El silencioso brillo de la pantalla, lluvia eléctrica, vísperas a festivo de cansancio acumulado, hace que mis parpados pesen, tanto, que me rindo y abandono, que sean otras manos las que me gobiernen, hoy, en mi descanso. Es un buen momento cuando yo lo consiento.
Luz de tu mano en mi deseo, calor de tu piel refrescada por la brisa, que trae sabor a mis labios, que desordenas mis recuerdos. Mil veces soñé contigo y nunca vi tu rostro. Hoy me visitas de nuevo, esencia de ruborizadas mejillas que se adentra en caricias y me pide salobre bocado de pomácea prohibida, denso respirar que pretende que gimas, ritmo melódico de danza tribal que acelera el movimiento de mis dedos resbalando, sin freno, con el descontrolado control que iza tu espalda convirtiéndola en puente.
Intensa ofrenda que se revela, dulce licor derramado saboreado en ritual, devorándote lento, en la espiral imperfecta que hace que cierres tus ojos y tenses tu cuello. Delirio de encontrarme dentro, profundo, latiendo rápido en movimientos lentos de enredo de tu cuerpo y en mi mirada, tu pelo.
Muerte brusca de ardiente anhelo, el resucitar de brillante tarde de aburrido verano, agonizando en la luz monótona del parpadeo televisado, mientras en un suspiro pienso y te olvido.
Desde lo alto del acantilado, Tanausu y su hermano vigilaban la costa mientras cuidaban los animales, gracias a conducir su pequeño rebaño de escuálidas cabras, conocían los atajos de la zona, así que a poco estaría en la playa, algo extraño había en la orilla y quería ver que es.
– Vamos Adirán.
– Sí, pero espera.
– Date prisa gandul.
– Vale, pero no corras.
La pequeña cala de callaos, solitaria como siempre, tenía hoy la extrañeza de algo fuera de su lugar. Justo en medio, donde más rompían las olas, encima de un enorme tablón de madera, había una figura femenina de poco más de un metro, que sostenía un bebe en un brazo.
– ¿Qué es eso Tanausu? ¿Qué hace aquí?
– Yo qué sé, está hecha de madera. Es una mujer.
– Pero, ¿Quién es?
– Parece una diosa.
– Es Chaxiraxi seguro que es ella, Que viene a protegernos de Guayota.
– No sé, vamos a contárselo al Mencey, ¡Venga! ¡Corre!
Me dijo que era de la luna y del sol, navegante de océanos, vendaval de la orilla que hincha sus velas a suspiros, llevándola a la deriva, donde no llega la primavera. Era del aire y del cielo, donde volar de noche, cuál pardela, donde sus cantos se escuchan y se pierden, en la senda del viento. Siguiendo la luz de las estrellas, siguiendo el rumor del firmamento.
Ella me dijo que era de la brisa en calma, de la lluvia, de las oscuras nubes que descargan su frío, deshaciendo la tierra con sus lágrimas, derramándose incontroladas en río. En la plenitud del delirio de la arena formando limo, donde nacerán las flores de colorido prado cuando el mal tiempo se haya ido.
Me dijo que era libre y que si yo quería podía quedarse conmigo. Yo me quedé mudo, pero ella, que sabía de mí, devorando ideas varadas, arremolinando la cadencia de mi pensamiento, se quedó allí, junto a mí, contemplando cómo me desbarataba en verso.
Me encantaba ver chocar los copos de nieve sobre la ventana del comedor. De adolescente me podía pasar el día allí, frente a una chimenea crepitando leña, con olor a festivo cercano y a pereza por quitarse el pijama. Me quedaba quieto, expectante, hasta que la proximidad terminaba nublando de vapor la superficie acristalada y ya no podía ver nada.
Sucedió que al empañarse empezó a formarse figuras, al principio confusas y nebulosas. Con el tiempo esas manchas de vaho se fueron asemejando a un rostro, difuso, que se emborronaba al instante, dejando unos labios besados en el vidrio.
En las primeras ocasiones me asustaba, pero como un difunto felino, siempre volvía, a contemplar esa cara, cada vez más perfecta y cada vez más encantadora. Una figura femenina que me acompañaba en sueños despiertos mostrándome la humedad de sus labios, atrayendo con ganas a los míos.
Una tarde, en un impulso, cuando mejor se podía apreciar la forma que aparecía en la ventana, besé el cristal, sintiendo la fría condena del que quiere querer y no puede, porque hacía frontera un muro de impenetrable coraza, que separaba dos mundos opuestos.
Aquella fue la primera vez que besé a un fantasma.
A veces me canso de ser yo, y quiero ser tú. O él, o ella quizás. Crear misterios con susurros, dejar sin niños el país de jamás. Alzar el perfume de mi pelo, como las divas de mis cuentos, Invocar multitudes, atraer deseos sin trascender en sortilegios.
A veces no me conformo con aquello que se conoce, quiero ser libre al viento, saltar y encumbrar el vuelo, ser diminuto, una partícula, un átomo, un protón, un fragmento, sostenerme erguido a la luz y que el viento me desbroce.
Quiero ser agua, corriente marina, torrente espumoso, el aire en calma con gotas de lluvia que avecina tormenta, ser fuego elemental, encender la llama y que todo arda, y cuando no quede nada, colapsar en mí, pesado y oscuro,
eterno, efímero, aberrante, incierto.
Volver a ser tan yo, después, allá cuando me despierto.
