Categoría: Cuentos cortos

  • Dialogo con el espejo

    Dialogo con el espejo

     Unas palabras en negro que se desdibujan en blanco.
    Y yo, buscándome en sueños, en recuerdos pasados.
    En una ardua conversación sobre el papel y mis fantasmas.

    Entre el eco de las teclas, adentrándome en el documento, quise ver cómo…

    El sol de la mañana. Despertando frágil, derramando su calor a sorbos de mar…

    —No. Esto ya lo he escrito. Mejor comenzar de nuevo.

    La luna nueva carecía de brillo hoy…

    —Sí, un tanto ridículo: brillo donde no hay…

    Aquel adiós duró un eterno segundo de desdicha…

    —¿Y qué más? Vuelta a lo mismo. Quizás enfocado de otra forma…

    Ella sonrió con la tristeza de un adiós…

    —Buff… no. Mejor vamos a otra cosa.

    ¿De qué te avergüenzas?

    —¿Yo?

    “Sí, tú. ¿Acaso hay alguien más?”

    —Que yo sepa, estoy solo. Aquí, buscando qué escribir.

    “Claro. Y la primera frase tiene que ser perfecta para que el texto fluya, ¿no?”

    —Creo que por fin ha ocurrido.

    “¿Qué ha ocurrido? ¿Tu frase perfecta? Yo no leo nada.”

    —¡No, no! Lo que ha ocurrido es que se ha roto mi mente. Estoy hablando con el procesador de texto.

    “Un momento… ¿de verdad crees que estás hablando con una máquina?”

    —¿Qué si no?

    “Siempre se ha dicho que los escritores tienen las conversaciones consigo mismos sobre el papel, ¿no crees?”

    —Claro. Sería una buena cita. Algo así como: «Escribir es sentarse frente al espejo y dejar que la tinta diga lo que el alma no se atreve. Una conversación infinita entre el yo que recuerda y el yo que inventa».

    “¿Lo ves? No es tan difícil. Venga, arranca ya.”

    —¿Entonces qué eres? ¿Mi subconsciente?

    “En todo caso, tu inconsciente.”

    —¿…Inconsciente…?

    “¿Tú? Totalmente.”

    —¿Por qué dices eso?

    “¿Te acuerdas del email que leíste hace un rato, ese que decía que habías ganado un premio?”

    —Sí, claro. Seguí el vínculo y no había nada.

    “Bueno, pues en verdad sí había. Estaba yo esperando a ver quién picaba. Llevo un rato buscando en tu ordenador algo valioso. Pero como no encontraba nada y me aburría… empecé a contestar tus textos.”

    Lori Meyers – Mi realidad

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  • Crimson Deluxe tricromatico

    Crimson Deluxe tricromatico

    (Mostrador de papelería. El Cliente entra. El Dependiente sonríe con solemnidad exagerada.)

    Cliente:
    —Hola, buenos días, ¿tienen esto?

    Dependiente:
    —Hola, buenos días, señor. ¿A ver? Sí, nosotros tenemos el Crimson Deluxe tricromático.

    Cliente:
    —Ah, pues bien, deme uno.

    Dependiente:
    —¿Desea el modelo Rojo Pasión Suprema, Rojo Ejecutivo Fúnebre o Rojo Revolución de Bolsillo?

    Cliente:
    —Pues no sé, déjeme el último que dijo.

    Dependiente:
    —Excelente elección, señor. ¿Desea usted alguna otra cosa? Tenemos el paquete de 500 unidades de Aurora Inmaculata de oferta.

    Cliente:
    —No, con esto tengo, ¿cuánto es?

    Dependiente:
    —32,99 €. ¿En metálico o con tarjeta?

    Cliente (escandalizado):
    —¿Treinta y tres euros? ¿Qué tiene, oro?

    Dependiente (con solemnidad):
    —Caballero, la precisión, la duración y el diseño avalan el coste de nuestro Crimson Deluxe tricromático.

