
El látigo chasqueó rozando su mejilla. Del sobresalto, una gota de sudor resbaló por su frente. No quería creerlo, pero estaba allí, atado en cruz —o en equis, vaya usted a saber— en un aparato de tortura digno de un castillo medieval. Por voluntad propia. O eso pensaba él.
Todo había empezado unos días antes, paseando a Brownie, su caniche.
El perro ladraba como un camionero malhablado en plena autopista. Pequeño, sí, pero convencido de que podía amedrentar a cualquier mastodonte.
De un tirón se escapó corriendo y Pablo lo siguió hasta encontrarlo cara a cara con un doberman negro como la noche, firme a los pies de su dueña.
—Perdone usted, es que teme a los perros… y claro, la mejor defensa es el ataque.
—Tranquilo. Klaus es un caballero. No lo degollará… salvo que yo se lo ordene.
Pablo tragó saliva.
—Muy educado el perrito. El mío… bueno, digamos que es un poco asilvestrado.
—No cuesta mucho. —La mujer, de acento nórdico, casi ruso, sonrió—. Con hambre, todos los perros obedecen. Yo le he visto pasear por aquí. Si coincidimos otra vez, le enseño un par de trucos. ¿Da?
—Me parece un plan excelente.
Y se despidieron.
Al girar la esquina, Pablo cometió el error reflejo de mirar la silueta de su nueva conocida, melena lacia cayendo sobre curvas firmes. Al otro lado de la calle lo esperaba Marta, su esposa, con mirada fulminante.
—¿Te parece bonito ir mirando culos ajenos?
—Hola, Marta. Solo es una vecina, no te preocupes. Yo solo tengo ojos para ti.
Al día siguiente, allí estaba ella de nuevo. Doberman impecable, vestido casi indecente, sonrisa fácil. Nastya, se llamaba. Los paseos se convirtieron en rutina: él aprendió un par de palabras en ruso, ella el secreto del gazpacho andaluz. Brownie no aprendió nada, salvo a mendigar golosinas.
Pero Marta no era tonta. A veces los seguía con la mirada oscura de quien planea tormenta. Y un día, lo esperó en la puerta.
—Privét. —escupió la palabra.
—¿Eso es lo que te enseña la rusa esa?
—No, mira: “SIDIET”. —El perro se sentó al instante—. ¿Ves? Solo practicamos con los perros.
—¿También ella se sienta cuando se lo ordenas?
—Marta, te estás pasando.
—¡Joder, Pablo! Ya ni me miras. Solo quieres estar con tu amiguita la rusa.
—Marta, no tiene nada que ver con nosotros.
—Claro que sí. El problema no es ella, somos nosotros. Nos estamos dejando.
—No lo creo. Estamos bien.
—¿Bien? ¿Cuándo fue la última vez que tuvimos sexo?
—Pues…
—Ni te acuerdas.
Él se encogió de hombros.
—Tampoco es algo que tengamos que hacer todos los días.
—Díselo al Pablo de antes, que no me dejaba en paz.
—Y tú siempre estabas cansada.
—Sí, pero al menos había chispa. Ahora no hay nada.
Un silencio incómodo.
—Quizás deberíamos ir a terapia.
—No pienso gastar un euro en eso. Pero… —ella dudó—… tal vez podamos probar algo distinto.
—No me hables de tríos ni de intercambios.
—No, no es eso. Pero tengo… fantasías.
—Perfecto. Estoy dispuesto a escuchar y a probar lo que quieras.
—¿Seguro?
—Segurísimo.
Ella sonrió con una calma inquietante.
—Entonces deja que te sorprenda.
Y lo sorprendió. Vaya que sí.El látigo volvió a sonar. Y Pablo, atado en su particular potro de tortura, contra todo pronóstico, pensó:
«Y pensar que Brownie era el único al que había que poner a raya».
Garbage – Queer











