Autor: DeOniros

  • El lugar donde comienza el invierno

    El lugar donde comienza el invierno

    La primavera fue un suspiro.
    El verano intentó aferrarse a mi pecho y se desplomó convertido en grito.
    El otoño llegó en viento:
    suspiro frío, hojas cayendo,
    nostalgia de tus dedos en los míos,
    distancia de sal,
    miedo al olvido.

    Mi voz quiso hacerse canto,
    y se quebró en el intento.

    La tarde se hizo bruma
    y ocultó la arena de la playa,
    la que guardaba mis pasos
    cuando aún recordaba tu mirada.

    Me quedé con el sabor dulce del trayecto,
    del adiós que se deshizo en tus labios
    mientras caminaba hacia el puerto.

    Y me quedé varado.

    Entre humo y pasos de ciego
    resistiendo en silencio.
    Acaricio el muro que un día me rompió
    y que ahora sostiene mi peso,
    guiándome lejos,
    hacia el murmullo tibio del riachuelo
    que marca el ascenso
    hasta el lugar secreto
    donde ya se ve el invierno.

    Beacon – Fault Lines

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  • Los tres reflejos. Capítulo 5: Perfect Day

    Los tres reflejos. Capítulo 5: Perfect Day

    Laura deslizaba imágenes en su móvil. Pero su mirada estaba lejos, más allá de la pantalla; perdida en otra órbita, en ese imposible movimiento de tres cuerpos que parecía empeñado en repetirse.
    La reproducción se detuvo un instante y dejó escapar el audio del reel. Una sonrisa le tembló en la boca.

    Just a perfect day. Drink sangria in the park…

    Marta no podía vivir en silencio. El silencio la roía, le subía por la nuca. Volvió a dar “play”. No recordaba aquel vinilo que nunca quitó del tocadiscos. Temió un pinchazo en el pecho y quiso mover la aguja. Pero esta solo avanzó unas líneas, dócil, y la canción continuó.

    And then later, when it gets dark, we go home…

    Pedro conducía sin rumbo. Sin prisa por llegar a ningún sitio. Las noticias pasaban ante él como lluvia en un parabrisas: ruido, nada más. En la entrada de la autopista dejó atrás al locutor, apretó el botón del dial. Surgió una canción vieja, un espejismo de tiempos que ya no sabía si le pertenecían.

    Just a perfect day, feed animals in the zoo…

    Los tres escucharon la misma canción.
    Los tres, en puntos distintos del mapa y en un mismo punto del alma.
    Lou Reed suspiró desde su tumba y se puso las gafas de sol para mirar la casualidad.

    Then later a movie too, and then home…

    Los tres empuñaron el teléfono. Marcaron.
    Comunicando.
    Después, las llamadas perdidas.

    Oh it’s such a perfect day…
    I’m glad I spent it with you…
    You just keep me hangin’ on…

    En el arcén, los cristales de Pedro se cubrieron de lluvia. Y la memoria, aprovechando el hueco, le devolvió aquel día entre risas y juegos.

    —Seis, cinco. Bebes tú —dijo Laura señalándolo.
    —¿Yo otra vez? Voy a acabar mal… —Pedro casi pudo saborear el trago que ya no tenía en la mano.
    —Me está entrando sed —dijo Marta, mirando su vaso vacío—. Relleno la jarra y cambio el disco. Este va a suplicar clemencia como siga girando.
    —¿Qué vas a poner? ¿The Clash, como esta tarde? —preguntó Laura.

    Las dos sonrieron con esa complicidad que a veces da vértigo.

