
– Espera, ¿Por qué me quieres besar?
Me quedé aislado, con el valor que reuní partido en diminutos copos de nieve, que se derretía entre el calor de mis manos, sin poder retener poco más que restos del miedo al rechazo y la confusión del yo no valgo.
¿Qué quería? ¿Una declaración de intenciones? ¿Que le prometiese un amor que todavía era frágil si acaso existía?
Pensé en mencionar sus labios, que si nombraba su delicada piel de porcelana, el azul del mar que tan bien le sentaba al verde de su mirada me daría licencia para probar el dulce sabor de su boca. Pensé en la expresión de su cara, mirándome, esperando quien sabe qué serie de palabras encadenadas al descanso de su rostro, al ardor de sus pupilas. Esperaba una conjugación de verbos en un pretérito perfecto que ablandarse sus adjetivos para que este sujeto pasara al predicado.
Sin dejar pasar más de un pestañeo, sin tiempo a que la valentía recuperara el terreno perdido o se desintegrara en el olvido y me quedase sin poder querer. Antes de que mi mente preguntara ¿tú no?, o ¿Por qué no?, o ¿por qué tú no quieres?, y me dejaras pensar que acaricio tus labios, sin tocarlos, soñándolos desnudos y lejanos, en otras bocas quizás, siempre cerrados. Sin dudarlo más le dije;
– Voy a besarte, porque si no lo hago caeré en el infierno, será tan fuerte la llama que quedaré en cenizas, que esparcirá el viento, lejos. Y en ese momento, después del tormento, ya no habrá nada, tan solo mi lamento distante perdiéndose entre la bruma de este frío que no se aplaca.
Comencé a temblar, ella me abrazó y me tapó con el calor de su deseo.