Esta noche, saboreando momentos, a la espera de que el mar de los sueños alzara su marea sobre mí, me sorprendí rememorando una antigua sintonía, que en su tiempo, me hizo abrir mi particular caja de Pandora.
Tiempos de pasiones vomitadas sobre un micrófono nuevo, roto por mi oscura voz, hecha de mañanas de tierra mojada, donde caminaba descalzo sin miedo a herirme, de tantos cristales rotos, de botellas con mensaje, arrojadas con rabia. Algunas rotas por mí y otras por quienes me acompañaban en esas noches alegres, confusas, de exceso y arena de playa.
Allí estabas tú, tejiendo telarañas con tus labios rojos, carmín desgastado por el roce. Allí estaba yo, equilibrista sonámbulo, en hilo de nailon de caña de pescar, cambiando de caricias como tú de color de uñas, esas que cicatrizaron en mi espalda, de las que ya no era alérgico, pero sí estaban presentes, afiladas, porque tú eras resistente al olvido y yo no me acordaba.
Te encontré tras noches de insomnio por no querer verme ni en sueños. Preciosamente enferma, de pasarela de brillos de flashes, con la parca delante, expectante, inquieta de ansias de tenerte en su alcoba. Tan dulce y tan asustada, tan feroz en la batalla, que te rendiste de miedo al prometer que tú tendrías mi bálsamo para extirpar tu preciada pesadilla. Huiste al precipicio y ahora te asomas, a veces, a contemplar lo que rompen las olas.
Te conocí por tu voz, la que más se escuchaba, la que quería ir antes, por encima, más alta. Coleccionabas pasiones robadas y dejabas sobras de corazones rotos, en pequeños frascos de perfume y los tirabas a cansados buitres, para engordar sus egos. Solías sonreír a tus víctimas mientras devorabas su pasado, también te largaste lejos, a donde tus perros te guiaron, buscando cazar otras presas, en busca de piel curtida.
Tímida luz desolada, pequeño imperio disuelto en la calima, desastre sonoro de aroma a ron viejo de La Habana, con limón y menta y burbujas de soda. A esos tribales que tanto odiaba, a antiguas melodías de ancianos, que morían cantando para jóvenes ebrios por ser amados. Yo quería estar tiempo después, siempre en el mañana, contigo aprendí que el ayer siempre gana. Todo se repite, todo gira y gira y no descansa, hasta que me quede sin fuerzas para repetir otra hazaña. Y morí de hambre de cariño al verte.
Poco quedó tras la tormenta, hoy son recuerdos locos, de fotografías que no fueron reveladas, siempre me quedó esperanzas, en esa caja, encerradas.
– Sí, Jota Te, un año entero, de este mundo, claro, ¿Qué dices? ¿Cuatrocientos dieciséis días terrestres? Pues eso, un año y pico.
La idea de Jonás era no perder el tiempo, aunque, aparte de recoger muestras del suelo y de la insignificante vegetación que había, poco tenía que hacer. Su sueño fue su prisión y con él llegó la soledad de recorrer un inmenso mundo solo para él.
– ¿Te conté ya aquella vez que me vi perdido en mitad del Desierto Rojo Australiano? Sí, quizás peor que aquí. ¿Traes las muestras?
El pequeño androide de extracción le seguía, fiel a sus órdenes, como un perro labrador dispuesto a la caza. Aunque en esta ocasión parecía cansado y se quedaba atrás.
– Jota Te, ¿qué te pasa? ¿Por qué andas tan lento?
De la parte superior del robot empezó a salir humo, Jonás asustado corrió hacia él, agarrando fuerte de la parte lateral para soltar la tapa de mando, tras unas cuantas quemaduras logró extraer el módulo de memoria y salió corriendo hacia la base.
Una vez entró, corrió apresurado hacia el almacén y abrió con cuidado el embalaje de una unidad robótica de extracción de minerales del mismo modelo y le cambió el módulo de memoria. El sonido de arranque del sistema le tranquilizó
– Joder Jota Te, pensaba que te había perdido a ti también.
La máquina centelleaba activando el sistema transmisor, ruido sordo y vibraciones magnéticas, todo normal. Temblaba mientras me sumergía en aquel líquido iridiscente que protegería y conservaría mi cuerpo mientras yo no estuviera en él. La sangre salía ordenadamente por la red de tubos mientras el frío glacial paralizaba mi cuerpo. Mi mente, tenía urgencia por salir y se desprendió del resto de mí como un incisivo infantil escupido por la esperanza de un regalo.
Ya era una mancha en el espacio, un rayo de luz entrando en una ventana, aferrándome a la vida de un pequeño corazón que empezó a latir con mi presencia. Perdí la consciencia del tiempo flotando, creciendo, desarrollándome. Bailaba al son de mis reflejos, de los fluidos en los que flotaba, melodía de una voz amada que con su canto me abrazaba.
Dolor compartido, el de la presión de mi morada, grito de madre aterrada por mi urgencia por salir. Desgarro de mi cuerpo de su vientre entre jadeos y apretar de dientes. Urgencia compartida por terminar de salir y comer de ti, alimentarme entre tus brazos y de dormir la calma.
Presa de llanto y confusión, buscando incesante, sin saber qué, aquellas manos desconocidas que me guiaron y por fin la vi, entre ojos llorosos de preocupación, cansancio y el cariño eterno que brillaba en su mirada al ver mi cara, agarrándome suave entres sus brazos y meciéndome me dijo.
– Ya estás aquí, Yeshua, tranquilo, mamá está contigo.