    Cliente:
    —Pero si compro uno de estos en el chino…

    Dependiente:
    —Señor, no existen Crimson Deluxe tricromáticos en el chino. De hecho, pocos son los sitios elegidos para vender semejante maravilla.

    Cliente:
    —Esta maravilla es un puto bolígrafo rojo, y me quieres cobrar 33 € por él.

    Dependiente:
    —No es solo un bolígrafo rojo, es el arte de escribir. Con él acariciará una lámina de Aurora Inmaculata acariciando la piel de las letras al nacer de su mano. Venga, sosténgalo, verá cómo se siente con él.

    Cliente (probándolo):
    —Sí, sí, muy suave, pero yo no pago…

    Dependiente (señalando discretamente):
    —Acérquese, ¿ve esa señora de allá?

    Cliente:
    —Sí.

    Dependiente:
    —Desde que le vio con el Crimson Deluxe tricromático en la mano, lo mira como si quisiera que le invitase a cenar… y la cena fuera usted.

    Cliente (decidido):
    —Deme cuatro.

    Dependiente:
    —Vale, no se olvide de suscribirse y comentar en nuestro Instagram. Por favor, comente bonito que tengo hijos.

    (Oscuro. Se oye un aplauso solitario que tarda demasiado en terminar.)

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  • Noche sin rosas

    Noche sin rosas

    Él adoraba la noche y a sus habitantes. Se sentía muy cómodo inmerso en el flujo de tránsito, de ruidos y de excesos. Se creía estrella y brillaba por si hubiera que serlo. Esta noche salió a la calle y quiso que fuera cierto. Oro en la sonrisa, brillo en el pelo, tinta en el cuerpo. Ruido de motor quebrado en un coche nuevo. Sonido viejo filtrado en un destello y golpeado sin piedad por el timbal de lo obsceno. Así salió de casa, volvería acompañado de un deseo.

    El deseo se presentó en la barra, le sostuvo la mirada y le cogió de la mano. Él quiso invitarla, ella dijo que no necesitaba hacerlo. Él quiso bailarla, ella dijo que no perdiera el tiempo. Que para lo que quería no sobraba tiempo. Vamos, la suerte es tuya, abandonemos este infierno. Vamos a lo que queremos, sin artificios, solo sexo.

    El camino fue rápido, rugiendo. Se pararon en la puerta para exhibirse a los vecinos. Entraron, y no fingieron. No sonó una balada, no hubo rosas en la cama, ni última copa, ni siquiera hablaron. Simplemente se aparearon, hasta que las fuerzas fallaron y venció el sueño.

    En los primeros rayos de la mañana, ya no había glamour, brillantina, ni alarde de caza. Tan solo un hueco en su lado de la cama. Había una carta escrita deprisa manchada del carmín que nunca rozó su boca.

    Querido desconocido:

    Ayer no fui yo, solo mi sombra. Salí a cazar y tú eras mi presa. Y te portaste como lo que eras. Una liebre enseñando su pelaje nuevo, abatida de un disparo fuera de su agujero. Un pavo real, con cola abierta entre colores extraños. Músculos sobre piel con olor a rancio.

    No me malinterpretes, no lo pasé mal, aunque hubiera sido mejor si yo hubiera querido más. Pero no lo necesitaba. Ya estaba llena de lo que necesitaba de ti. Por eso me fui, lejos.

    No buscaba compañía, ni ternura, ni futuro a tu lado.
    Solo tu herencia, tu material genético.
    Tu semilla.
    Espero que haya prendido.
    Quizás en buenas manos hasta podría ser perfecta.Y aquí me despido.
    Hasta nunca, cretino.

    Portishead – Roads

    ¿Crees que hay encuentros que deben vivirse sin ataduras ni explicaciones?

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  • Hasta 500

    Hasta 500

    La oscuridad acechaba en el bosque. La luna llena iluminaba el sendero. El niño corría sin parar, sus huellas lo delataban sin remedio.