    —A ver —dijo Marta—. ¿Cuál es la balada que no te cansarías de escuchar?
    —Tengo muchas… Como Ever Flow, de Pearl Jam…
    —No, balada —insistió Marta—. Las baladas envejecen rápido. Se pegan a los sentimientos, y los sentimientos… mudan de piel.
    —Yo he salido con otras chicas y me ha pasado igual con la misma balada —dijo Pedro sirviendo los vasos.
    —Sí: la de Holiday de Scorpions —respondió Marta.
    —¡Es verdad! Siempre estabas con esa cursilada —rió Laura—. La única que no me cansa es Perfect Day. Es profunda y no va de amor.
    —Sí que va de amor —dijo Pedro, teatral, ofendido.
    —Va de amor —confirmó Marta—. Pero a las drogas.
    —Para mí va de desamor —replicó Laura—. Pero con ese golpe dulce de recordar lo bueno.

    El teléfono de Pedro empezó a sonar. Era Laura.
    Puso el manos libres, pero el WhatsApp se encendió antes de que pudiera arrancar.

    —Hola, Laura. ¿Cómo estás?
    —Bien. Estaba escuchando una canción y me acordé de ti. ¿Tienes las ideas claras?
    —Estoy hecho un lío. ¿Tú no?
    —Yo no. Yo tengo claro lo que quiero.

    Chat paralelo
    Marta: ¿Ya no me respondes las llamadas?
    Pedro: Te estaba llamando ahora. Comunicabas. ¿Podemos hablar?
    Marta: Te echo de menos.
    Pedro: Y yo a ti.

    —¿Y si quedamos? —propuso Pedro.

    Marta: Vente a casa.
    Pedro: Voy para allá. Pero estoy lejos.

    —Podemos quedar, sí —dijo Laura—. Pero también deberíamos hablar con Marta.
    —Voy a verla ahora.
    —Voy yo también.
    —Déjame ir primero, y luego vemos.

    Laura colgó. Miró las gaviotas cruzando el cielo y llamó a Marta.

    —Hola, Laura.
    —Te estuve llamando.
    —Y a mí me dio miedo responder.
    —Tranquila. ¿Estás bien?
    —Estoy hecha un lío. Te echo de menos… pero también a Pedro.
    —¿Y eso es malo?
    —No te entiendo.
    —¿Podemos quedar?
    —He quedado con Pedro. ¿Nos vemos después?
    —Creo que voy para allá.
    —Pero deja que hable con él antes.
    —Estoy en la costa. Tardaré un rato.

    Marta quiso dejarse llevar por la música, pero los nervios eran más fuertes. Le arañaban el vientre como un gato impaciente. Quería dormirse y despertar cuando alguno llegara. Le daba igual cuál. Solo quería que alguien rompiera la grieta del silencio. El tiempo a solas solo le enseñó una verdad: no quería estar sola.

    Pedro aceleraba. Se había ido demasiado lejos. Ahora debía desandar ochenta kilómetros. Lluvia, carreteras secundarias, un coche que avanzaba lento y una mente que corría demasiado.
    ¿Y si ellas habían decidido que estaban mejor sin él?
    ¿Y si perdía a las dos?
    No sabía qué iba a pasar. Solo sabía que la herida empezaría a cerrar cuando la viera.

    No.
    Cuando las viera a ellas dos.

    Suspiraron al mismo tiempo, sin saberlo.

    Pedro subió las escaleras de dos en dos. Perdió al subir el norte y la respiración. Laura estaba allí, frotándose el frío de las manos. Mirando el timbre como si pudiera adivinar el futuro. Con la tripa hecha un nudo.

    —Hola, Laura —dijo Pedro con la respiración golpeándole el pecho—. ¿No te dije que esperaras?

    Se abrazaron. Se negaron el beso. Llamaron al timbre. Él no quiso usar la llave: sentía que no tenía derecho.

    Marta abrió. Quiso abrazarlos a los dos. Su cuerpo fue más sincero que su cabeza.

    —Entrad.

    Se desplomó en el sofá. Las ojeras le brillaban con lágrimas recién peleadas.

    —¿No ibais a venir por separado? Ahora no sé a quién abrazar.

    Pedro dudó. Laura no. Ella entendió antes lo que Marta necesitaba.

    —Ven aquí, Pedro —dijo Laura, firme y suave—. Ahora, lo que necesita Marta.

