
¿Y si Dios se había olvidado de ellos?
Grbuk caminaba cabizbajo.
Deambulaba sin ganas por las colinas encarnadas, rumiando pensamientos débiles como su estómago. Pensaba, sin demasiada fe, en el páramo de los espasmos. La autocompasión se le volvió pregunta, y el hambre la hizo imposible de responder.
Los ancianos lo repetían desde siempre:
Dios provee.
Y así ocurría.
A menudo llegaba un torrente alimenticio que irrigaba campos y ciudades. Lo llamaban la tormenta del zampar. Sucedía en ciclos temporales más o menos inexactos, siempre distintos. A veces un aluvión de proteínas y grasas; otras, un manantial de hidratos de carbono. Azucarado, cuando había suerte.
El infierno era la ausencia.
El tiempo sin alimento.
Llevaban una temporada de caudal pobre: comidas monótonas, insípidas, excesivamente líquidas. Rezaron. Suplicaron. Ofrecieron sus mejores cultivos como sacrificio. Nada.
La fuente de su subsistencia se estaba secando.
—Dios no nos ve —dijo alguien en voz alta.
En el principio de los tiempos, el mundo fue oscuridad.
Quizá aquello era una prueba. Quizá Dios solo los reconocería si brillaban con su máximo esplendor.
Y así lo hicieron.
Prepararon los fuegos artificiales más potentes de su historia.
Poco antes de iniciar la ofrenda de luces y colores, los recolectores del sur dieron la alarma. Habían visto en las inmediaciones una criatura mítica. Gigantesca. Grbuk los interrogó.
—¿Cómo es esa criatura?
—Es brillante —respondieron—. Una luz intensa que termina en un ojo. Y nos observa.
Grbuk asintió, solemne.
—Amigos… ese es el ojo de Dios. Hay que adelantar la ofrenda.
Los peregrinos, cargados con el polvorín ceremonial, rastrearon las colinas hasta encontrarla:
una serpiente plateada, alargada, con una luz fija en uno de sus extremos.
—Explosivo.

Susurra al abismo. Alguien, en algún sueño, escuchará.