    Tras un árbol salió de las sombras, saludó con la mirada al reflejo de Selene y se acercó al río a beber. Su olfato le advirtió que no estaba solo.

    Cansado, buscó escondrijo. Encontró árboles huecos, pero no se sintió seguro. Trepó por caminos escarpados en busca de altura que lo mantuviese a salvo. Un feroz aullido le advirtió del peligro.

    Su instinto conocía los secretos de aquellos que huyen; aun así lo hizo lento, deslizándose bajo la penumbra de los robles más viejos, intentando ser silencio en los recovecos.

    En lo alto, encontró un escondite perfecto: una enorme piedra frente al acantilado.

    Su oído le dio una respuesta.
    Se tapó con la maleza como pudo.
    Saltó sobre los pasos encontrados.
    Se encogió en silencio.
    Sintió el calor de su cuerpo.
    Cerró los ojos.

    Arrancó la tapa de su escondrijo y…

    …allí estaba, con los colmillos afilados y las garras amenazantes. El niño lo miró un instante y le gritó:

    —¡José Miguel, eres un tramposo de mierda!
    —¡Coño, he contado hasta quinientos! ¡Nadie cuenta hasta quinientos! Te has escondido fatal, te toca a ti contar.
    —No se puede jugar contigo, ganas siempre, lo tienes todo.

    El silencio se hizo entre los dos.—¿Jugamos a otra cosa?
    —No. ¿Quieres un chicle?
    —¡Uy! Vale.
    —¿Vamos a asustar a las viejas?
    —Siiiiiii.

    The 69 Eyes – Gothic Girl

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  • 980 puntos

    980 puntos

    Mi cabeza, en constante deterioro, no retiene mucha información. Sé vagar por las calles, a duras penas caminando, arrastrando los pies mientras ando. Emito un sonido lastimero; es así como se sabe que he llegado. El olor es lo peor: la descomposición es lenta, pero avanza; lo veo. Es el mayor síntoma de estar muerto.

    Hace poco no lo estaba. Pero la mala fortuna me quitó ese don: resbalar en el instante preciso, hacer crujir el cráneo contra un asfalto lo suficientemente duro y, como resultado más fatídico, morir en un chiste. Ya está hecho; ahora mi cuerpo vaga en silencio.

    Tuve elección, lo sé. Hubo un túnel oscuro, una luz que guiaba, un juicio y la posibilidad de escoger un destino.

    —Recapitulemos.

    • Amor a una madre ausente: 50 puntos
    • Ansias de tenedor y cuchara: −15 puntos
    • Sacrificio por mantener la familia: 80 puntos
    • Mal genio al despertar: −30 puntos

    —En total tenemos 980 puntos. Es una cifra decente. Tenemos además el atenuante del sentido de la ética muy desarrollado y el agravante de no haber seguido ninguna religión mayoritaria.

    —Pero veo que todas son válidas; no existe una única religión.

    —Sí, pero tú te inventabas la tuya. ¿Qué es eso de que Dios perdona por acariciar perritos? ¿Cómo que robar está bien si a la víctima no le afecta?

    —Yo veo que aceptas religiones con mandamientos muy distintos.

    —En verdad son solo guías de conducta. Simplemente te ayudan a conseguir puntos para tu calificación final.

    —Vale, tengo 980 puntos. ¿Qué hago con ellos?

    —Pues al paraíso no puedes ir; para eso necesitas superar los 1.000. Pero te puedo ofrecer un limbo de 900 puntos, con posibilidad de revisión cada 500 años. Con 950 tienes la opción de hacer un curso puente para el paraíso de alguna religión menor. Hay uno en la que te encierran en una cueva con la copia de tus familiares; la emitimos en la televisión local y la gente apuesta.

    —¿No existe la reencarnación?

    —Sí, pero debes tener al menos 1.500 puntos (1.600 si te reencarnas en gatito). Puedes reencarnarte en bicho por 100, pero no te lo aconsejo: vuelves aquí al mes sin apenas puntos.

    —¿Y volver como fantasma?

