Categoría: Diario de sueños

  • Carta 14: Recuerdos del pastel de sueños.

    Carta 14: Recuerdos del pastel de sueños.

    Querido diario:

    Entré con miedo, pero no había rastro de pesadillas. Esta noche sería para descansar, sin sombras oscuras que me atormentaran. Solo un acostumbrado paisaje de otoño en mi bosque de puertas, en la isla flotante. Lo previsto, nada más.

    Así que di media vuelta, simulé un bostezo y me dispuse a intentar una siesta dentro de mi propio sueño.

    Escuché un sonido y temí lo peor: una puerta abriéndose. Era verde, como su mirada; extraña, como la solidez del líquido evaporado. De esa forma se movían sus caderas: como si fueran lluvia y viento. Vino hacia mí con una sonrisa, como si mi cara de sorpresa fuese un poema romántico, de esos que escribía un tal Bécquer hace ya tiempo.

    —Hola. Quise llamar primero, pero veo que no cierras las puertas. Te gustan las sorpresas, pienso.
    —Hola, bienvenida a mi morada. Si son como tú, no necesitan aviso.
    —¿Has probado alguna vez pastel de sueños de otro? —preguntó, mientras me mostraba el paquete que llevaba en las manos.
    —No he tenido el placer. Me encantará probarlo —admití, mientras invocaba una mesita, dos sillas y hasta un juego de té con su tetera humeante.
    —Veo que ya has aprendido algunos trucos. Ahora prueba esto.

    La misteriosa mujer rasgó el paquete que traía. De su interior salió una impresionante tarta. Parecía de chocolate, y su tamaño triplicaba al de su envase. Ella sacó una daga de su vestido verde y cortó dos porciones.

    Era imposible describir el sabor. Me recordaba a los días de lluvia en casa de mi abuela. Al horno de la cocina de leña. A la sonrisa de mi prima, con la cara manchada, pidiendo más en la merienda. Sabía a casa y, a la vez, a palacio real.

    —No tengo palabras.
    —Pero sí tienes recuerdos. Es a lo que sabe la comida en estos sitios. Lo que pasa es que el recuerdo de este pastel es mío. Aquí compartimos recuerdos… y la habilidad de imaginar.
    —¿Conoces a más gente como nosotros?
    —Claro que sí. Somos pocos los que logramos cruzar la frontera, pero quizás más de los que crees.
    —¿Y qué pasa con ellos?
    —Lo normal. Con algunos te llevarás bien, con otros no. A los últimos seguramente los evitarás, y listo. Con los que comulgues intentarás coincidir. Llegarás a llevarte muy bien con unos pocos, y esos se convertirán en parte de tu familia.
    —Como en la vida normal.
    —Sí, como estando despierto. Con algunas diferencias. Aquí hay otras reglas.
    —¿Cómo cuáles?
    —Ya las irás viendo. Ahora me tengo que ir. Hoy madrugo.
    —No te conozco, pero no me importaría coincidir otro día contigo.
    —¿De verdad no me conoces?
    —¿Nos conocemos en el mundo real?
    —No. Solo en el sueño. Nos vemos otra noche. Aunque si me necesitas, solo tienes que cruzar mi puerta. Quedará abierta para ti.

    Cocteau Twins – Lorelei

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  • Carta 13:  Sombras en los sueños

    Carta 13: Sombras en los sueños

    Querido diario:

    Mi sueño hoy estaba oscuro. Era un mal presagio. Las nubes emborronaban el horizonte, y el sol era apenas una minúscula estrella que alguna vez existió. Llovía en el jardín de las puertas, empapando los senderos que llevan hacia otras mentes durmientes.

    Una de esas puertas me era desconocida. El aire se respiraba entrecortado, oscureciendo el entorno. Algo enfermo habitaba allí, rezumando maldad y ganas de huir. Pero yo me negaba a renunciar a mi espacio secreto. Tendría que enfrentarme a ese destino.

    Abrí la tenebrosa puerta. Era la pesadilla de un demente: viento arrasando un lugar olvidado por las lágrimas, polvo en las aceras, herrumbre en las señales de tráfico. En ese lugar yo vestía cuero negro. Mi linterna se había convertido en un farol de mano, y la pistola de plástico, ahora, en una ballesta con flechas luminosas.

