Categoría: Fases de una Luna Herida

  • Luna azul

(Quinta  fase de «Fases de una luna herida»)

    Luna azul (Quinta fase de «Fases de una luna herida»)

    Ese olor. A grito, a sal de lágrima.
    Me despertó ese aroma a pasión lejana. Salté de la cama con el verso puesto en la sombra del horizonte y, corriendo, escapé de mi hogar dispuesto a seguir el rastro.

    La siesta me había sentado bien. La energía la gasté en llegar y trepar. Mientras la luz se despedía en el confín del cielo, yo transformaba mis palabras en gruñido. Cansado de trepar, llegué al lugar correcto: una cabaña que ya conocía de algo.

    El sol cayó.
    Empezó el juego.

    Arañé la puerta por no poder tocar en ella. Se escuchó el rumor de bisagras viejas y salió ella.
    —¿Otra vez tú? —dijo en media sonrisa.
    —Creo que quedaba algo pendiente de la última vez… —gruñí yo.
    —Veo que estás cambiando.

    Efectivamente, cambiaba. No sabía por qué.

    —Espera.

    Ella salió corriendo, rumbo a la luna llena que apareció en el cielo: azul como sus ojos, gris como mi miedo. El frío me envolvió. Quise correr hacia ella, pero mis piernas temblaban de pasión. Y yo con ellas. Derrumbándome en el suelo, ardiendo por dentro, con mi piel hirviendo, transformándose en algo que no alcanzaba a soñar.

    Mis huesos se separaron, mi mandíbula se alargó, mi mirada se hizo fiera y mi espalda se arqueó.
    Conseguí incorporarme; usé mis manos para caminar. Pero ya no eran manos. Sentí el viento en la cara y arranqué a correr. O a trotar. O a aquello que hicieran las criaturas oscuras que les permite avanzar.

    Y allí estaba ella. Pero ya no era mi caperucita. Ella también había cambiado. Así que, rodeándola, gruñéndole, avisando a la luna de que ya éramos suyos, fuimos a la caza, fundiéndonos en la sombra del bosque. Ocultándonos de la luz, pasamos la noche.

    —Despierta, gandul.
    —¿Dónde estoy?

    Amanecí entre reflejos del sol, frente a una ventana ancha. Me sentía lleno, pleno, ferozmente sano. Nada que ver con días atrás y las heridas de oso.
    —Estás en mi casa. Anoche nos lo pasamos genial.
    —Recuerdo poco. ¿Cazamos?
    —Sí, pero no te preocupes. Nada humano.

    Dejé caer un suspiro. Otro más cuando me miró a los ojos.
    —Tendré que enseñarte a ser tú.
    —¿Y si el miedo me puede? ¿Me dejarás?
    —Nunca. Ahora somos manada.

    The Cramps – I Was A Teenage Werewolf

    Y cuando el sol asoma, los cuerpos descansan,
    pero el alma sigue despierta.

    En los ojos de la manada aún brilla la noche,
    y bajo la piel domesticada
    late la promesa del bosque:
    volver a ser lo que fuimos
    cuando la luna nos llamó por el nombre verdadero.

    Completa el ciclo de la luna

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  • Cuarto creciente

(Cuarta fase de «Fases de una luna herida»)

    Cuarto creciente (Cuarta fase de «Fases de una luna herida»)

    La luna estaba llena, azul, radiante. La niebla me abrazaba. Sentía el viento en la cara y, con él, una presencia inquietante. Al principio parecía dulce, de aroma festivo, sabor a asado… pero pronto supe que había algo más. Mi estómago rugía, y mi instinto también. Una sombra desgarró mi sueño. Rugido, respiración entrecortada, dientes afilados en la oscuridad: no era yo quien corría, sino un monstruo que habitaba en mí. Con el cuarto creciente dibujado en la ventana, me incorporé en la cama, sudando mi pesadilla.

    Eran las tres y treinta y tres. Me levanté a preparar algo de comer. Mis padres se habían marchado, hartos de escuchar mis lamentos. —Niño, te veo muy bien, ya no hacemos falta aquí —me dijeron— y se fueron. Creo que con miedo. No sabía de qué. Yo estaba perfecto. Mejor que nunca.

    Un ruido intenso me obligó a mirar por la ventana. Alrededor del contenedor de basura algo se movía. Salí al callejón en pijama y distinguí la sombra de un gato callejero. Mi instinto se tensó: lo vi como amenaza y mi cuerpo reaccionó. Lo acerqué en silencio, lo agarré del cuello en un acto reflejo. Me bufó, me arañó, y logré soltarlo. No quería convertirme en un asesino, pero sabía que ya no podía ignorar lo que despertaba dentro de mí.