    —Para eso hace falta una muerte traumática; se concede prórroga si justificas que dejaste algo importante por hacer.

    —Mi muerte ha sido traumática —dije yo.

    —No confundamos términos: tu muerte ha sido absurda.

    —¿No hay alguna forma de volver?

    —Bueno, sí hay una, pero no sé si te va a gustar. Aunque tienes un buen recuento luego, hay que esperar algo.

    —A mí me parece buena idea —respondí.

    —Tú sabrás. ¡Miguel! ¡Gabriel! Aquí tenéis un candidato para el Apocalipsis.

    “Vamos”.

    Laibach – Jesus Crhist Superstar

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  • Yo, tras mi espejo.

    Yo, tras mi espejo.

    Adoraba los sábados en que la mañana era para ella. Con el sabor del café todavía reciente saludaba a su imagen en el espejo como objetivo: elegir ropa —la que quería para salir esa misma noche, la de la visita de los domingos, algo formal para la reunión del lunes—. Seleccionaba estrategias de seducción, miradas de complicidad e inocentes gestos de apariencia improvisada para repartir en su día a día a lo largo de la semana.

    En esta ocasión había preparado un vestido largo como la noche, suave como el mar en calma. Giró sobre sí misma y se observó. Su reflejo le devolvió una sonrisa de Mona Lisa y ella dio un respingo; no creía haber sonreído. No le dio importancia, se calzó esos imponentes tacones perlados con los que tenía previsto combinar el vestido y frunció el ceño.

    Algo no estaba bien: ahora se daba cuenta. Los reflejos eran ligeramente distintos, las tonalidades se diferenciaban; incluso intuía que los gestos que hacía estaban descompasados. Por primera vez en muchos años sintió la necesidad de tapar su reflejo.

    Un recuerdo olvidado quiso aparecer en su cabeza, demasiado vago para reconstruir la escena. Aunque su madre le decía que su amigo invisible vivía tras el espejo, recordó que por las noches tapaba la imagen para poder dormir tranquila.

    —No te asustes, sabes que ya me conoces —dijo de repente la imagen del espejo.

    —¿Quién eres? —preguntó ella, con el temor evidente en la cara. En cambio, en el espejo la imagen parecía tranquila; sonreía discretamente.

    —Somos la misma persona, pero en otro sitio. No podemos hacernos daño; en verdad sería algo estúpido, ¿no? Lo que te pase a ti me pasará de alguna forma a mí. Y tú lo sabes: estoy muy a gusto conmigo misma para desearte el mal.

    —¿Tú me visitabas de pequeña? —musitó ella.

    —Nuestras almas están conectadas; no todo el mundo puede, pero algo nos ha elegido para poder interactuar.

    —¿Dónde estás? ¿Qué quieres de mí?

    —Conoces la teoría de dimensiones paralelas, ¿verdad?

    —Algo he oído.

    —Pues, cariño, es cierto. Yo vivo en una realidad distinta a la tuya.

    —Vale, pero ¿cómo es que podemos comunicarnos? ¿Qué quieres de mí?

    —¿A qué te dedicas? ¿En qué trabajas?

    —Dirijo un grupo de trabajo en una empresa relacionada con tecnología de consumo.

    —Bien, pues yo hago lo mismo, salvo que mi comunidad transforma hallazgos científicos en bienes comunes. Nuestra realidad es ligeramente distinta; la mía es tecnológicamente más avanzada: comprendemos conceptos que ustedes no manejan.

    —¿Y en qué te beneficia comunicarte conmigo?

    —Vamos al grano, ¿no? —sonrió la otra—. Yo te enseño y tú me enseñas. Tengo tecnología que puedo compartir: esquemas, fórmulas… imagínate avances patentados por ti.

    —¿Qué ganas tú con esto?

    —Avanzar en la investigación. Quiero demostrar la interacción entre mundos paralelos.

    —Pero eso es algo que ya estamos haciendo, ¿no?

    —Sí, podemos ver otros planos; lo que yo quiero demostrar es que podemos interactuar. Entrar en otros mundos.

