Unas migas de pan fueron ofrecidas.
Todo un regalo.
Suficiente para bajar del trono
y querer devorarlas.

Él las amaba con locura.
Las concebía como bailarinas ruidosas que acudían siempre en compañía,
para estar un rato a solas,
para agradecerle sus golosinas.

Semillas, grano, legumbres.
Sabía bien lo que les gustaba.

Ellas quedaban danzando al compás de su soledad,
alimentándolo de vida marchita,
de esa que pronto se irá.

Y en su fatigado respirar sentía la emoción de la danza:
el vuelo cadente hacia sus manos,
la elegancia de pasos erguidos,
el vaivén atento de cuerpos asistiendo.

Cánticos de arrullo
tornados en despedida
con la puesta del sol.

Otro día más.

Volverá
con devoción.

Marea – Nuestra fosa

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