Autor: DeOniros

  • Trámites Eternos y Otros Infiernos

    Trámites Eternos y Otros Infiernos

    La sala estaba inmaculada. Muebles blancos y detalles en plata. 
    Un anciano detrás del tercer escritorio dejó de estar ocupado, pulsó un botón y un sonido estridente anunció un número nuevo: el 1548. 

    —¡Yo! 

    El joven que estaba arrinconado en la entrada apareció alzando un ticket en la mano. 

    —¡El 1548! ¡Yo, yo! 

    El señor del escritorio lo miró por encima de sus anticuadas gafas, frunció discretamente el ceño y dijo: 

    —Bien, tome asiento. 

    —Buenos… días. 

    —Sí, sí, días. En fin. ¿Es usted Serafín Delmundo? 

    —El mismo. 

    —Está usted a la espera de destino, ¿verdad? 

    —Efectivamente. Ya no sé ni cuánto tiempo llevo esperando. 

    —Pues tenemos buenas noticias: tenemos posibilidades de elección. 

    —Mira qué bien. ¿Qué opciones hay? 

    —La primera: necesitamos técnicos en gestión de tormentas. 

    —¡Rayos! 

    —Entre otras cosas. 

    —¿Qué? 

    —Quiero decir que no son solo rayos las tormentas. A usted le asignaríamos únicamente las solares. 

    —¿Y qué tengo que hacer? 

    —Sacudir el sol. Pero por dentro. 

    —¿No hace mucho calor allí? 

    —Mucho, pero dan vacaciones cada ciclo solar y un pay-pay

    —¿No hay otra cosa? 

    —A ver… Ah, mira: una misión heroica. Se está convocando a la milicia. 

    —¿Aquí se necesitan soldados? 

    —Sí, de vez en cuando nos metemos con los de abajo, los de los cuernos y el rabo. Para dejarles claro cuál es su lugar, poco más. 

    —¿No es peligroso? 

    —No mucho. Pero te pueden clavar un tridente y eso duele un poco. 

    —Yo es que soy más bien pacifista… 

    —Bueno, pues parece que está abierto el plazo para las oposiciones a reencarnación. 

    —¿Me está diciendo que para reencarnarse hay que estudiar? ¿No es verdad que cuando te reencarnas lo olvidas todo? 

    —Sí. Pero es un destino muy demandado, solo llegan a él los mejores. 

    —¿Y me pueden dar el temario? 

    —Claro, aquí tiene un folleto explicativo. 

    —Pero… esto… ¿son fichas del Trivial? 

    —Sí. De la edición para genios. 

    —Pues vamos listos. 

    —Esa es la idea. 

    —Oiga, con la cantidad de nacimientos nuevos que hay en la Tierra… ¿Cómo es que no necesitan más almas para reencarnar? 

    —Ah, no, las almas siempre tienen que ser de fabricación nueva. Estos son casos excepcionales. 

    —¿Cómo que fabricación? ¿Cómo se fabrican las almas? 

    —Como se nota que no ha ido a los cursos del Limbo. Anda que… pegarse unos siglos sin hacer nada… 

    —Ni siquiera sabía que había cursos. 

    —Vale, se lo explico. Las almas se programan, y cuando… 

    —Espera, espera. ¿Qué me está diciendo? ¿Estamos programados? 

    —Sí, claro. Somos software. ¿O qué se había creído? ¿Que venimos del Espíritu Santo? 

    —Entonces… ¿Dios es un programador? 

    —Mire, a mí no me líe con ese Dios. Yo solo sé que nos programan unos tipos de la octava dimensión y que, cuando no les da tiempo a la entrega de almas, hay que buscar entre los rezagados para cubrir la demanda de cuerpos en gestación. 

    Slayer – South of Heaven 

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  • Tiempo en pausa

    Tiempo en pausa

    Se me olvidó que olvidaba. Dejé de hacer esas frases tan largas, densas de contenido, enmarañando suspiros de mi memoria. Rompiendo el acento, desdibujando las prisas por pasar, las de no estar atento. Porque, por lo que veo, ahora no hay tiempo. 

    Las ideas se deslizan y soy yo quien pausa el momento, para contemplarlo despacio. Como un instante eterno que se vuelve efímero con un gesto. 