    —¿Y es posible?

    —Sí.

    —¿Cómo?

    —Con una transferencia de consciencia entre cuerpos.

    —¿Y eso cómo se hace?

    —Fácil: solo tienes que pulsar donde tengo ahora mismo mi dedo.

    —¿Así?

    La sensación fue como tocar una toma de corriente. Su cuerpo se tensó por completo; un dolor lacerante la hizo precipitarse al suelo. Alrededor de ella ya no había nada: oscuridad. Solo la ventana del espejo permanecía. Se asomó con gran esfuerzo y ahí estaba ella, sonriendo.

    —¿Qué ha pasado? ¿Dónde estoy? —tartamudeó.

    —En el otro lado del espejo: eres simplemente eso, un reflejo.

    —No —dijo ella, con voz apagada—. Yo soy quien está al otro lado.

    —Ahora ya no.

    Health – Stonefist

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  • El batracio y el oso

    El batracio y el oso

    —Buenas tardes, amigos de la literatura. Bienvenidos a este paraíso de narraciones que hemos llamado “La biblioteca animada”. Hoy hablaremos de un género especial: la fábula. Breve relato fantástico, a menudo con un aire poético, animales como protagonistas y siempre con una lección final.

    Como la que nos ofrece nuestro invitado de hoy: el reconocido escritor Renato Londrado. ¡Un fuerte aplauso para él!

    —Buenos días.

    —Tardes.

    —¿Qué?

    —Que este programa se emite por la tarde. En fin… ¿Le parece correcta “fábula” como género para su último libro El batracio y el oso?

    —Prefiero llamarlo cuento. Mis personajes viven situaciones que reflejan la realidad pero…

    —¿Realidad? Yo he leído una historia de una rana que discutía con un oso.

    Batracio, no rana.

    —Bueno, un anuro que se enfrenta con un oso.

    —Sí, en mi libro hablo sobre el acoso laboral. Pretende ser una herramienta de autoayuda.

    —¿Cuándo saca ese tema? ¿Cuando el oso se come al rano o cuando muere envenenado por la ingesta?

    —¡Coño! Me ha destripado la trama.

    —Es que no encuentro la metáfora en la vida real.

    —Pues que sepa que está basado en vivencias propias.

    —¿Se dedicaba a discutir con osos? ¿O tragó algún sapo en la juventud?

    —Nada de eso. Fue en mi primer trabajo. Tenía un jefe nuevo, muy novato, que me acosaba de manera persistente.

    —¿Y qué ocurrió?

    —Que lo invité a un té de hierbas un día en la oficina.

    —¿Manzanilla? ¿Tila?

    —Ayahuasca.

    —Vaya jornada laboral la suya.

    —Trabajábamos en una empresa de transportes de mercancías.

    —Comprendo. Y fue en la cárcel donde desató su pasión por la escritura, ¿no?

    —Efectivamente. De ahí surgió mi próximo libro: El rinoceronte y la chinche.

    —Promete ser un bombazo lleno de picores.

    Leroy Anderson – Typewriter

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  • Amor en deuda

    Amor en deuda

    La luna todavía brillaba cuando salió de casa. Vestido largo, pelo al viento, caminaba deprisa hacia la salida del bosque. Con el sol, el sendero sería más pesado.
    A su lado trotaba su pequeño amigo, con espinas en el lomo y hocico alargado. Debía ocultarlo, pero a esas horas nadie podía verlo.

    —Tenemos que ir a la ciudad. Nadie debe saber quiénes somos, o habrá polémica.
    —¿Por qué tanto secreto, Kendra? —preguntó el erizo—. ¿No puede ser como otros clientes? Que recoja el remedio aquí o se lleve su conjuro puesto.
    —No, bichito. Es una dama con título y reputación. Debemos pasar por gente del servicio y escondernos si es preciso.
    —¿La duquesa de Antaire?
    —Esa vieja arrogante, sí.
    —Con lo mal que te cae… ¿no puedes negarte?
    —Podría, pero paga bien, y necesitamos dinero para los huérfanos de la escuela.
    —Entonces aguantaremos.

