
El cielo se desplomaba en rabiosa desesperación, las agrietadas aceras de la ciudad, descoloridas por las oscuras nubes, no eran buen sitio para pasear aquella tarde de espanto mojado, como aquel niño. Al cruzar la esquina lo vio, estaba allí, empapado, en la entrada del callejón. Su rostro, descolorido por el triste paso del viento, expresaba lágrimas lavadas por el temporal. Tiritaba mirando al vacío suelo en una incomprensible plegaria.
– Pero… ¿Qué haces aquí solo?
No había palabras para su sufrimiento, su soledad se reflejaba en los descosidos de su calada ropa. Pensé que tiritaba de frío, pero era de miedo.
– Eh, niño, ¿tienes hambre?
Al acercarme, retrocedió unos pasos, y se adentró en el callejón.
– Espera, no te voy a hacer nada.
La bruma llegó de repente, inundando el suelo de misterio, perdiendo de vista a la figura del infante, que en su fuga formaba remolinos de su rastro.
– ¿Dónde estás? Solo quiero ayudarte.
El fin del callejón era una concentración de contenedores pegados a la pared, reino de gatos hambrientos y ratas huyendo ruidosas. Las paredes desconchadas enseñaban el ladrillo de la desolación del lugar. En un lateral una mancha roja pegada al muro. Se acercó curioso creyendo confirmar su temor.
– Qué coño… Sangre.
Un ruido le devolvió a la realidad. Detrás de él. La intuición le llevó por el camino del temor más profundo. Había algo raro entre la bruma, y en el asfalto se erguía la reconocida figura. Era él. El niño triste, de rostro frío. Parado esperando con una incógnita en la mirada.
– Tengo hambre.
Tristania – Cease to Exist
Susurra al abismo. Alguien, en algún sueño, escuchará.