad.
Frente a mi ventana, colgada del brillo de las luciérnagas, la pude ver. Tocando en el cristal con sus frías manos de muerto, sonriendo, preciosa, en hilos de los latidos de mi corazón.
– Déjame entrar.
Me dijo en un susurro.
– No puedo.
Le dije con lágrimas asomando.
Frente a mi ventana, respirando el vapor de mi espanto, la vi alejarse lentamente sobre la oscuridad de mi delirio.
El cielo se desplomaba en rabiosa desesperación, las agrietadas aceras de la ciudad, descoloridas por las oscuras nubes, no eran buen sitio para pasear aquella tarde de espanto mojado, como aquel niño. Al cruzar la esquina lo vio, estaba allí, empapado, en la entrada del callejón. Su rostro, descolorido por el triste paso del viento, expresaba lágrimas lavadas por el temporal. Tiritaba mirando al vacío suelo en una incomprensible plegaria.
– Pero… ¿Qué haces aquí solo?
No había palabras para su sufrimiento, su soledad se reflejaba en los descosidos de su calada ropa. Pensé que tiritaba de frío, pero era de miedo.
– Eh, niño, ¿tienes hambre?
Al acercarme, retrocedió unos pasos, y se adentró en el callejón.
– Espera, no te voy a hacer nada.
La bruma llegó de repente, inundando el suelo de misterio, perdiendo de vista a la figura del infante, que en su fuga formaba remolinos de su rastro.
– ¿Dónde estás? Solo quiero ayudarte.
El fin del callejón era una concentración de contenedores pegados a la pared, reino de gatos hambrientos y ratas huyendo ruidosas. Las paredes desconchadas enseñaban el ladrillo de la desolación del lugar. En un lateral una mancha roja pegada al muro. Se acercó curioso creyendo confirmar su temor.
– Qué coño… Sangre.
Un ruido le devolvió a la realidad. Detrás de él. La intuición le llevó por el camino del temor más profundo. Había algo raro entre la bruma, y en el asfalto se erguía la reconocida figura. Era él. El niño triste, de rostro frío. Parado esperando con una incógnita en la mirada.
La habitación tenía colores pastel, tonos sutiles de azul y amarillo en un fondo blanco tan pulcro como el olor al desinfectante médico que envolvía el aposento. En el centro una cama, rodeada de aparatos medidores de constantes y frecuencias, tubos de líquidos fluorescentes y monitores de temperatura, entre todos los instrumentos un cuerpo, azulado por el frío, inmóvil como una sombra congelada. En la pared un símbolo esotérico en forma de estrella, en el centro de este una imagen poco conocida de Mickey Mouse, la de su primera aparición en 1928.
Abrieron la transparente puerta de la habitación, quedó todo el pasillo cubierto de bruma blanca, espesa, que avanzaba lenta, al igual que los tres personajes con túnicas negras estaban entrando. Parecían flotar en el aire, parecían avanzar rodando. Llenaron el ambiente de un cántico sórdido, oscurecido por una entonación monótona y una vocalización pobre y arrítmica. Quedaron en el fondo de la sala con su particular exorcismo.
Entraron también señores con batas blancas y verdes, con estetoscopios y rinoscopios, ajustando parámetros y hundiendo agujas de suero. Entre botones y hechizos, descargas eléctricas y oraciones, el ser durmiente inspiró fuerte, abrió sus ojos despacio, el color volvió a sus mejillas y sus brazos impulsaron su cuerpo en un intento de incorporarse. Miró a su alrededor, se quedó un instante ordenando su mente y dijo.
– ¿En qué año estamos?
– En 2025, señor Walter, en breve comenzaremos con la regeneración. – Respondió el señor de la bata verde.
– Perfecto, quiero un informe de todo lo ocurrido en estos 59 años, en cuanto despierte lo quiero tener al lado.
– Comprendido, señor Walter, lo tendrá.
Pronto, el peso de los calmantes lo arrojaron al descanso. Soñó con criaturas deformes de colores estridentes que, en un decorado de cartón piedra, le perseguían frenéticamente para devorarlo vivo.
Despertó de un sobresalto cuando aún no había amanecido. No había dolor, ni sensación de pesadez en el cuerpo, su mente estaba clara como los medicamentos que goteaban hacia su cuerpo. Comenzó a leer el dosier que había en su mesita de noche, con tapas gruesas y una ilustración a todo color del ratón de los dibujos animados de los años 30. Estuvo toda la mañana entretenido en su lectura, por la tarde vinieron a visitarlo.