    Caminé por la carretera hasta encontrar un edificio en medio del vacío. Una casa muerta, enorme y deforme, no una torre que buscara el cielo. Escupía sombras por su puerta y de sus ventanas supuraba una sangre oscura, enferma.

    Me acerqué con cautela. Entrar no era mi idea, así que esperé. A ver si el mal que habitaba allí quería mostrar su rostro.

    Y lo hizo. De su interior emergió algo que una vez fue humano, mirándome con ojos infectados de penumbra.

    —Has entrado en el sueño de un insano. Pronto estarás con nosotros.

    Dijo la horrenda criatura, acercándose lentamente. Disparé cerca, a sus pies. Sabía que el daño que le hiciera a la criatura también lo recibiría el dueño de esta pesadilla. El dardo rozó su pierna y se clavó en el suelo, incendiando la oscuridad con un destello.

    La criatura sonrió, inmóvil. Le afectaba la luz tanto como a nosotros el fuego.

    —¿Crees que eso nos va a detener? —respondió, avanzando cojeante, riendo.

    Hurgué en mi bolsillo. Era el momento. Allí no estaba la campanilla que me había entregado el extraño visitante, sino un teléfono viejo. Sonó de repente, con un timbre áspero y gastado.

    Contesté la llamada, asustado por la cercanía del ser oscuro.

    —¿Quién es?
    —Veo que por fin te has enfrentado a tu primera sombra. ¿Es muy grande? ¿Está sola?
    —Es poco más alta que un hombre, pero salió de una casa viva, que destila oscuridad.
    —Esa es su guarida, la puerta por la que ha entrado. ¿Tienes algo que ilumine?
    —Sí.
    —Bien. Si no es muy grande, temerá la luz. Hazla retroceder, que vuelva a su refugio. Luego ingeníatelas para quemarla. Si la sombra te toca, estarás perdido. No dejes que ocurra.

    Reaccioné rápido. Dos disparos frente a sus pies hicieron que retrocediera. Disparé entre sus piernas, varias veces, hasta levantar un muro de luz. La criatura avanzaba a trompicones hacia atrás.

    Mi gatillo se hizo ligero. Dos flechas más ocuparon el lugar donde ella había estado, y la sombra terminó por retirarse. Ya cerca de la casa, fue arrancada del cuerpo que poseía: una espesa criatura de humo negro, atravesada por mis dardos, fue engullida por la mansión tenebrosa.

    El cuerpo quedó desplomado en el suelo. Corrí a socorrerlo. Antes, estampé mi farol en la puerta del edificio, que ardió al instante. El hombre, recobrando su forma humana, abrió los ojos con miedo. Fue entonces cuando comprendí que estaba despertando.

    Corrí hacia la puerta de mis sueños. Crucé sin aliento. Desperté sudando, en un instante.

    Murcof – Cosmos II

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  • Carta 12: Aullidos en la noche

    Carta 12: Aullidos en la noche

    En mi mundo de sueños hay un jardín de puertas. Las hay azules, pequeñas, de madera envejecida a la intemperie o incluso de ascensor. Aparecen según les place. Cuando quieren, se van. Algunas están cerradas con llave, otras se abren solas.

    Esta se abrió de repente y derramó oscuridad. Una profunda niebla se apoderó del lugar y dejó entrar a la criatura. Oculta entre la sombra, dejó ver sus luminosos ojos, aterradores, acompañados de un aullido feroz que descorchó un cuento: el de Caperucita Roja y su fiero y astuto depredador.

    Saltó sobre mí como una maldición blanca, con su hilera de dientes afilados en fauces abiertas. Me tiró al suelo y puso sus patas de lobo viejo sobre mi pecho. Yo preparé mi defensa, pero él fue más rápido: empezó su ataque de lametones en la cara, llorando como un cachorro y moviendo la cola contento.

    —Pero, chico… ¿Quién eres tú que me conoces? ¿Qué haces en mi sueño?

    Me agarró de la manga y me llevó adentro, a la puerta que conducía a su terreno de caza. Entonces empecé a ver todo distinto. En su camino, volutas de colores sordos me llevaban a un destino. Sonidos lejanos, paisajes azules y grises con rastros de amarillo. Me llevó a su hogar, que hacía tiempo fuera el mío, y empecé a comprender el misterio que envolvía su designio.

    Su pelaje blanco y feroz se fue volviendo gris y su tamaño, más pequeño. Su morro se achicó, feliz de saberse conocido. Se convirtió en quien era; ya me había mostrado quien quiso haber sido. Y en aquel lecho vi a aquel perro viejo que me echaba de menos.

