Nada.
En ese momento no había nada.
Nada comprimido en un átomo
que colapsó en una décima de segundo.
Y estalló.
Y se expandió.
Y se quedó helado.
Del frío salió el calor.
El calor se transformó en materia.
Y la materia comenzó a emitir un sonido constante.
Tic tac.
Tic tac.
Las partículas giraban rápido y chocaban entre sí.
Se agrupaban y se dividían,
formando filamentos que se entrelazaban.
Giraban y se expandían, formando nubes de materia energética,
iluminando el espacio creciente.
Espirales.
Órbitas.
Caos sincronizado.
Cuerpos rocosos empujados al infinito,
avanzando, expandiéndose
en la oscuridad interminable.
Hasta que no hubo cadencia.
La inmensidad se volvió fría y dispersa.
El tiempo se congeló.
Las estrellas se apagaron
en explosiones de hielo.
La inercia se acabó.
Y empezó a caer.
A contar los segundos hacia atrás.
La roca volvió sobre sus pasos,
disgregándose en llamas,
acumulándose de nuevo en el espacio.
Cada vez más pequeño.
Cada vez más caliente.
Cada vez más denso.
Colapsando en sí.
Nada.
Nada en un átomo.

Susurra al abismo. Alguien, en algún sueño, escuchará.