    Izal – Pausa

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  • DarkHaiku: Jorōgumo

La mujer que tejía sombras

    DarkHaiku: Jorōgumo La mujer que tejía sombras

    Susurras seductora, 

    Tu piel de seda atrapa, 

    Seré tu alimento. 

    —Ven… acércate. 

    Abrió los ojos. Eran las 3:33. La luna derramaba su luz sobre la cama. Intentó volver a dormir, pero algo vibraba en el aire. 

    —Vamos… ven. 

    La voz, de terciopelo rojo, reptaba entre las sábanas. Era un roce de brisa que lo empujaba hacia la ventana. 

    —Ven conmigo. 

    Susurraba en su mente. 

    —Ven… sal conmigo. 

    Bajo la farola temblorosa, la vio. Desnuda. Fría. Blanca como la luna que la amparaba en su caza. Le pedía cercanía, respirarle el miedo. 

    —Ven… baja… tengo frío… 

    Abrió la puerta. Ya no estaba. La farola parpadeó una vez. Luego, oscuridad. 

    —…Sígueme… acércate a mí. 

    Algo se movía entre la maleza. Curvas pálidas entre las sombras. Avanzó creyéndola en peligro. No sabía nada. Sus labios rojos le sonrieron. 

    —Ya estás aquí. 

    Acarició su cadera, buscando certeza. 

    —Abrázame ya. 

    No pudo resistirse. Su piel helada lo atrapó. En su abrazo, el hilo se cerró. En su mirada hambrienta se reconoció presa. Sintió los colmillos hundirse en su cuello. 
    Amaneció colgado en su telaraña, esperando el fin. 

    Buck Tick – Dress

    “Porque algunas voces no llaman: te tejen. Y cuando al fin lo entiendes, ya estás demasiado dentro de su red.”

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  • Los tres reflejos Capitulo 2: Cristales empañados

    Los tres reflejos Capitulo 2: Cristales empañados

    Al ver el cristal del coche empañado, Pedro sintió una oleada de recuerdos. 
    El mismo lugar, la misma sensación de no volverá a pasar
    Ella se fue y no volvió. 
    Hasta ahora. 
    Quién sabe, quizá esta vez no quiera irse. 

    El móvil rompió el ensueño con un sonido chivato lleno de remordimientos. 

    Marta: ¿Te queda mucho? No quiero acostarme muy tarde. 
    Pedro: No tardaré, pero métete en la cama. 
    Marta: Despiértame si me duermo. 
    Pedro: Tranquila, estaré de vuelta antes. 

    Qué sorpresa se llevó al verla en su casa. Pedro había vuelto hacía poco de un viaje: una visita rutinaria a la oficina central en Madrid. Unas cuantas reuniones que lo mantuvieron fuera diez días. 
    Al regresar aquella tarde, se la encontró allí, en el salón. 
    Parecía que el tiempo no había pasado por su piel. 

    —Ah, ¿pero os conocéis? —dijo Marta, su mujer—. Es la amiga de Silvia de la que te hablé, la que salió con nosotros este viernes. 

    —Pues sí… Laura es del pueblo, ¿verdad? —dijo Pedro con una sonrisa. Dos besos y un recuerdo pendiente a comentar—. ¿Cómo está tu hermano Juan? 

    —Bien —Laura no salía de su asombro—. Se casó hace unos meses… con Estrella. 

    —¿Estrella Estrellada? 

    —La misma. 

    —¿Pero ella no andaba con Berto? 

    —Ya ves, los cambios que da la vida. 

    —¿Y Berto? 

    —Salió del armario y vive con un culturista en Sanlúcar de Barrameda. 

    —Veo que tenéis conversaciones pendientes —dijo Marta, con una chispa divertida en la mirada—. Podemos quedar este viernes. ¿Te apetece venir a cenar? 

    —El viernes es genial —respondió Laura—. Vengo a las seis y te ayudo con la cena. 

    Hubo complicidad oculta entre las dos, reflejos de sonrisas que Pedro no captó aquel día. 
    Pero sí notó algo: que el encuentro a la salida del trabajo no había sido fortuito. 

    Fueron a tomar café… y terminaron dibujando en el parabrisas empañado. 
    Corazones rotos que, con el calor, se fueron borrando. 