    Me quedé mirando la calle. La noche aún reinaba, los jóvenes regresaban de la fiesta del barrio. Recordé la cabaña, sus caricias, su aroma, su dulzura y su animalidad. Sentí un escalofrío recorriendo mi espalda. Algo había cambiado en mi cuerpo. Algo que nacía sin que yo lo buscara, creciendo en cada latido, cada recuerdo, cada sombra.

    Un grupo de chicas pasó riéndose, lanzándome miradas curiosas y burlonas. Me di cuenta de lo que ya no podía ocultar, de lo que había nacido en mí aquella noche: un deseo imposible de disimular, que me hizo huir avergonzado.

    Corrí a casa, mientras el sol empezaba a iluminar mi rostro. Sabía que la noche me había dejado marcado: un cuerpo distinto, un instinto renovado… y un hambre que apenas comenzaba a comprender.

    Nekromantix – Howlin’ at the Moon

    El espejo no miente: el reflejo respira.
    La piel recuerda lo que la mente niega.

    Bajo el pulso azul de la luna, el alma se estira, se tensa, se desgarra.
    Y en ese silencio donde sólo aúlla la sangre,
    comienza la verdadera fiebre:
    la de ser otro.

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  • Luna negra

(Tercera fase de «Fases de una luna herida»)

    Luna negra (Tercera fase de «Fases de una luna herida»)

    Llegué a casa triste. Sin tener claro lo que había ocurrido.
    Todavía sentía dolor, pero los médicos, asombrados por mi rápida recuperación, insistieron en que en casa sanaría mejor.
    Tendría a mis padres y a mi hermana instalados por unos días, así que me preparé para un ambiente de lo más familiar: reproches por aquí, desconfianza por allá, todo ello regado con ese irónico miedo que tanto une.

    Desde la planta baja escuché llorar a mi madre.
    Mi padre, tan bruto como siempre, decía entre dientes:
    “…un día se nos mata…”
    Pensé que mi imaginación me jugaba una mala pasada, porque vivo en un octavo piso.
    Al entrar, me los encontré con lágrimas en los ojos, intentando guardar la compostura.

    —¿Qué te ha pasado, hijo mío?
    —Nada, mamá… que me he peleado con un oso.
    —Pero adentrarte en el bosque solo… —dijo mi padre con cierto aire de enfado—. Para haberte matado el animal aquel.
    —Pues no sabes tú cómo lo dejé —respondí, quitándole hierro—. Ahora me ve y echa a correr.
    —Anda, niño, vente a comer, que estás muy flaco. Te traemos chorizo del pueblo.

    Un rugido profundo me recordó que tenía hambre.
    Una vez sentado en la mesa, devoré un plato del potaje de mi madre en segundos. Luego, unas chuletas de cordero con su guarnición de verduras. Casi no dejé ni los huesos.

    —Pues sí que tenías hambre… —dijo mi madre, extrañada—. ¿Quieres más?

    Le quité de las manos un trozo de chorizo que traía y lo devoré a mordiscos, sin apartar la mirada de ella.

    —Niño… no me mires así, me estás asustando.

    Aún con hambre, me detuve.
    Había algo raro.

    Con la excusa de una ducha me encerré en el baño.
    Al desnudarme y quitarme las vendas, me quedé sin aliento: no había ni una sola cicatriz.
    Ni rastro del ataque.

    Esperaba verme más flaco, más débil.
    Pero, pese al dolor residual, mi cuerpo estaba distinto: más firme, más fuerte.
    Y ese aspecto feroz que empezaba a gustarme…
    estaba ahí, respirando conmigo frente al espejo.

    Austra – Home

    El espejo no mentía. La herida había desaparecido, pero no el recuerdo de la fiebre, ni la sombra del bosque. Algo había despertado en mí que no podía volver a dormir. La fuerza que brotaba de mi cuerpo parecía un río subterráneo, oscuro y constante, recordándome que las cicatrices no siempre se ven… pero siempre marcan.

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  • Cuarto menguante

(Segunda fase de «Fases de una luna herida»)

    Cuarto menguante (Segunda fase de «Fases de una luna herida»)

    Abrí los ojos, y era de día. Sentía dolor. Un dolor que no era del cuerpo, sino del alma. Pero caminé. Constante, desesperado. Llegué a una carretera… y mi mente se apagó.

    Volví a abrir los ojos.
    Una sinfonía de pasos, voces, el pitido de un monitor.
    Olor a desinfectante.
    Aunque mi mente me arrastraba lejos —como un animal extraño, agazapado en los matorrales, esperando su hora—.