    —¿Argos? Me has encontrado, ¿verdad, chico?

    Era un intento de mover la cola, un lamento quieto, la ilusión de juegos en parques eternos lo que me dejó frío. Pensé en despertar y volver a casa. Volver a ser niño, querer tenerlo de nuevo corriendo alrededor, pidiendo juego. Me miró con el deseo de un premio y yo le entregué mis sentimientos.

    —Buen chico, Argos.

    Me despertó el rugido de un teléfono hambriento. Descolgué aunque no quería hacerlo. Ya sabía la noticia, aunque no quisiera saberlo.

    Stars of the Lid – Requiem for Dying Mothers

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  • Carta 11: No estás solo

    Carta 11: No estás solo

    Querido diario:

    Despertar en un sueño es algo complicado de imaginar. Un entorno abstracto que envuelve tu mente, y de pronto sabes que estás dormido. Pero es como montar en bicicleta: preparas el pedal, saltas y ya estás dentro. Construyendo un mundo en tu interior con la efímera materia que nos presta Morfeo.

    Ahora, cada vez que entro en sintonía onírica, aparezco en la cima volante donde construí mi hogar. Levanté sus muros con piedra y musgo, con madera envejecida por el viento. Y quise que significara descanso, pues yo estaría durmiendo.

    Tras mi humilde morada, y a modo de cementerio, había un bosque de puertas plantadas. Se erguían como enigmas, aparecían cuando querían. Algunas persistían, otras se desvanecían. Solo sé de ellas que son puentes: unas llevan a mis recuerdos, otras a mis anhelos y algunas a lugares extraños, fuera de mí, donde se ocultan los secretos.

    Normalmente soy yo quien las cruza, pero hoy vi una abrirse… y entró un visitante inesperado. Llevaba un bastón decorativo, un traje oscuro de etiqueta, sombrero, y caminaba lento. Parecía salido de una película muda. Se acercó a mí y me saludó con un gesto.

    Me considero educado, así que le traté con respeto:

    —Bienvenido a mi mundo. Tome asiento, ¿quiere un refrigerio?
    —Es muy bonito este sitio, una versión realista de los cuadros de Leonora Carrington.
    —Gracias, aunque todavía le doy los últimos toques. Está quedando divino. ¿Qué le trae por aquí?
    —¡Oh! Es por simple cortesía. Le vi por estos lugares y quería que supiera que no está solo.
    —¿Se refiere a que hay más que han aprendido a caminar dormidos?
    —Me refiero a que ya no solo hace eso: usted salta entre mundos, y eso no es nada fácil. Es tarde, y debo levantarme muy pronto. Solo vine a darle este presente.

    Dejó en mi mano una bolsita de terciopelo morado. Dentro encontré una campanilla plateada. Lo miré sorprendido, y él dijo:

    —Es un instrumento de aviso, úselo cuando crea que debe hacerlo.

    El hombre del cinematógrafo antiguo se disolvió en el viento. Desperté preguntándome si todo aquello había sido un sueño.

    Little Dragon – Ritual Union

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  • Carta 10: El objeto transformado

    Carta 10: El objeto transformado

    Querido diario.

    Salí de la cama en pijama y con un gorro de dormir, al estilo de los dibujos animados antiguos: un poco ridículo, un tanto inútil. Salí por la ventana sin pensarlo y comencé a subir por peldaños de nubes grises, que crujían truenos al pisar. Por supuesto, ya sabía que estaba soñando.

    En mis experimentos en el reino de Oniros había ido creando terreno para refugiarme, por si llueve mucho en sueños húmedos. Construí una isla flotante en un mar de nubes, y levanté una posada por si algún día vienen amigos. Tras ella hay una explanada verde, de hierba cortada y flores silvestres con aroma a lavanda.

    Al dirigirme hacia allí, vi aparecer una puerta de madera oscura y remaches dorados. El resplandor me sorprendió al entrar: una fuerte iluminación blanca, paredes acolchadas manchadas de rojo carmín y una puerta metálica con ventanilla enrejada. En la esquina estaba ella, con triste mirada y camisa de fuerza. Me dijo:

    —Vete, van a venir a verme.
    —¿Quién? ¿Quién te va a visitar?
    —El doctor. Me tienen que dar el alta. Yo… yo estoy bien.