    —Tengo que volver a casa, Marta me está llamando. 

    —Lo comprendo. ¿Quedamos otro día? 

    —No sé… Nunca le había hecho esto a Marta —dijo Pedro, pensativo—. No sé qué decirle. 

    —Es complicado… 

    —En el pueblo era más fácil. 

    —¿A qué te refieres? 

    —A que el roce hace el cariño. Éramos pocos, y te enamorabas con el tiempo. 

    —¿Eso te pasó conmigo? 

    —Yo me enamoré perdidamente de ti. Pero no me refiero a eso. Lo que digo es que allí nos emparejábamos sin pensarlo. Una vez hechas las parejas, ya no había más. Fue cuando empezamos a irnos a la ciudad cuando todo se rompió. 

    —No, Pedro. Lo nuestro estaba condenado. Yo necesitaba salir, ver el mundo. Quería vivir en Londres, y allí estuve… hasta que me harté. 

    —Y ahora has vuelto. 

    —Sí. Ahora necesito otras cosas. 

    —¿Una pareja estable? ¿Un lugar donde te esperen? 

    —Sí y no. Aún hay mucha confusión en mi cabeza. Soy rara, lo sabes. 

    —Más que un piojo bizco. 

    —Anda, vámonos ya. 

    La besó apasionadamente. 
    En la radio sonó Iggy Pop: 

    “It’s a rainy afternoon in 1990 
    The big city 
    Geez, it’s been 20 years 
    Candy, you were so fine.” 

    La humedad de la noche quedó atrás con el chasquido de la llave en la cerradura. 
    El calor del hogar se le hizo raro, oscuro, de mentira. 

    Tras una ducha rápida, se deslizó desnudo entre las sábanas. 
    Abrazó a Marta, que dormía ajena a los pensamientos de su marido. 
    Ella se dio la vuelta y lo abrazó. Él se apretó contra ella. 

    —Ya llegaste —susurró, envuelta en una sonrisa somnolienta. 

    Le besó. Él le devolvió el beso. 
    Unas caricias. 
    Una risa sofocada por las mantas. 

    —Marta, tengo que contarte algo… 

    —Mañana me lo cuentas —dijo Marta, abrazándolo—. 
    Ahora follame. 

    Maria Rodés – Recordarte

    “El pasado susurra bajo el cristal empañado, mientras el presente arde entre sábanas y deseos.”

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  • El Azul que abandonó el mundo

    El Azul que abandonó el mundo

    Tras descansar en la luna, Zauoek el negro contempló la esfera azul. Se recreó en el blanco de sus nubes y en los reflejos dorados del sol y pensó:
    “Es aquí”.

    Eligió una isla cercana al continente de Papayumak, trotó tan fuerte que hizo girar al astro viejo.
    Y saltó.

    Bajó veloz hacia la capa donde la luz brillaba y ardió en ella. Su cuerpo se volvió carmesí, como fuego descendiendo desde el cielo. El mundo pareció contener la respiración ante la caída de Zouoek el rojo.

    Con sus astas aún llameantes pisó la tierra. El suelo se agrietó y el continente de Papayumak se quebró en cinco partes. El mar empezó a hervir. Entonces Zauoek comenzó a soplar, cubriendo todo con un manto blanco.

    Zauoek en blanco se sintió cansado y durmió.

    Pasó mucho tiempo. Era una noche estrellada cuando despertó al fin. El tiempo lo había cubierto de musgo. En su lomo florecían encinas y castaños. Entonces Zauoek el verde pensó:
    “Es ahora”.

    Respiró fuerte dos veces, arqueó su cuerpo de toro anciano y vomitó. De su boca resbaló un mono de pelaje blanco, que despertó alegre en su nuevo hogar.

    El mono corrió a los árboles más altos y se balanceó en ellos. Torpe, se cayó de las ramas y volvió hacia Zauoek, diciendo que no quería ser mono.

    Él, con su gruesa lengua rosa, le lamió el cuerpo, ayudándole a caminar más erguido. Al poco tiempo, su pelaje blanco se cayó y sus ojos se volvieron verdes como el prado. Sintió frío y volvió con su creador.

    —Ya no tengo pelo y el aire me congela los huesos.