    Escuché fragmentos de voces:
    “…Dios mío, ¿qué le ha pasado?… pobre chico…”
    “…Tiene el hombro destrozado…”
    “…Debió de ser un oso…”

    En mis sueños de fiebre intensa me desvanecía en la penumbra.
    Me convertía en humo.
    Me arrastraba por las paredes, manchando de sombra los muros, arañando cristales, resquebrajando el techo.
    Agrietando con mis manos la piel de los enfermos.

    Hasta que desperté de pronto.

    —Buenos días, caballero.
    —¿Dónde estoy?
    —Está usted en la Clínica Monteverde. Soy Susana, la enfermera de guardia. Ha estado cinco días en coma. Pero ahora está fuera de peligro.
    —¿Qué? ¿Por qué? ¿Qué me ha pasado?
    —Lo encontraron unos turistas, cerca de la carretera comarcal de Monteverde. Por suerte, a tiempo. Había perdido mucha sangre.
    —No… no recuerdo mucho. No sé qué pasó.
    —Tranquilo. Parece ser que lo atacó algún animal. Probablemente un oso. Estuvo muy grave, pero sus heridas están cicatrizando de una manera sorprendente. Le pondré un sedante, y por la mañana hablará con el médico.

    Mis ojos se cerraron de nuevo.
    Un rumor se adentró en mis sueños.
    Un rugido siniestro.
    Una respiración entrecortada.

    Y me vi huyendo, desnudo, entre los árboles.
    Corriendo por el bosque.
    Aunque esta vez, huía del monstruo en el que me había convertido.

    Daughter – Medicine

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  • Luna roja

    Luna roja

    —¿Pero… qué hostias haces tú aquí?

    Había recorrido kilómetros andando solo para verla, y así me recibía. No lo entendí. Me quedé en shock. Pero algo en mí sabía que lo peor aún no había llegado. Lo intuía.

    La conocí hacía unas semanas. En el centro de la pista era la reina: bailaba sola. Los demás orbitaban a su alrededor con una inercia hipnótica. Ella era el hechizo que mantenía viva aquella noche de viernes en ese antro perdido.
    Yo sentía su embrujo: en la nuca, en el vaso, en la mente. Y entonces me di cuenta —era a mí a quien miraba.
    Desafié mi timidez y le llevé lo que observé que tomaba. Lo aceptó y me besó. Apenas hubo palabras. La conexión fue cósmica, arcana, necesaria… por genética, pensé. Pero la realidad sería otra.

    Como decía la canción: “en mi casa otro beso, en la cama algo más.”

    Volví a verla en el mismo sitio. Ocurrió igual: pocas palabras, mucho deseo. Repetimos la hazaña de tratarnos lo justo. Ella huía cada madrugada, murmurando algún misterio.
    Intenté invitarla a cenar, a un paseo de tarde, a un café. Quise una conversación coherente, algo que no fuera solo correr a follar. Ella me sonreía:
    —Soy muy complicada —decía.
    Pero en el fondo de sus ojos había tristeza. Algo me decía que también quería más.

    Hace unos días dejó de aparecer por el pub. La pista quedó desierta, el local se volvió un cementerio de cadáveres borrachos. Pregunté, investigué, hasta hallar indicios de dónde vivía.
    La senda era tortuosa, la casa estaba aislada en la montaña, lejos de toda civilización.

    —Lárgate. Pero lárgate ya —me dijo al abrir la puerta.
    Más que enfadada, parecía aterrada.
    —¿No te alegras de verme?
    —No lo entiendes. Corres peligro. Vete.
    —Está anocheciendo. He tardado horas en llegar hasta aquí…

    Su mirada cambió. Había en ella pasión, miedo y algo que no conocía. Saltó sobre mí.
    Creí que era un acto pasional, pero su beso se volvió mordida. Sentí un dolor agudo, profundo, animal. Luego salió corriendo por la puerta abierta, perdiéndose entre los árboles.

    Quise seguirla, pero el dolor me vencía. Me senté en el porche, mareado. El hombro ardía.
    La luna se alzaba, llena… y tornándose roja.

    Mi mente se fundió en negro.

    Ghost – Hunter’s Moon

    A veces, la luna no necesita sanar: solo aprender a mirar desde su grieta.
    Cada fase es una forma distinta de recordar lo que ardió,
    y cada herida, un espejo que todavía respira.
    Quizá, cuando vuelva a alzarse, traiga otro nombre,
    otra luz,
    otra manera de sangrar.


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