    La puerta se abrió de golpe, con un sonido apagado. Entró un señor con bata blanca y un artilugio raro sobre una mesita con ruedas.

    —Señorita, tenemos que hacerle pruebas, no ponga resistencia para que no le duela.

    El facultativo empuñó el extraño instrumento: estaba hecho de cuchillas de afeitar que giraban a derecha e izquierda, formando una terrorífica batidora. Sonrió complacido ante la expresión de terror de la joven. Se aproximó a ella, riendo bajo. De la mesita con ruedas tomé un bisturí y, sin pensarlo mucho, se lo clavé en la espalda al médico insano.

    Sin dejar de lado su hilarante aspecto, giró la cabeza pero no el cuerpo. Me miró a los ojos y me dijo:

    —¿Crees que eso puede detenerme, extraño?
    —No, yo no puedo… pero ella sí.

    Rápidamente me dirigí a ella, me agaché para mirarla a los ojos y ayudarla a levantarse, mientras le decía:

    —No temas, es solo una pesadilla. Tú tienes poder sobre tus sueños. No dejes que tus miedos te hagan sufrir.
    —Pero es mi doctor, me dice que estoy loca.
    —Pero tú no lo crees.
    —Pero yo no lo creo.

    El temible médico empezó a volverse transparente, pero siguió avanzando con su mirada siniestra y su arma cercenadora.

    —En ti está el poder, en él no. Quítaselo todo.

    Ya estaba encima, pero no era más que una sombra.

    —Hazlo desaparecer, no tengas miedo; no hay nada cierto si tú no quieres que lo sea.

    El doctor se hizo humo y se disolvió en el ambiente. El arma cortante cayó justo a mis pies: se había transformado en una inofensiva pistola de plástico, de aspecto futurista, como las que usaban los niños en el pasado. Disparé a la pared y abrí una brecha con el rayo que lanzaba.

    Por el corte entró arena de playa y aroma a Mediterráneo. La cogí de la mano —ya se había liberado de la camisa de fuerza— y la saqué de la habitación sombría.

    Pasamos un buen rato hablando y riendo, sentados en la playa, muy cerca de la orilla. Le conté mis aventuras entre mundos oníricos; ella sonreía complacida, sorprendida de estar en mi mundo. Pero ya era tarde y había que despertar. Así que antes de despedirme, le pedí algo:

    —Esto estaba en tu sueño —le enseñé el arma de juguete—, pero creo que me podría ser útil. ¿Me la puedo llevar?
    —Tómalo como un recuerdo de esta tarde de playa en mi sueño.

    Así lo hice y regresé al mío, apresurando mis pasos. Al llegar me di cuenta de que ya no era una pistola de plástico: ahora era una ballesta de madera de tejo, oscurecida por las sombras de las pesadillas. El gatillo y los remaches eran de plata, color de luna llena reflejada en el lago. Y tenía una sola flecha, eterna, que me defendería en mis peripecias.

    Ozzy Osbourne – Diary of a madman

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  • Carta 9: El  sueño de un alma perdida.

    Carta 9: El sueño de un alma perdida.

    Querido diario
    Hoy me incorporé en la cama y me dispuse a desayunar. Pero el despertador, que tenía alas, salió volando apresurado. Quise poner los pies en el suelo… pero mi cama también flotaba en el aire. Entonces empecé a comprender.

    No es fácil empezar a tomar las riendas, pero ya tengo a Morfeo calado. Así que, suspirando un conjuro, hice aterrizar mi lecho sobre una nube y salí de él. Frente a mí apareció una puerta. Sabía que no era la salida al mundo real: conducía a otro sitio.

    Mi deber era cruzarla. Me adentré en la oscuridad que se derramaba al abrirla. Era un camino amarillento en un paisaje sombrío. Las nubes se retorcían de rabia y los relámpagos señalaban la soledad.
    Había una joven perdida que se asustó al verme.

    —No temas, solo quiero ayudarte —le dije al ver el miedo en su mirada.
    —Tenemos que huir —me dijo, y al instante me agarró de la mano.

    El terreno se volvió árido, el camino se retorcía. Las sombras ocultaban alimañas que nos perseguían. El sendero terminó de golpe, un afilado precipicio nos dijo que no había más.

    Tocaba enfrentarse a quien venía detrás.