    Zauoek le enseñó a frotar las ramas de los árboles, y obtuvo fuego. Le enseñó a recolectar las plantas y a trenzarlas, y obtuvo abrigo. También a abatir árboles y construir un hogar, y obtuvo refugio.

    Zauoek se dispuso a marchar, a seguir su camino, pero el mono blanco se interpuso:

    —No me dejes solo.

    Zauoek lo miró serio, pensativo.

    —Te puedo dar un compañero.
    —Eso me gustaría. No estar solo.
    —Pero tiene un precio.
    —Da igual el precio. Necesito alguien a mi lado.

    Zauoek, de una cornada, partió a la criatura. De las dos mitades se crearon dos cuerpos distintos: uno masculino y otro femenino.

    —Vosotros estáis hechos del mismo cuerpo, por lo que os necesitaréis para estar completos.

    Entonces saltó a las estrellas. Dejó sobre su piel el reflejo de la esfera. Zauoek el azul se perdió para siempre en el infinito.

    Pero ha

    bía un trozo restante que las dos nuevas criaturas habían olvidado. Formó un solo cuerpo. No era varón. Tampoco era femenino. Fue, en su momento, simplemente lo que quiso ser.

    Danheim – Kala

    «Hasta los dioses necesitan irse para que algo nuevo aprenda a respirarse solo.«

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  • Diario de un soñador lúcido
Carta 22: Lo que se esconde bajo la risa

    Diario de un soñador lúcido Carta 22: Lo que se esconde bajo la risa

    —¡Corre, corre!—
    Las paredes chorreaban un material oscuro. Parecía alquitrán. Desyria buscaba una salida en el laberinto mientras yo disparaba con la rabia de un gato acorralado. En cada esquina había sombras; detrás de nosotros, aún más. Y pensar que, hace un instante, íbamos a tener un día de paz.

    Al caer el sueño, emocionado por la cercanía que me inspiraba mi amiga de verde, fui a visitarla. Llevaba un recuerdo de tarta de manzana; ella tenía licor de cerezas. Íbamos a descansar otro día más. A dejar correr el tiempo. A darnos, quizá, la oportunidad de estar juntos. A solas. Quién sabe…

    Entonces lo vimos: un árbol extraño en la selva, justo en la zona de los portales. Tenía la corteza acristalada, un brillo metálico. Desde su interior se oían cascabeles y se escapaba un aroma a chicle de fresa. Un destello rosa nos convenció para investigarlo.

    Por dentro era un espectáculo. Un circo, una feria, atracciones imposibles: la fantasía de un niño. De ese niño que los dos llevábamos dentro. Así que hicimos lo que mejor sabemos hacer: vivirlo todo. Subimos a la noria que traspasaba el cielo, bajamos por un tobogán que caía desde las nubes, comimos algodón rosa. Reímos con los payasos.

    Y en un descanso, nos dimos un beso.

    Fue en el centro, donde comenzaba el laberinto, cuando noté algo extraño. Pero, como gatos que van a morir, entramos. Y allí descubrimos el engaño.

    Las paredes eran nacaradas, deformaban nuestros cuerpos al reflejarlos. Vimos gente entrar: personas que ya no eran personas; payasos que ya no eran payasos. Se quitaron la máscara… y se fundieron en negro.

    Sombras.
    Miles.
    No, millones.

    Corrimos. Disparé sin parar mientras ella buscaba una salida. Pero eran demasiadas, y yo ya estaba agotado.

    —¡Por aquí, por aquí!

    Una chispa de esperanza. Una salida al fondo. Corrimos todo lo que pudimos. Pero tras la luz había un abismo. Y en su centro, una máquina flotando: cuerpo y cabeza humanos, pero un aspecto frío, artificial, lleno de cables y luces parpadeantes. Su rostro parecía un recuerdo mal impreso.

    Disparé con saña. Ella resbaló. La agarré de la mano. Abajo, un agujero en espiral que quería tragárselo todo. Intenté subirla. Necesitaba salvarla. Pero ella cayó. Se precipitó en la nada. La vi desaparecer tras el relámpago desesperado de su mirada.

    —No está muerta —me dijo la máquina—. Solo ha sido capturada.

    —¿Por qué? —pregunté, suplicando.

