
Dejé de apreciar el sabor el día que perdí la ocasión de volver a besar tus labios. Desde entonces, me quedan manchas de grasa en papel estracilla y las mañanas han perdido el aroma a café, el crispear de los churros en las calles, me produce la angustia del que recoge una rosa con miedo a pincharse.
La cocina se ha vuelto ese lugar mudo, triste, sin ganas, de tan limpio que ha quedado el horno y ordenados la alacena. Los fogones, sin llama, me piden la compañía que trae el fuego lento, cuando allí habitaban tus caricias, cuando en condimento, exótico, fragante y especiado volaba sobre la encimera pidiendo entrar en tu plato.
Mi paladar ya no recuerda el dulce ni el salado, solo recuerda el ácido rumor de tu recuerdo y el decantar de aquel aliento, que a diferencia tus labios color burdeos, queda en amargas notas de licores extraños de colores turbios y texturas sintéticas.
Tal vez, tenga que abrir la ventana y dejar que el olor denso del asado escape liberado, y dejar entrar el aire de la mañana, a ver si, con los rayos del sol, entra en mi cocina, unos labios nuevos, que de un beso a fuego lento, me devuelva la capacidad de apreciar el sabor.
Susurra al abismo. Alguien, en algún sueño, escuchará.