    De una bolsa que no sabía que llevaba saqué una linterna. La miré y le hice una promesa:

    —Si me das el poder de este sueño, te prometo que te sacaré de aquí.
    —Esto no es una pesadilla —respondió ella.
    —Sí lo es, solo tienes que entender qué hay de verdad en ella.

    La linterna se encendió. Su luz disolvió la oscuridad. El cielo se volvió azul. Las nubes, blancas. La sombra que nos perseguía ya no era más que un anciano. Él recorría la senda, confuso. Era como un alma errante.

    —¿Qué haces aquí? —preguntó ella, con el corazón en vilo.
    —No lo sé… Solo acudí a tu llamada.
    —¿Por qué me persigues entonces?
    —No soy yo. Eres tú quien me ata. Mi camino no está aquí. Solo necesito que liberes mi alma.

    El viejo y la joven se fundieron en un abrazo.
    Y yo, que sé cuándo sobro, me fui a buscar otra puerta abierta. Camino a mi despertar.

    La sombra lo cubrió todo de nuevo, pero ya no había miedo.
    Solo quedaba el duelo.

    Alva Noto & Ryuichi Sakamoto – Aurora

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  • Carta 8 – Canto al abismo

    Carta 8 – Canto al abismo

    Querido diario
    El camino se retorcía de dolor bajo mis pies. Las nubes se alzaron negras, y mi piel se erizó con las primeras gotas de lluvia. El viento castigaba los árboles circundantes, y el sonido del trueno recorrió mi espalda en forma de escalofrío.
    Fue entonces cuando me di cuenta:
    Las sombras me perseguían. Otra vez.
    Pero esta vez, ya estaba harto de huir.

    Me di la vuelta para esperar… y me encontré con algo que no esperaba.
    Ya no había camino, solo un precipicio que terminaba en oscuridad. Las brumas devoraban todo: el paisaje, las piedras, los matorrales… incluso la propia oscuridad era tragada por la niebla.
    Ya no quedaba nada.
    Hasta el terreno que pisaba comenzaba a disolverse en aquella bruma densa y azulada.
    Quedé suspendido en el aire.
    Y ahí lo comprendí.
    Estaba en un sueño sin construir.

    Sabía lo que necesitaba para edificar un sueño. Siempre lo había sabido.

    Empecé a tararear una melodía.
    Una que conocía desde niño.
    Una que aún vibraba en mi pecho.
    Sonaba a grillos en la oscuridad, al despunte de chispas de estrellas en notas de piano golpeando el cielo.

    Se hizo el viento.
    Susurró arena de playa e hizo vibrar palmeras, doblándose bajo la luna llena.
    El mar bramó salvaje, percutiendo contra la costa en explosiones salinas, llorando de pasión marina.

    El sol nacía en el horizonte, conjurando cánticos de rayos dorados.
    Ofreciéndome la luz de un lugar nuevo, creado desde mis recuerdos.

    Paseando, marcando mis huellas sobre la arena mojada, apareció frente a mí, majestuosa:
    La puerta de mi despertar.

    Hildur Guðnadóttir – Elevation

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  • Carta 7: La cicatriz del cielo

    Carta 7: La cicatriz del cielo

    Querido diario:

    Esta noche, al meterme en la cama, el sueño me absorbió como quien es tragado por un desagüe. Rápidamente, y en círculos, fui depositado en las escaleras del edificio donde vivía. En mi casa de toda la vida, donde crecí cuando era niño.
    Caí en la época del terremoto. La gente salía de sus casas con el nervio de quien teme por su vida, y bajaba a toda velocidad. Algunos llevaban pijamas de rayas de colores, otros bajaban casi desnudos. Yo, en cambio, subía.
    El suelo temblaba. Las paredes se agrietaban y se desprendían. Me crucé con un apresurado vecino del quinto. Iba perdiendo el color por el camino, dejando una estela azul y blanca: el color de su pijama.
    En la azotea me encontré con un mundo oscuro, de edificios pardos y rotos, teñidos del sepia de las fotografías olvidadas. Una enorme espiral tenebrosa giraba lentamente en el cielo, tragándoselo todo. Hacia ella iban camiones, palmeras, fragmentos de calzada y, por supuesto, personas. Todo era absorbido por ese agujero abierto un poco más arriba del horizonte, que, al engullir, dejaba ausencia: una oscuridad tan potente que dolía mirar.
    Subí a la barandilla, dispuesto a dejarme arrastrar por el vacío. Pronto empecé a deformarme, a diluirme como una acuarela emborronada en el agua, y a elevarme. No tenía miedo, pues empecé a sospechar que estaba de la mano de Icelo, y me dejé arrastrar.
    Cuando llegué al horizonte de sucesos de ese monstruoso agujero negro, saqué de mi distorsionado bolsillo una lámpara antigua que comenzó a lucir.
    Mi abuelo tenía una igual: era de gas y producía un zumbido constante al funcionar. De pequeño, nos curábamos el miedo a la oscuridad encendiendo su luz azul en las noches sin luna. La grieta en el cielo empezó a absorber el resplandor de la lámpara y a llenarse de su color, hasta que quedó repleta… y cicatrizó en un sol radiante.
    El mar volvió a surgir. Las personas regresaban a sus hogares como si nada hubiera pasado. Y yo, en un paracaídas imaginario, descendí hasta mi lugar de partida.
    Una mujer, desde la barandilla de la azotea, miraba inexpresiva la puesta de sol. Al aproximarme a su vera, me dijo:

    —¿Quién te quiere robar tus sueños?

    Thanatos – Soap&Skin

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  • Carta 6: El lugar donde habita el miedo que tuvimos

    Carta 6: El lugar donde habita el miedo que tuvimos

    Querido diario:

    Esta noche, en mis sueños, había sombras. Sombras ocultas tras otras sombras. Escondidas en la penumbra que dejaban las luces al morir. Tristes rastros tenebrosos de algún misterio olvidado de mi mente, fruto del terror desconocido, en una despiadada lucha por superar mis miedos.

    En esta ocasión, andaba por una calle conocida, recuerdo de mi niñez —no precisamente agradable—. El atardecer se deshacía en brumas frente a la vieja calzada. empezaron a tintinear las farolas, lanzando improperios amarillentos de luz, queriendo ser sol… y no dando la talla.

    En el cruce la vi pasar, y supe de inmediato que venía a por mí. Ese viejo monstruo vestido de pardo por las tinieblas. Me esperaba debajo de cada coche aparcado, detrás de cada contenedor de basura aislado. Sintiéndome perseguido, empecé a apresurar mis pasos.

    La niebla se hizo espesa. A tientas, pude discernir que el lugar al que había huido era un callejón sin salida. En las sombras, lento como el compás de un funeral. Con su mirada ardiendo y su aliento helado, el monstruo se iba aproximando.

    Con los puños apretados y el sudor frío empapando mi cuerpo, recordé que de niño tenía un método para alejar mis miedos. Una canción infantil. Un mantra esotérico que recitaba las noches sin luna, para ahuyentar a las criaturas que habitaban en el armario.

    Soy luz de luna llena,
    soy brisa y estrella,
    ningún monstruo oscuro
    puede entrar a mi vera.

    La niebla empezó a menguar, tragada por las alcantarillas, dejando descubierto el terreno.

    Tengo un escudo invisible,
    tengo luz en el corazón.
    Si algo ruge en la sombra,
    yo le canto mi canción.

    Empecé a sentir esa calidez del “todo va a ir bien”, iluminando con cada palabra mis manos, mi piel, mi alma. Retrayendo las sombras. Despojando de misterio el callejón.

    Soy luz de luna llena,
    soy brisa y estrella,
    ningún monstruo oscuro
    puede entrar a mi vera.

    En el centro estaba el monstruo. Quieto, cabizbajo. Ya no amenazaba en la penumbra. Ya no era un terrible secreto.

    Era un osito de peluche, sucio, manchado por el abandono y por la pena.

    —¿Mumo?

    El osito levantó levemente su desconchada cabeza. Dejaba ver, en el reflejo de la luz, ojitos de cristal con una pizca de arrepentimiento.

    —¿Eres tú el monstruo, Mumo?

    —Sí. Me abandonaste aquel día. Me quedé solo, postrado en aquella escalera… solo, mientras oscurecía.

    —Y en mi memoria quedaste como el descuido de un pecado.

    Me acerqué a él y lo abracé fuerte, volviendo a ser el niño que fui. Recordé las frases de combate. Las de un niño frente a sus pesadillas:
    “Si Mumo me abraza, el miedo se pasa.”

    Esta vez no quise despertar. Pero entendiendo que el sueño llegaba a su fin, decidí hacerlo. Porque era mi voluntad.