    Llegaron cuando aún despuntaban las estrellas, buen presagio en un día de otoño. Kendra escupió en la entrada de servicio de la casona, un gesto de protección, y entonó en voz baja un conjuro sobre el empedrado que llevaba a la cocina. La condujeron hasta un salón oculto.

    El repicar de un bastón anunció la llegada de la duquesa. Kendra escondió a su amigo en el bolso y se preparó.

    —Antes de nada, niña, quiero que sepas que no me caen bien las brujas —dijo la dama, con voz seca—. Pero respeto vuestro trabajo. Mañana mismo te quiero vestida de sirvienta. No quiero que nadie huela tu aliento de hechicera.
    —Entendido, mi señora. ¿Qué encantamiento desea?
    —Mi hija anda encaprichada con el hijo del prestamista. Yo le digo que no le conviene, pero me hierve la sangre ver que ese mocoso prefiere a las zagalas del pueblo.
    —Entonces, ¿qué será? ¿Que el muchacho repela a todas, o que su hija lo olvide?
    —Nada de eso. Quiero que se enamore perdidamente de mi hija. Ella ya se aburrirá de él y ahí hallará su castigo.
    —Necesitaré objetos. Algo que él haya usado y un mechón de su cabello.
    —Mañana lo tendrás todo.
    —Entonces mañana mismo estará hecho.
    —No, insolente. No te marcharás hasta ver los resultados. Servirás en esta casa hasta entonces.

    Kendra apretó los dientes, inclinó la cabeza y aceptó. Esa noche, en una estrecha habitación, dio gracias a la Diosa por no haber estallado allí mismo.


    El gallo anunció el día y Kendra, vestida con ridículo uniforme de doncella, se arrodilló ante su improvisado altar de velas y tizas. Pidió a la Diosa fuerza para acabar pronto.

    El servicio de la casa no hizo preguntas; le asignaron la cocina, buen lugar para pasar desapercibida. Desde la ventana vio a la hija de la duquesa pasear por el jardín, luciendo un nuevo tocado. Una mujer entrada en la treintena que aún se negaba a aceptar un matrimonio pactado. Ridícula y altiva, sí, pero también un poco triste.

    A mediodía la llamaron al salón oculto. La duquesa esperaba, crispada.

    —Aquí tienes lo que pediste —dijo, mostrándole un mechón de pelo y un plumín de plata—. No quieras saber lo que me ha costado. Haz tu magia, niña.

    Kendra se inclinó.
    —Lo haré esta misma tarde.


    En un almacén abandonado del terreno comenzó el ritual.

    —Agua, fuego, tierra y aire…

    Trazó con carbón los símbolos, y su cántico hizo vibrar las paredes.
    Desparramó sal formando un círculo que pronto brilló débilmente.

    Alzó un muñeco de mimbre, dentro el plumín del joven. Lo ató con el rizo de cabello de la muchacha.

    —Ligado quedas, como hilos de luna en noche sin luna.

    En un cuenco mezcló vino y miel robados de la cocina. El líquido burbujeó: los espíritus estaban complacidos. Añadió una flor de passiflora.

    —Lo entrego, lo cierro, lo agradezco. Que así sea.

    Saltó fuera del círculo, rompiéndolo, y dio el ritual por terminado.


    Al día siguiente, Kendra lo vio desde la ventana: un joven con un enorme ramo de rosas, suplicando la presencia de su amada. La magia había prendido.

    Tras el almuerzo, la duquesa la convocó.

    —Veo que tu brujería da frutos. No lo esperaba tan pronto.
    —Entonces mi trabajo ha concluido. Me marcharé.
    Kendra le entregó el muñeco.
    —Su hija debe guardarlo. Si lo rompe o lo pierde, el amor se tornará en odio.
    —Eso no me lo advertiste.
    —Así funciona la naturaleza de estos asuntos.
    —Mejor lo guardaré yo.