    El abrazo fue torpe. Tenso. Raro. Se separaron.
    El silencio se espesó. Laura lo rompió.

    —No os entiendo.
    —¿Qué no entiendes? —preguntó Pedro.
    —Esto es mejor en el suelo. Así se habla mejor. En triángulo.

    Marta sonrió apenas.

    —¿Vas a hacernos terapia de grupo?

    —Algo así. A ver, Pedro: te gusta Marta. La quieres. Te atrae. Te cae bien. Pasáis buenos ratos. ¿Sí?

    —Sí…

    —Y tú, Marta: ¿sientes lo mismo? ¿Le has echado de menos? ¿Te lo comerías ahora mismo? ¿Querrías que lo vuestro no terminara?

    —Sí… pero…

    —Ahora vamos con los “peros”. Marta: ¿te gusto? ¿Te caigo bien? ¿Te atraigo?

    —S… sí —susurró Marta.

    —¿Y tú, Pedro? ¿Te gusto? ¿Te haces bien conmigo?

    —Sí.

    —Vosotros me gustáis a mí. Los dos. Marta me ha hecho descubrir un mundo. Pedro, desde siempre. Incluso cuando yo fui la que te dejó —dijo Laura, sin apartar la mirada.

    —Pero habrá que elegir —dijo Pedro.

    —Sí. Elegir lo que menos nos rompa.

    —No sé si es… —Marta tragó aire.

    —Te lo pregunto así —dijo Laura—: ¿tienes algún motivo para odiarme? ¿Crees que puedo hacerte daño?

    —No.

    —¿Y tú, Pedro? ¿Crees que puedo haceros mal?

    —Creo que no.

    —Yo quiero estar con vosotros. Pero si alguno no puede, o no quiere, desapareceré. No seré un estorbo. ¿Queréis pensarlo a solas?

    Marta y Pedro se miraron.

    —Sí… déjanos pensar. Pero…
    —Quédate esta noche —dijo Marta.

    —¿Me dejaréis ir por ropa para mañana?

    Laura se levantó para salir, pero Marta le sujetó la mano. Firme y dulce.

    —No. Te dejo algo mío.

    Extremoduro – Buscando una Luna

    Ilegales – Destruye!

    Marta miro el disco, una versión extraña grabada en directo, sin pausa para los surcos, sin sello de la discográfica. Lo deposito con cariño en el aparato y pulso para que la aguja se enamorara de la rugosidad del surco.

    – Que triste, ayer cayó Jorge Martinez y hoy Robe.

    – ¿Quen es Jorge Martinez? – Pregunto Laura cuando empezo los vitores del concierto que estaban reproduciendo.

    – El calvo de Los Ilegales.

    – Joder, ¿También ha muerto?

    – Si, se van los mejores.

    – Como Pedro, que se va siempre de viaje de trabajo sin llevarnos.

    – Hablando de Pedro… ¿Has pensado si te gustaría tener hijos?

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  • La granja azul

    La granja azul

    Aquí no había tardes. No había noches. Solo un resplandor de sol eterno y una esfera azul flotando entre miles de estrellas.
    Él se detenía a meditar unos instantes, en silencio, en su amanecer perpetuo, contemplando el firmamento.

    Pero hoy algo cambió.
    Una estrella fugaz se convirtió en un aparato. Cayó despacio desde el cielo oscuro y se posó cerca, como un insecto extraño.
    Él siguió sentado en su mecedora, esperando el encuentro.


    En Houston le habían hablado de la anomalía.
    La misión oficial: estudiar el terreno lunar.
    La real: averiguar qué demonios era aquella estructura que habían detectado. Una cúpula brillante del tamaño de un campo de fútbol.
    Las imágenes satelitales no lograban revelar nada más.

    Sospechaba encontrar algo extraordinario.
    Pero jamás habría imaginado esto.

    El astronauta se detuvo frente a la cúpula. Parecía cristal de copa fina, pero de cerca no era cristal en absoluto: era… nada. Aire sólido. Un borde sin borde.

