
– ¿Debo ser yo?
– Sí, hijo, debes ser tú.
– Que así sea.
La máquina centelleaba activando el sistema transmisor, ruido sordo y vibraciones magnéticas, todo normal. Temblaba mientras me sumergía en aquel líquido iridiscente que protegería y conservaría mi cuerpo mientras yo no estuviera en él. La sangre salía ordenadamente por la red de tubos mientras el frío glacial paralizaba mi cuerpo. Mi mente, tenía urgencia por salir y se desprendió del resto de mí como un incisivo infantil escupido por la esperanza de un regalo.
Ya era una mancha en el espacio, un rayo de luz entrando en una ventana, aferrándome a la vida de un pequeño corazón que empezó a latir con mi presencia. Perdí la consciencia del tiempo flotando, creciendo, desarrollándome. Bailaba al son de mis reflejos, de los fluidos en los que flotaba, melodía de una voz amada que con su canto me abrazaba.
Dolor compartido, el de la presión de mi morada, grito de madre aterrada por mi urgencia por salir. Desgarro de mi cuerpo de su vientre entre jadeos y apretar de dientes. Urgencia compartida por terminar de salir y comer de ti, alimentarme entre tus brazos y de dormir la calma.
Presa de llanto y confusión, buscando incesante, sin saber qué, aquellas manos desconocidas que me guiaron y por fin la vi, entre ojos llorosos de preocupación, cansancio y el cariño eterno que brillaba en su mirada al ver mi cara, agarrándome suave entres sus brazos y meciéndome me dijo.
– Ya estás aquí, Yeshua, tranquilo, mamá está contigo.