    Kendra abandonó la casona y regresó al bosque. Liberó a su pequeño familiar y respiró, al fin, la calma de los árboles.


    Pasaron semanas. Una mañana, La Maestra de las Lunas la convocó bajo el gran árbol del consejo.

    —Kendra, no sé qué has hecho con la tarea que te encomendamos, pero la duquesa vuelve a reclamar nuestros servicios.
    —¿Ya se hartó la señoritinga del pretendiente hechizado?
    —No. Ahora quiere algo más oscuro: que nos encarguemos del fruto de su amor. Quiere deshacerse de su embarazo.

    Kendra bajó la mirada. Aún guardaba en su bolso la passiflora seca. Y supo, con un escalofrío, que en la ciudad la magia nunca la pagaban los culpables, sino los inocentes.

    Ghost – Ritual

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  • Milagro y pico

    Milagro y pico

    Mario tenía la expresión triste de quien habla solo.
    Su desgastada ropa, fruto de batallas interminables, contaba historias de un camino con un final impreciso en la cúspide del destino. Sentado un martes por la mañana en un parque que, por no saber qué hacer, se le hacía grande, miró hacia el horizonte y suspiró.

    —¡Cuack!

    En el asiento de al lado subió un pato. Blanco, con plumas desordenadas, un pato más de los que nadan en el pequeño lago del parque, ajenos a quienes los miran curiosos desde la barrera. Este en especial parecía embravecerse con sus congéneres, a juzgar por las cicatrices de su pico. Se acercó a Mario con cuidado. Llevaba una bolsa coloreada en el pico que depositó justo al lado de su pierna.

    Sorprendido, el ocioso caballero miró a su alrededor. Los pajaritos cantaban, las lagartijas hacían carreras con los ratones, ni un alma humana cerca. Abrió curioso la bolsa y sonrió levemente.

    En el interior había un bocadillo cuidadosamente envuelto y una lata de gaseosa con sabor a limón. Miró al pato, y este lo miró con su rostro de ánade. Hambriento como estaba, Mario exclamó al cielo:

    —Gracias.

    —De nada —dijo el pato.

    —Gracias, Dios, por escuchar mis plegarias.

    —Dios escuchará sus plegarias, pero el bocadillo es cosa de nosotros, los patos del lago.

    —¿…De los patos? —dijo Mario, confuso.

    —Sí, los que vivimos en este parque.

    —¿Os ha enviado Dios?

    —No, no tiene que ver. Verás: desde pequeño nos alimentas. No hubo una sola tarde que, viniendo al parque, no compartieras tu bocadillo con nosotros. De adolescente nos invitabas a papas fritas, de esas de bolsa; las que saben a queso eran mis favoritas. Luego venías con tu novia y nos traías pan. Por último, le enseñaste a tu hijo a compartir el bocadillo, como lo hacías tú. Hoy te vimos especialmente hambriento, así que nos permitimos este detalle.

    —¿Cómo…?

    —La gente se empeña en creer que da suerte tirar monedas al agua. Nosotros no las necesitamos, así que usamos unas cuantas de esas monedas. Pedimos uno de jamón serrano, como los que te veíamos comer.

    —Pero… los patos no hablan…

    —Conocemos vuestro lenguaje, pero normalmente no tenemos nada que deciros.

    —Entiendo. Tengo alucinaciones, ¿no?

    —Probablemente, pero… ¿está bueno el bocadillo?

    —Divino.

    The Soft Boys – I Wanna Destroy You

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  • Señales después de la señal

    Señales después de la señal

    (En un salón modesto. Pedro está sentado en el sofá, con gesto inexpresivo, como en trance. Carmen lo observa de pie, con los brazos en jarra.)

    Pedro (monótono, como un robot):
    —Hola… mmm… soy el contestador automático de Pedro. Deje su mensaje después de la señal. Piii.

    Carmen (sorprendida):
    —¡Ostias, Pedro!