El primero en entrar, un señor con bata blanca y aspecto serio que manoseaba un block de notas, le comentó que la intervención había sido un éxito. El otro visitante era un elegante caballero con americana de marca cara y zapatos de cuero negro que, con expresión sonriente, se le veía el nerviosismo por el temblar de sus mejillas.
– Tú debes de ser mi familiar. – Afirmó recostándose en la cama, sin dejar de mirar el informe.
– Sí, soy su biznieto Walter, vicepresidente en cargo.
– Sí, ya me he dado cuenta de que habéis descuidado el buen funcionamiento de la empresa.
– Los tiempos han cambiado mucho y las multinacionales ahora son muy agresivas.
– Los abogados no han cambiado, ¿verdad? Vaya reclutando a los mejores que nos van a hacer falta.
– Hecho, señor Walter.
– Llámame Visa, es lo máximo que vas a ver de mi dinero si no te veo trabajar. Otra cosa.
– Dígame, Señ… esto, visa.
– ¿Qué puñetas es ese cuento de los horribles monstruos espaciales? Esos que salen del pecho de la gente, que se asoma a unos asquerosos huevos y que chorrean ácido por la boca. ¿Qué tipo de gustos tienen hoy en día los más jóvenes de la familia para que necesitemos contar historias de semejantes engendros?
– Todo el mundo habla de crear facilidades a la hora de trabajar, hay IAs que hacen de todo, calculan, programan, escriben obras literarias…
– ¿Y usted ha creado una que invente?
– ¡No, hombre! No voy a inventar algo que me quite el trabajo. La mía hace algo realmente útil, algo que nadie quiere hacer. Yo he inventado “La IA del Mocho”.
– ¿Es una máquina de fregar el suelo? Yo creo que ya hay varias.
– No, no, no. El concepto es otro, más amplio. Hace cualquier cosa que puedas necesitar en el hogar.
– ¿Te friega los platos?
– Claro que los friega, y limpia el polvo, plancha, arregla el enchufe, cambia la luz fundida del coche, te programa el móvil…
– Pero eso es maravilloso.
– Espera, que hay más. Te cuida el jardín, arregla la pata coja del mueble, te contesta el teléfono y le da excusas de que no puedes ponerte, echa a los vendedores de enciclopedias, le pone el supositorio al gato…
– A ver, si es un invento suyo, algo tiene que tener.
– Bueno, sí, una cosa. Que es demasiado perfecto.
– ¿Y eso se traduce en…?
– Termina siendo demasiado humano.
– Ya, se vuelve asesino en serie, ¿verdad?
– ¡No, hombre! ¡Qué bestia! ¡Qué falta de fe en la humanidad!
– ¿Entonces, qué es?
– Es cotilla
– ¿Te espía?
– Sí, es cotilla y chismoso, y empieza a contarle todo a los vecinos. Con quién entras en casa, si te sale mal el pollo al chilindrón, el extravagante gusto que tienes para la ropa interior, si tu hija se está viendo con el carnicero…
– Menudo problema, bueno, al menos hace de todo.
– Sí, hace de todo, pero cuando quiere.
– ¿Cómo?
– Verás, le gusta el fútbol, así que cuando hay partido no hace otra cosa que ver la televisión.
– ¿De primera división?
– todos, regionales y liga infantil incluidos.
– ¡Bufff!
– Y las telenovelas, no se pierde ninguna, sean turcas o venezolanas.
-Eres como Sherezade, siempre inventando historias.
Y de un portazo quiso desaparecer de mi vida. No la culpo, se cansó de mis mentiras, de mis diálogos con la luna, de mi distancia sin palabras. Pero no le podía dar más, excusa tras excusa, rumor de algo cierto que no quería oír y que también era mentira. Pero la verdad era demasiado terrible.
Corrió descalza por la playa, como cada vez que no puede más, algo muy cotidiano últimamente. Quizás tenga yo la culpa, y conmigo ella, y con ella su particular abismo que le precipita a creer lo que no debe y a adoptarlo como su particular delirio. Yo no podía hacer más que correr tras ella en su locura, puede que intentar calmarla, aunque no sé si en realidad era la peor idea. Tal vez solo debía esperar a dejarla volver sin aliento y sin nombre propio.
De un portazo volvió buscándome, como en cada crisis, gritándome perdón y odiándome al mismo tiempo. Aparecía raudo, con la palabra exacta y la sonrisa estudiada que le devolvía la paz. Ella intentaría el imposible acto de besarme, que yo respondería con agrado, pero sabía cuán imposible era. Ya que yo no tenía cuerpo. Yo tan solo era aquel ser imaginario que, en un intento en vano por proteger su cabeza, se quedó solo en el fantasma de una fantasía.