    Dentro, árboles frutales, cultivos: lechugas, tomates, algo parecido a berenjenas, arbustos desconocidos. Dos ovejas. Un perro. Y un burro con cuernos que masticaba con dignidad lunar.
    Toda una granja protegida por un campo invisible.

    En el porche de una casa de troncos, un hombre con barba anaranjada y sombrero de paja viejo lo miraba. Le hizo señas.

    El astronauta dudó, pero entró. Caminó hasta la entrada.
    Allí lo esperaba aquel imposible habitante de la Luna.

    —Buenos días.
    —Buenos… días —respondió el astronauta, la luz de su casco iluminándole el rostro.
    —Lamento no poder ofrecerle nada; no esperaba visita. Pero por aquí hay oxígeno de sobra. No le cobraré el que use.

    El mensaje estaba claro.
    Se quitó el casco. Su rostro asiático, serio, casi temblando, quedó al descubierto.

    —Usted dirá —continuó el habitante lunar.
    —No sé por dónde empezar.
    —Por el principio, hijo, por el principio.

    —No esperaba encontrar a nadie viviendo aquí. ¿Qué hace en la Luna?
    —Ah, pues soy granjero y vivo aquí.
    —Ya… ya veo que tiene una granja. Lo que no entiendo es cómo puede… vivir aquí.
    —Pues sin muchas comodidades, hijo. Pero es el mejor sitio que encontré.
    —Le aseguro que abajo hay lugares mejores —dijo el astronauta señalando la Tierra.
    —¿Eso? No, no. Esa es solo mi casa. La granja está allí —respondió él, señalando el mismo punto.

    —¿Va todos los días a trabajar allí?
    —Rara vez. Lo controlo desde aquí.

    —No entiendo nada.
    El granjero se rascó la barba, pensó un instante.—Me advirtieron que esto podía pasar.
    —¿Quiénes?
    —Los que me contrataron. No creerá que puedo costearme un planeta.
    —¿Y qué le dijeron que hiciera si aparecíamos?
    —Que empezara el proceso de recolección de la cosecha.

    Oklou – unearth me

    Y tú… ¿qué harías si lo extraordinario te recibiera con un “buenos días”?

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  • Algo en que creer

    Algo en que creer

    —Creo que les mandaron un listado con lo que yo podía comer y lo que no.
    —Claro que sí. Lo que en ningún sitio ponía es que tu alimento debía ser crudo.
    —Perdón, padres de intercambio, pensé que ya lo sabían. No se preocupen, llevo alimento biofilizado por si acaso.
    —Tranquilo, te prepararé una ensalada. Dios mío, qué confusión tan extraña.
    —¿Dijo “Dios mío”? ¿Ustedes también tienen creencias religiosas?
    —¿Ustedes no?
    —Oh, sí. Tenemos al dios Día y a la diosa Noche.
    —Qué interesante, tenéis dos dioses. Aquí solo creemos en uno.
    —En verdad son varios. La diosa Noche tuvo muchos hijos con el dios Día. Hasta que un día pensaron que lo mejor era vivir en reinos separados, por el tema de la superpoblación. El dios Día se quedó en el día y la diosa Noche se quedó en la oscuridad. Ella cuida de sus hijos, que son las estrellas.
    —Nuestro Dios solo tuvo un hijo: Jesucristo.
    —¿Y qué le pasó a la diosa?
    —¿Qué diosa?
    —Si tuvo un hijo tendría que haber una hembra, ¿no?
    —Bueno… lo tuvo con una chica. Se llamaba María.
    —¿Y cuando estuvo con ella vuestro dios no quemó todo vuestro mundo?
    —¿Qué? Nooo. Nuestro Dios no… Además no fue él. Envió a una paloma.
    —¿Fue un pájaro quien fecundó a la humana que dio a luz al hijo de vuestro dios? ¿Cómo era? ¿Tenía pico y plumas?
    —Nooo. Era como nosotros. Tenía barba y pelo largo. No dejan claro cómo fue el proceso. Pero fue algo más bien espiritual.
    —Ah. Es que nuestros dioses son muy… físicos. Dios es el sol. La Diosa es el planeta que orbitamos. Creo que nuestra carrera espacial fue una búsqueda de Dios. Los primeros en llegar se quemaron y hubo un episodio de ateísmo entre los nuestros.
    —Normal. Qué complicado, ¿no? Esperarse encontrar un ser todopoderoso y descubrir que es una bola de fuego.
    —Peor lo tuvo la pobre que esperaba ser fecundada por su dios y se encontró una paloma.
    Espíritu Santo.
    —¿Qué?
    —Que la paloma se llama Espíritu Santo.
    —Pues peor todavía: el fantasma de una paloma.