    Pedro (serio, sin mover un músculo):
    —Que no, que no soy Pedro.

    Carmen (riendo incrédula):
    —Venga, Pedro, déjate de tonterías.

    Pedro (exaltado, casi enfadado):
    —¡Que no soy Pedro, coño! ¡Soy el contestador!

    Carmen (señalándolo con burla):
    —Mira, cariño: tienes la cara de Pedro, la voz de Pedro y hasta la misma tontería de Pedro. ¿Es por lo que dije de tu madre? Que sí, coño, ¡que es muy pesada!

    Pedro (suspira, bajando el tono):
    —Que no soy Pedro.

    Carmen (cruzada de brazos):
    —Entonces, ¿dónde está?

    Pedro (solemne):
    —Está… de viaje astral.

    Carmen (irónica):
    —¿Y tú quién coño eres?

    Pedro (enderezándose, orgulloso):
    —Soy un espectro.

    Carmen (arqueando una ceja):
    —¿Un qué?

    Pedro (teatral):
    —Un fantasma.

    Carmen (riendo):
    —¿Fantasma de quién? ¿Del Conde Lucanor? ¿Un caballero medieval caído en batalla?

    Pedro (carraspea, serio):
    —No, señora. Soy Ramón. Morí de un ataque al corazón cuando me subieron la jornada laboral, allá en la postguerra.

    Carmen (curiosa):
    —¿Republicano?

    Pedro (orgulloso):
    —Repueblerino. Vine a Madrid a atormentar falangistas, pero ya casi no quedan.

    Carmen (mordiéndose el labio, acercándose):
    —¿Y qué haces cuando posees el cuerpo de mi marido?

    Pedro/Ramón (con calma):
    —Poca cosa. Siento la brisa en la cara, paseo, leo libros modernos.

    Carmen (susurrante):
    —¿Y… tienes sexo?

    Pedro/Ramón (escandalizado, se lleva la mano al pecho):
    —¿Sexo? ¡No, señora! ¡Por Dios! ¿Ha visto la cara de su marido? Parece el Fary con sobredosis de lima.

    Carmen (avanzando con decisión):
    —Anda, empieza.

    Pedro/Ramón (retrocede, nervioso):
    —¡Señora, no haga eso!

    Carmen (tentadora):
    —Te va a gustar, lo sé.

    Pedro/Ramón (desesperado):
    —Señora, vístase por Dios.

    Carmen (cada vez más encima):
    —Sí, así, venga… sigue.

    Pedro/Ramón (grita, casi suplica):
    —¡Que está casada!

    Carmen (sonríe, burlona):
    —Sí, pero a ti te gusta.

    Pedro/Ramón (suspira, derrotado):
    —Bueno… claro… después de cincuenta años en el limbo…

    (De pronto, Pedro sacude la cabeza, vuelve en sí y se queda mirando la escena horrorizado.)

    Pedro (gritando):
    —¡Carmen! ¿Qué coño pasa aquí? ¿Qué estás haciendo con Ramón?

    Carmen (inocente):
    —¿Ramón? ¿Qué Ramón?

    Pedro (duda, rascándose la cabeza):
    —Nada… por un momento pensé…

    Carmen (quitándole importancia, se acerca con picardía):
    —Es que empezaste a hablar como un contestador y me puse como una moto.

    Pedro (titubeante):
    —¿Te gusto, mi vida?

    Carmen (guiñando un ojo):
    —Ya le daré yo al Ramón a ver si también le gusta…

    Pedro (aturdido):
    —¿Qué dices, cariño?

    Carmen (cogiéndolo del brazo):
    —Nada, nada… al lío.

    (Se apagan las luces, mientras ella lo arrastra fuera de escena. Pedro se escucha de fondo, resignado.)

    Pedro (en la oscuridad):
    —Oye… me tienes que enseñar eso de las proyecciones astrales…

    (Oscuro. Suena un “Piiiip” de contestador.)

    Hidrogenesse – A los Viejos

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