    El despertador aún no había sonado y el aroma a café recién hecho ocupaba ya los primeros rayos de sol.

    Zola Jesus – Skin

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  • Carta 5: Turno en el abismo

    Carta 5: Turno en el abismo

    Querido diario,

    Escaleras girando alrededor del abismo, así empezó mi sueño, bajando hacia ningún lugar en una espiral que me llamaba hacia lo desconocido. Tenía prisa por llegar, alguien a quien rescatar, o algo de lo que huir, no lo sé muy bien, solo sé que las escaleras no tenían fin.

    Llegué a un descansillo, cansado, creyendo haber llegado, y allí encontré una oficina. Pregunté cómo seguir bajando. Me dijeron que cogiera número. Así hice: saqué un tique del dispensador que había colocado a pie de escaleras y me mantuve pendiente a que saliera el que me había tocado: el 72.

    Había gente esperando frente a una mesa vacía, pero aun así los turnos iban pasando. Delante de mí, una señora de traje de encaje rosa con sombrilla. Un poco más adelante, un camello erguido sobre sus dos patas traseras, con un bombín y una bufanda a rayas.

    La cola iba avanzando según se iluminaba el número siguiente. Mientras avanzaba de puesto tropecé con un carlino que, con el ticket numerado en la boca, no hacía más que dar vueltas a mi alrededor.

    —Ten más cuidado —me dijo dejando caer el papelito—. La próxima llamo a seguridad.
    —Lo siento, no le había visto.
    —¿Es porque soy pequeño? Tú nunca ves nada. Siempre estás en las nubes.
    —¿Acaso me conoces?
    —Claro que te conozco, soy tu vecino, el del 5C. Ese que siempre te saluda y tú no haces caso.
    —Perdón, de nuevo.

    El perro gruñó suavemente y empezó de nuevo con la carrera circular. Sonó otra vez la estridente alarma del paso de número; esta vez le tocó sentarse frente a la mesa vacía al camello. Hacía movimientos con las patas delanteras en señal de discusión, pero no veía a su interlocutor.

    —Oiga, señor —me interrumpió la señora del vestido rosa—, tiene un número menor que el mío, ¿cómo es posible?
    —Yo qué sé, señora, me lo dieron así.
    —Usted está engañando al sistema, como siempre. Siempre se cuela en los sitios.
    —¿Usted también me conoce, señora?
    —Por supuesto, soy su vecina del 1ºD. Voy a llamar a seguridad.

    La señora desapareció indignada por el pasillo, farfullando improperios mientras giraba la esquina. Sonó de nuevo el paso de los números; curiosamente era el mío. Imitando a los demás, me senté frente a la mesa. Me di cuenta de que, en el sillón con respaldo de cuero que parecía vacío, en realidad había un espejo.

    —Buenos días, ¿qué desea? —preguntó mi reflejo.
    —Buenos días, necesito seguir bajando la escalera.
    —Bien, necesito que rellene el formulario 3C donde indique el motivo por el cual quiere bajar.
    —Pero no sé por qué necesito bajar.
    —Sin motivo no hay permiso, solo tendrá la opción de volver a subir.
    —Pero yo necesito bajar.
    —Pues explique en el formulario el porqué y séllelo en la ventanilla de la derecha. Entonces será valorado el permiso.
    —¿Y qué pongo?
    —Señor, desocupe el sitio, hay más gente en la cola.
    —Es algo urgente, tengo que bajar.
    —Mire, ese es.

    La señora del vestido de encajes estaba de vuelta con una figura conocida: Gene Simmons, el bajista de Kiss, que con su bajo en forma de hacha venía amenazante hacia mí.

    —Déjeme bajar, por favor.

    Gene Simmons se aproximaba en cámara lenta, sacando una lengua descomunal y sangrienta.

    —Para bajar, rellene el formulario.

    Cada vez más cerca, con sus botas de plataforma haciendo eco en el suelo.

    —Lléveselo, señor guardia —dijo el pug que seguía dando vueltas a mi alrededor—. Siempre me pisa.

    El bajista de Kiss ya estaba frente a mí, me lamió la cara con su larga lengua y me gritó:

    —You wanted the best!

    Desperté de repente, con el rostro cubierto en sudor. Desde la ventana, el vecino del coche viejo tenía la radio a todo volumen. Se escuchaba esta canción:

    Kiss – I Was Made for Lovin´ You

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