    El joven extraterrestre de intercambio se quedó pensativo. Sus grandes ojos violetas parpadearon despacio. Su expresión denotaba preocupación.

    —Vuestro proceso reproductivo no tiene que ver con las aves… ¿verdad?

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  • Lienzo en blanco

    Lienzo en blanco

    Acaricié la pantalla en busca de una frase.
    Blanco.
    Hubo un instante blanco con parpadeo en el inicio.

    Aguanté la respiración con impaciencia.
    Comenzó a moverse solo.
    El sonido fue al compás: menudas pisadas que golpeaban el lienzo antes de haber nacido.

    Y ahí estaba.
    Un huevo.

    Era de colores sintéticos, con un resplandor latente.
    Aumentó de tamaño en dos pulsaciones y se agrietó.

    Parecía un dinosaurio.
    Parecía un lagarto.
    Parecía algo nuevo.
    Sin clasificar.
    Sin intención de seguir creciendo si yo no lo alentaba a hacerlo.

    Quiso llamarse kayiriku o terikame.
    Pero yo no quise ponerle un nombre.
    Lo quería libre, que solo viniera cuando quisiera, no cuando lo llamo.

    La magia del verbo reventó el huevo.
    Lo hizo lento, como el marchitar del otoño.
    Pestañeó al verme pidiendo alimento.
    Y lo alimenté con adjetivos.

    Fue patoso, simpático, extraño de narices.
    De camino lento y mirada cálida.
    Lloraba sin descanso por una sonrisa tuya.
    Con ganas de aventura.

    De tanto saltar le salieron alas.
    Y voló con ganas, surcando el cielo estrellado.
    Se confundió un instante con una estrella fugaz y desapareció.
    Buscaba el planeta perfecto para llamarlo hogar y crecer contento.

    Banshee – Birth of Venus

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  • Solo un suspiro

    Solo un suspiro

    Suspiró a través de la ventana.
    Deslizó su melena al viento, exhalando un canto urgente al delirio del cielo. Soñó que se desvanecía sin remedio.

    Suspiró de nuevo.

    Y lo miró fijamente: su caminar pausado, el sudor en la frente, la contracción de sus brazos. Un gemido leve, un esfuerzo bárbaro.

    Imaginó su verbo vivo, su pelo al viento, su rostro herido; erguido en su sentimiento.
    Ella en sus brazos, abrazando su cuerpo.

    El sol brilló en sus pupilas.
    En sus manos, un saludo: Te quiero, mi vida. Aunque no pueda subir a demostrártelo.

    Su sonrisa fue triste; su olvido, certero.

    Una lágrima cayó desde el balcón al suelo.
    Y su mirada se marchó.

    Maria Rodés – Oscuro Canto

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  • Dulce aroma de invierno II

    Dulce aroma de invierno II

    Aquel día, mi suerte se esfumó entre monedas de céntimo.
    Se agrietó la tarde cuando te fuiste, y por la noche morí entre las sábanas, congelado. Me velaron en primavera, pero resucité en verano.

    Y me marché con lo puesto hacia un horizonte olvidado.

    El destino me encontró trazando círculos sobre un lienzo salado.
    Espuma de mar frente a mí; a mi lado… un misterio.

