
– Ya lo tengo, ya.
– ¡Joder, otra vez usted!
– Y esta vez tengo la invención perfecta.
– ¿Pero usted no estaba tranquilo en su granja de dinosaurios?
– No se meta con mi Fulgencio, ¿eh?
– No me lo permita Dios. ¿Qué va a ser esta vez?
– He inventado el ácido acetil desoxirribonucleinico.
– ¿El ácido acetil desibirrilubinico?
– No ácido axelerilnuclietilicido.
– ¡Ah! ácido errexiciliciticoesidrico.
– Me está tomando el pelo, ¿no?
– Placenteramente además.
– ¡Es usted un poco idiota! ¿Me va a patentar esto?
– ¿Y qué hace? Aparte de torturar a pedagogos y trabalengüista.
– Quita fulminantemente el dolor de cabeza.
– Claro, lo produce al pedirlo en la farmacia y luego lo quita al tomarlo.
– Pero lo quita definitivamente. Este compuesto modifica la estructura celular de la corteza del hipotálamo, produciendo la segregación de determinadas hormonas que reestructuran el riego sanguíneo.
– Ahí cambia la cosa. Esto sí que sería un avance en la medicina, creo que hasta sería útil en caso de ictus, ¿no?
– Claro que sí, restauraría gran parte de los daños.
– A ver, ¿qué pega tiene?
– Nada, un efecto secundario pequeñito.
– No será dolor de cabeza, ¿verdad?
– No, un diminuto proceso de involución.
– ¿Cómo?
– ¿Conoce aquel estudio de ese científico que dice que tenemos genética neandertal?
– Sí, claro.
– Pues este agente químico lo activa.
– Y nos convertimos en mono, ¿verdad?
– Inmediatamente además.
– Largo de aquí, por favor.
– ¿Eso es que no me lo patenta?
– va a ser que no.
– Bueno, vale.
– Recuerdos a Fulgencio.
– Serán dados. ¿Le puedo coger un caramelo de estos?
– Váyase ya.
Susurra al abismo. Alguien, en algún sueño, escuchará.