
Las lágrimas lo delataban, incontrolables, rodando por sus mejillas, como nube de invierno. No les dejaba otra opción que escapar de las miradas de compasión de alrededor. Una vez en aquel minúsculo aseo, frente al espejo, quiso, de la manera más fría posible, recapitular en silencio, en los cinco minutos que Samuel tenía de descanso.
El pasado 18 de agosto, cumplió los cincuenta, padre de dos hermosas criaturas de once y trece años, una pareja estable, con sus diferencias y sus contradicciones, pero con amor y respeto y con un caniche color chocolate con el que compartía largos paseos al atardecer. Vivía en un piso y pagaba su correspondiente hipoteca, más el préstamo personal concedido para la reparación de su viejo auto, un sueño secuestrado por una entidad bancaria de unas vacaciones y la promesa financiada de un futuro mejor para sus hijas.
Futuro que no comparte la compañía de seguros donde trabaja, en la que las personas son números a sumar o restar, según les conviene, según les place. Él es un número alto, poco elegante, con mala adaptación para lo que se necesita ahora. Pero eso no es lo que le han dicho. En la reunión le han explicado un cuento sobre unos objetivos difíciles de llegar y sobre la dedicación y el esfuerzo ejemplares, como si no llevara décadas superándose año tras año, como si todo se resumiera al ahora y siempre.
Las caras jóvenes sonreían con codicia en la mirada y aire en la cabeza, las mayores con resignación. A la alta cúpula no le importaba nada, solo sabe de cifras que suben y bajan. A los del medio solo les interesa tener méritos y ser respetados, saber enseñar los dientes en una sonrisa feroz, dando dentelladas al aire para demostrar su instinto de devorador de almas perdidas.
I – Monstruo.
Samuel destiló sus lágrimas en rabia dulce y esta se volvió incontrolable, empujo la puerta del baño tan fuerte que estalló en grietas las baldosas de la pared. Se dirigió al despacho de su superior, con las lágrimas todavía rodando por su cara, salpicando su camino. Abrió sin llamar, sin darle tiempo a pronunciar una sola palabra, lo agarró del pelo y le impulsó la cabeza con todas sus fuerzas sobre el punzón sujetapapeles, que bailaba sobre el escritorio sin ritmo. Quedando ensartado desde la oquedad de su ojo izquierdo.
Pero no, no podía hacerse así, tendría que pensar en otra solución.
II – Perdido.
Al abrir la puerta del baño, Samuel encontró vegetación espesa, que tuvo que ir apartando para abrirse paso y llegar al claro donde comprendió dónde estaba, era un bosque, encantado supuso, donde por más que caminaba no encontraba más camino que los transitados por los animales que lo habitaban, el ruido del correr del agua le llamó la atención. Una cascada espléndida le dio la excusa para sentarse a descansar y a contemplarla, recreándose en el reflejo del pequeño lago que formaba, donde consiguió ver su imagen, su cara de cansancio, a la que se le sumó la cara de su mujer, esperando en casa, con cara de preocupación.
Huir no era una opción.
III – Apático.
Se limpió bien la cara, se arregló la corbata, miró su reloj de muñeca y se dispuso a salir, sin ganas, de su refugio en el aseo. Se sentó frente a los papeles de su cubículo y abrió el cajón de su escritorio donde guardaba, bien a mano por sí las emergencias, su teléfono móvil. Buscó la aplicación pertinente y pidió cita en el servicio de salud mental.
Más tarde, en la cafetería, en uno de los pocos periódicos que todavía conservaban formato físico, rodeaba en rojo el anuncio de una oferta de trabajo. No le apetecía nada empezar otra vez de cero, pero era la mejor opción, al menos para acallar sus instintos.
Korn – Insane
Susurra al abismo. Alguien, en algún sueño, escuchará.