    —¿Estás escribiendo una novela?
    —No. Solo pensamientos.
    —A mí también me gusta escribir.
    —¿También lo haces aquí? Frente a la costa.
    —A veces. Quizás en cualquier sitio.
    —A mí me inspira un paisaje bonito.

    El rumor de una ola nos envolvió en el aroma del mar. Hablamos. Quedamos para desayunar. Y nos despedimos en la oscuridad que nos había atrapado.

    Al alba, nos encontramos de nuevo, atraídos por el aroma de un café humeante. La vi sentada.

    —Pensé que no ibas a venir.
    —Perdón… hacía noches que no dormía bien, y esta mañana no quiso soltarme.
    —Todo sea por un sueño.
    —Y por que persista despierto.

    El ruido de las tazas nos desterró a la bahía. Quisimos sentirnos extraños en el oleaje, pero sentí que ya la conocía. Ironías: quise estar solo y el mundo me mandó compañía.

    Perseguimos gaviotas con la mirada. Reímos por heridas absurdas. Recitamos párrafos prohibidos. Deliramos con la idea de habernos encontrado en páginas pasadas.

    Quisimos caricias, pero quedaron en verso. En el filo del tiempo se nos atragantó el deber.

    —Me tengo que ir mañana.
    —¿A dónde?
    —Lejos. Tengo que volver a casa.
    —¿Volverás?
    —Quizás… pero no pronto.
    —Llévame.
    —¿Qué?
    —Que si tú quieres, yo me voy contigo.
    —Pero si no nos conocemos.
    —No. Pero si es la única manera de hacerlo… estoy dispuesto a correr el riesgo.
    —Vas un poco rápido.
    —Tal vez, pero no hay tiempo. Y no quiero quedarme con el “qué hubiera pasado”.
    —Te propongo un trato: pasemos una noche inolvidable.
    Y al amanecer, ya veremos.

    Y en la orilla del mar, nos atrapó la luna.

    Travis Birds – Peligro

    si la luna nos atrapó aquella noche, que sea el alba quien decida lo demás.

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  • Dulce aroma de invierno

    Dulce aroma de invierno

    El invierno se precipitó entre luces parpadeantes.
    No fue bien recibido: fue inevitablemente aceptado.
    El dolor de tripa hizo el resto y lo arrastró hasta ese lugar tan frío, donde cosían con hilo negro la agonía que trae el destino.
    Era hora de dormir para despertar nuevo.
    O tal vez, para no hacerlo.

    Suspiró lento. Se aferró al sonido que lo mantenía vivo.
    Imaginó agarrarse a la tierra, al aire, a la raíz de un árbol… pero se desvaneció pronto y comenzó el sueño.

    —Todo va a ir bien —decía alguien, blandiendo una aguja.
    —No pasa nada —susurraban las máquinas.
    —Tranquilo… —dijo su corazón, agotado de galopar.

    El olor a desinfectante y el silbar de los aspiradores se fueron apagando.
    Se volvieron calor.
    Calor de manos en la frente.
    Abrasos que te devuelven al cielo de la infancia.
    Aroma de clavos y miel, de anís y fuego.
    La textura de la harina en las manos hábiles, arrugadas por el tiempo.

    Se vio niño, en aquella casa.

    —Hola, mi niño.
    —¿Abuela? ¿Eres tú?
    —¿Quién voy a ser si no?
    —¿Estoy muerto?
    —Oh, no. —Entornó la mirada y sonrió—. Siempre tan dramático.
    —Entonces… ¿por qué estoy aquí?
    —No estás aquí. Yo solo quería que comprendieras que no estás solo. Que la vida fluye, y que lo malo casi siempre tiene remedio.
    —¿Entonces…?
    —Despertarás. Y sanarás.
    —Y me perderé tus roscones de vino…
    —Y ganarás una sonrisa cuando abras los ojos.

    La figura de la anciana empezó a desvanecerse.