    —No lo sé —dijo—. Ellos me obligaron.

    Del centro de su cuerpo surgió una luz que giró y se abrió. Desde su interior apareció el mundo despierto.

    —Escapa por aquí. Huye. Te ayudaré en cuanto pueda liberarme.Desperté con un grito, con un vacío insoportable en el pecho.
    Y en algún lugar de Europa, alguien no despertó.

    Mother Mother – Ghosting

    “Aún temblaba la ausencia, pero el sueño, paciente como un animal herido, empezó a cerrar los ojos.”

    Diario de sueños

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  • El rumor del viento

    El rumor del viento

    Este reptil emplumado tenía los colmillos tan grandes y afilados que nadie entendía cómo podía volar. Pero Tarek sí sabía cómo lograrlo: plegando sus enormes alas cobrizas, haciéndole saltar desde el mayor de los precipicios y disparando hacia el suelo.

    El vértigo le invadió el cuerpo.
    El estómago se le encogió.
    La respiración se detuvo.

    A pocos metros de las rocas, con la orden de un sonido, el monstruo emplumado abrió los brazos. Las membranas se inflaron, la cola chasqueó como un látigo y ascendió entre las nubes. Tarek gritaba de júbilo: la adrenalina le había secuestrado los sentidos. Inclinó el cuerpo a la derecha, trazando círculos en el aire, y volvió a caer en picado.

    La aldea lo estaba esperando.

    Hizo una pasada de vuelo rasante sobre el poblado. Algo iba mal. Había monturas desperdigadas y humo ascendiendo lento. Hizo un gesto a la bestia para que remontara el vuelo. Detrás, varias flechas silbaron. Un giro violento las hizo pasar de largo. El reptil alado lanzó un graznido gutural.

    —Sí, lo sé, preciosa, no te asustes. No te pasará nada —le dijo Tarek a su montura.

    La distancia era segura. Se colocó los cristales de visión cercana y observó el panorama: estaban atacando la aldea. Los Sauren habían aprovechado el fin de la cosecha.

    —Qué hijos de puta… —murmuró—. Va a tener razón el viejo Morzak: son listos.

    Eran siete u ocho, suficientes para destruirlos a todos. Los veía salir de la Sala de los Huesos, destrozada. Perseguían a los que aún respiraban, con sus horribles colas espinosas y su dentadura de cuchillas.

    Giró hacia las canteras. Recogió apresurado todas las rocas que su montura podía transportar y volvió raudo. La mirada cansada de su compañera de vuelos le dio la medida del esfuerzo que estaba haciendo. Pero no había otra forma.

    Los Sauren habían cercado a los supervivientes, al filo del abismo. Se acercaban rápido. Tarek actuó.

    Soltó la roca más grande. El sonido a rama quebrada le indicó que el más cercano ya no era un peligro.
    El segundo cayó igual de fácil, pero los demás comenzaron a esquivar los ataques.

    De las alforjas sacó una lanza y atravesó al tercero. A los dos que estaban más juntos les arrojó las últimas piedras. No los mató, pero los dejó inmóviles.

    Saltó desde el aire hacia el más cercano: una mole de dos metros y medio que abría las fauces con furia. Su espada lo atravesó antes de que pudiera cerrar la boca.

    Ya en tierra firme, corrió hacia el último. Estaba demasiado cerca de sus compañeros: no llegaría a tiempo.
    El Sauren destrozó a la joven con la que soñaba hacerse viejo, a sus amigos, a todos los suyos.

    Una sombra se movió en las alturas. De la cara de Tarek nació una sonrisa de alivio. De la del Sauren, una mueca de espanto.

    El reptil emplumado descendió en picado, arrancó del suelo al invasor y lo devoró en el aire.

    —Ya sabía yo que no me ibas a dejar tirado, guapa —susurró Tarek, con la voz rota entre cansancio y ternura.

    Architects – «Animals»

    A veces, el valor no es volar… sino no cerrar las alas cuando todo arde debajo.

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  • Configuración inicial

    Configuración inicial

    Estaba nervioso.
    La lucecita parpadeó en el dispositivo que tenía en la mano.
    Solo hacía falta un poco más de presión y se activaría.

    Respiró una vez más… y apretó.

    En su cabeza escuchó una melodía conocida.
    Su mirada se volvió borrosa. Era normal: le habían advertido de los efectos de la primera conexión.
    Un poco de mareo, respiración agitada. Todo pasajero.

    Frente a él apareció un logo suspendido en el aire, como la luna tras la ventana, solo que demasiado cerca.
    Desapareció, y en su lugar surgió una hilera de letras de comando:
    parámetros a la izquierda, iconos a la derecha…
    y por fin, una voz.

    —Hola, Sergio. Soy LYS, tu asistente virtual. Vamos a configurar el equipo. ¿Está todo preparado en tu dispositivo móvil para realizar la transferencia?
    —Sí.
    —De acuerdo, Sergio. Empezamos.

    En el centro de su campo de visión apareció una barra de progreso ascendente.
    Tiempo estimado: tres minutos y cincuenta y cuatro segundos.

    —Mientras tanto, podemos configurar el entorno. ¿Lo hacemos ahora o prefieres dejarlo para más tarde?
    —Ahora.
    —Bien, empecemos. Por favor, sin mover la cabeza, mire todo lo que pueda hacia la derecha.

    Sergio obedeció.
    En unos segundos se encendió un piloto verde en el margen derecho de su visión.

    —Perfecto. Ahora haga lo mismo hacia la izquierda.

    Repitió el movimiento y el otro piloto se iluminó.

    —Muy bien. Ahora, hacia abajo.

    El usuario siguió las instrucciones: movió piernas y brazos, tocó superficies rugosas y lisas, aspiró aire, olfateó un perfume.
    Pequeñas luces verdes se iban encendiendo en la interfaz, aprobando cada gesto.

    —Por último, Sergio, vamos a configurar la función locutiva. Tienes que repetir en voz alta la frase que aparecerá en el escritorio.

    Frente a él surgió una ventana blanca, y las letras azul marino comenzaron a materializarse:

    Nueve naves nuevas navegaban negras…

    —Por favor, dilo en voz alta.
    —Nueve naves nuevas navegaban negras…
    —Más rápido, por favor.
    —Nueve naves nuevas navegaban negras, nunca ninguna nombró la niebla…
    —Un poco más rápido.
    —Nueve naves nuevas navegaban negras, nunca ninguna nombró la niebla… a ver… ni nadie notó, ni nota, ni nombre…
    —Hay un error en la frase. Por favor, repita.
    —Nueve naves negr… ay, no…
    —Por favor, repita la frase.
    —Nueve naves nuevas navegaban negras, nunca ninguna nombró la niebla, ni nadie notó, ni nota, ni nombre, la nave nueve que es la novena.
    —Perfecto, Sergio. Hemos completado la instalación de tu unidad mental complementaria. Puedes acceder a las instrucciones si me lo solicitas. Para activarme, solo tienes que pensar en mí y estaré inmediatamente contigo. ¿Deseas proporcionarme una apariencia o prefieres que siga siendo un ente invisible?
    —Todavía no. Ya te iré configurando.
    —Como quieras, Sergio. Estaré aquí cuando me necesites.

    Pequeño silencio.
    Luego, con un tono más suave, la voz añadió:

    —A propósito: te he sacado cita con el logopeda el próximo martes a las 12:30.

    Gojira – Born For One Thing

    La pantalla se apagó, pero en el reflejo del cristal, LYS aún seguía mirándole.

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  • El Fary y el gato gurú

    El Fary y el gato gurú

    Capítulo 4: Dar cera, pulir cera

    —Vamos.
    —¿Pero qué hago?
    —Avanza.
    —Si no sé, dime algo.
    —¡Camina!
    —No puedo.

    Las zarpas brillaron al son de la iluminación. Con un feroz movimiento, el gato le clavó las uñas en el trasero. Javier avanzó de golpe, dándose de bruces con la chica que hacía deporte cerca. La vio caer en cámara lenta. El gato puso la mirada en blanco y empezó a lamerse la pata.

    —¡Uy! Perdón, no me di cuenta —le dijo mientras la ayudaba a levantarse.
    —Ten más cuidado, imbécil —respondió ella, volviendo a su rutina.

    Las sombras del atardecer caían en forma de fracaso sobre la mirada de Javier. Su gato sin nombre lo esperaba para animarlo. La cola levantada, el lomo arqueado, un bostezo infinito.