    —Espera, abuela… dime qué pasa luego. ¿Qué hay cuando ya no estemos?
    —¿Y perder la sorpresa? —rió—. Mejor espera. No pienses en eso.

    La voz se alejó hasta volverse un murmullo.
    Se confundió con el ruido de las máquinas, las luces intensas y el zumbido del aire fresco.

    Una dama de bata blanca se acercó.
    En una sonrisa radiante le dijo:

    —Ya pasó lo malo. Todo fue bien. Ahora toca reposo.
    —¿Qué pasará ahora?
    —Tranquilo. Yo cuidaré de ti.

    Popol Vuh – Kyrie

    Sonrió. Todo estaba bien. O al menos, eso quiso creer cuando el silencio volvió a quedarse a su lado.

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  • Los tres reflejos. Capitulo 4: El Kinito del deseo

    Los tres reflejos. Capitulo 4: El Kinito del deseo

    —¿Recuerdas las acampadas en el lago? —dijo Pedro sonriendo a Laura. 

    —Parece una canción de Melendi —observó Marta, con el ceño ligeramente fruncido—. 

    —Éramos muy críos —puntualizó Laura, sacándole la lengua a Marta—. Hacíamos locuras como bañarnos desnudos en primavera. 

    —Pues allí debía hacer frío —comentó Marta en voz alta—. En pleno Somiedo. 

    —Salíamos encogidos, pero el frío se quitaba jugando —dijo Pedro, sosteniendo la mirada de Laura. 

    —El juego iba antes del baño —aclaró Laura—. Era un juego de dados. ¿Te enseñó Pedro a jugar al Kinito? 

    —No. 

    —Espera, que creo que guardo algo. —Laura sonrió, mientras Pedro abría el armario bajo la escalera. Entre estanterías recién ordenadas encontró un cubilete de cuero bordado y un par de dados blancos. Lo agitó con cuidado y, de un golpe, los dejó sobre la mesa. 

    Las dos lo miraron. Los dados hablaban por sí mismos. 

    —Ha salido doble seis. ¿Quién bebe? 

    —¿Te acuerdas de las reglas, Pedro? 

    —Con la de veces que las cambiábamos ya ni me acuerdo. Pero un doble seis es imbatible. 

    —Sí, pero no lo podías destapar y podías mentir —recordó Laura. 

    —Esperad, voy a preparar kalimotxo —dijo Pedro, levantándose. 

    Ambas se miraron. No estaban seguras de que beber ahora fuera buena idea; había secretos que el alcohol podía sacar a la luz. Pedro regresó con la jarra de la bebida morada y tres vasos de chupito, que tendió con una sonrisa. Marta agitó el cubilete con desgana. 

    —Empiezas tú, que eres la novata —le indicó Laura. 

    Golpeó la mesa y destapó. 

    —¡Ostias, 5 y 6! —dijo Laura. 

    —¿Y qué pasa? 

    —Bebe quien tú quieras. 

    —Pues hala, tú, por hablar. 

    Durante un rato, dispararon dados, bebieron el elixir de sus recuerdos e intercambiaron miradas cómplices. Quisieron hacer beber a Marta, pero ella se alió con el destino y fue la que menos alzó el codo. Cuando la jarra quedó vacía, Pedro tuvo una idea: 

    —Bueno, ¿qué? ¿Nos vamos de fiesta? 

    —Yo no conduzco ahora —dijo Marta. 

    —Hay una discoteca a diez minutos andando —apuntó Laura. 

    —La de música electrónica, ¿no? —preguntó Marta. 

    —Sí, fuimos el otro día y nos lo pasamos bien —sonrió Laura—. Venga, un ratito. 

    —¿Llamo un taxi? 

    —Mejor caminamos —dijo Pedro—. Así aprovechamos la noche. 

    Avanzaron hacia la diversión. Cantando viejas glorias callejeras, ofrendas al espíritu del vino y al calor de la barra del bar. En un instante, se reflejaron los tres en el escaparate de La Casa de Los Espejos. Se sorprendieron de la sincronía de sus manos, dejando un halo de misterio kármico, de sentimientos alados que pasaban de aliento a aliento. 