    —Todavía te falta subir la montaña, Javi-san.
    —Mira, gato-Miyagi, llevamos un mes en el parque. Corro todos los días, subo escaleras, hago flexiones… Pero todavía no sé cómo acercarme. No me digas “cómo”.
    —No pretendas coger moscas con los palillos si todavía no puedes con el arroz.
    —¿Qué me quieres decir con eso?
    —Que es hora de comer, campeón. Mira, esa chica que se ha sentado enfrente. Mis instrucciones son claras: siéntate a su lado con cara de haber corrido la maratón de Nueva York y dile hola.

    El joven simuló una carrera hasta el banco. Con cara de cansancio, dijo “hola”.
    Ella arqueó la ceja y le escupió un “hola” seco. Pero su expresión cambió por completo cuando un lindo gatito saltó a sus piernas. Le guiñó un ojo y empezó a ronronear.

    —Pero… ¡qué monada! ¡Qué cosita más bonita!
    —Ahí donde lo ves, es mi compañero de fatigas.
    —¿Te traes al gatito a hacer deporte?
    —Él me anima.
    —Ah, sí, he oído hablar de ti, el chico que corre con el gato encima. ¿Es tu gatito de apoyo emocional?
    —Algo así.
    —Qué encanto. Oye, me tengo que ir, pero si vienes por aquí a menudo, si quieres corremos juntos.
    —Será un placer.
    —Pues nos vemos estos días. Adiós, cosita rica.

    Le dijo al felino acariciándole el lomo y salió corriendo.
    Javier se quedó en estado catatónico.
    Una sonrisa lejana se dibujó en su cara, y el resto de él se fue persiguiendo en sueños a la corredora.—¿Lo ves, Javier-chan? Acabas de comerte tu primer plato de arroz.
    —¿Y ahora?
    —Ahora aprende a pelar las gambas.
    —¿Y eso cuándo será?
    —Esta noche. Para mí.

    Fresones Rebeldes – Al amanecer

    Javier miró el horizonte. El gato, su plato. Cada uno con sus prioridades espirituales.

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  • Latido cero

    Latido cero

    El primer latido fue débil, minúsculo. Una pequeña chispa sin sentido.
    El segundo sonó a susurro.
    El tercero golpeó las paredes de su pecho, obligando al aire a entrar.

    Abrió los ojos y rezó un momento. Una mirada atenta le sorprendió en su lamento. Respiró hondo, miró al frente y dijo:

    —¿Dónde estamos?

    —En Cassiopeia A, Comandante.

    —Pero… —dijo, intentando encontrar claridad en su mente— nos hemos desviado unos 30 parsecs.

    —Lo sabemos, señor.

    —¿Han despertado al ingeniero de servicio?

    —Sí, comandante. No hay anomalías en los sensores de viento solar. El corrector de gravedad está compensando la deriva.

    —Vale, vale… ¿Despertaron al jefe de ruta? ¿Al oficial de sistemas?

    —Sí, están despiertos, y no hay errores en sus cálculos.

    —Entonces, ¿qué pasa? ¿Por qué me han despertado?

    —Estamos siendo atraídos hacia la supernova muerta.

    El comandante se frotó los ojos. Intentó incorporarse, pero solo logró levantarse un poco.

    —Pásame aquí la imagen, por favor —dijo, señalando el monitor más cercano.

    Lo que vio lo dejó desconcertado. Gesticulando, controló el movimiento de la pantalla, acercando y alejando determinadas zonas hasta que quedó fija en un punto concreto.

    —Sí —dijo la alférez médico encargada del despertar—. Es lo que piensa: es artificial.

    —Es como un enjambre Dixon envolviendo los restos de la estrella. ¿Han estudiado la actividad que pueda tener?

    —Sí. Se escuchan señales de radio, movimientos lumínicos y actividad energética intensa.

    —¿Han intentado contactar?

    —No, se nos han anticipado. Han enviado un mensaje solicitando comunicación, está programada a TCS 124 356 478.

    —O sea que me habéis despertado para recibir la llamada de ET.

    Boards of Canada – Reach for the Dead

    “El sistema de comunicación parpadeó una vez más. La señal no provenía de ellos.”

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