    Una copa más, un salto a la pista, luces de colores que vibraban en las paredes. Entre el rugir de los tambores se abrazaron al ritmo. Mezclaron sudor y licores, y salieron casi al amanecer, queriendo prolongar la noche. 

    —¿La última en casa? 

    —Mientras no juguemos de nuevo al Kinito ese, ya sabéis que os gano. 

    Subieron las escaleras con el cansancio de buscar calma y el fuego en los ojos, ocultando las ganas. Pedro miraba a Laura, Laura a Marta, Marta a ambos. Entrando en la casa quisieron fundirse entre ellos, hacer uno solo de sus tres cuerpos. El sereno les pidió calor. No se conformaron con un beso. 

    Un beso a tres los sorprendió en la cama. Entre mentes heridas por el licor y manos inquietas, crearon un sueño confuso, sin reconocer quiénes eran. No importaba nada, solo descargar lo que su instinto dictaba. 

    Despertó desnudo entre las dos damas. Quiso pensar, pero le dolía la cabeza. Dejó que el sol del mediodía le dijera qué pasaba. Salió de casa sin hacer ruido y se despidió con una mirada confusa. 

    Extremoduro – Al Día Siguiente

    «Y mientras la noche se apagaba, una chispa quedó encendida entre ellos… ¿quién se atreverá a soplarla primero?»

    Por si a alguien le interesa el funcionamiento del juego, el Kinito crea historias por el simple hecho de participar. En el blog de mariacabados lo explican con mucho cariño. Beban con moderación, por favor.

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  • Melodía de hiel y huesos

    Melodía de hiel y huesos

    Era solo huesos. Una sonrisa triste, una mueca de dolor en media risa y unos ojos azules que miraban sin mirar. Lo demás era piel arrugada y huesos. Garabateaba figuras imprecisas en una libreta mientras contestaba el teléfono. Ella lo creía grande, y se quedó solo con eso: polvo en su chaqueta de cuero y un gesto desconsiderado.

    —Otra vez frío, niña. Tráeme otro nuevo.

    Cuando, después de tanta pelea, le ofrecieron aquel trabajo, no podía creerlo. De niña lo escuchaba su hermana, y ella aprendió a escucharlo también. Aquel cantautor de mirada gris y sangre en sus palabras. Aquel que le arrancó más de una lágrima, que la rescató del abismo. Y ahora él necesitaba de sus manos. Alguien que le consiguiera lo que hiciera falta en plena gira por el mundo.

    Viajar, conocer lugares, personas, historias. Ese era su placer secreto. Pero conocer, cara a cara, al hombre que tanto había sentido en sus versos… ese era un sueño. Aunque ahora se le hacía denso. Pesado. Aguantar los caprichos de un genio era más duro que admirar su talento.

    Una palabra de más, escapada como un cuchillo silencioso, quebró su paciencia.

    —Inútil.

    Le dolió más en el intelecto que en el orgullo. En la capacidad para descifrar la luz dentro de un lamento. Se quedó inmóvil, pensando. Hasta que no pudo evitar hablar.

    —Ahora lo entiendo.

    —¿Qué entiendes? ¿Tus errores en tu trabajo?

    —No. Entiendo tu pena. Entiendo que cantes al amor perdido. Que supliques que vuelva. Que te sientas desolado.

    —No sé qué tiene que ver eso con que me des lo que te pido.

    —Nada. Tiene que ver con tu condena. Con tu destino.

    —¿Ah, sí? ¿Cuál es mi destino, lista?

    —Estar solo.

    Ella desaparecería de su vida. Nunca supo el motivo. No quiso mirar más allá de sus versos heridos.

    Y él siguió escribiendo su verdad en soledad.
    Sólo huesos, sí… pero la música seguía sonando para aquel amor fugado.

    Lord Huron – The Night We Met

    ¿Y si la melodía nunca fue suya, sino tuya?

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