
Apretando los puños con fuerza, ahogado, consciente del fin. Sudor frío. Desesperación.
Las hormigas, burlonas y grotescas, se hacen pequeñas y turbias en mi despedida hacia el abismo. Impulso cegador, rugido hambriento de carroñero alado esperando en círculos a que se descomponga el tiempo que me queda por vivir.
Vibración entre mis párpados, sacudidas en el vendaval, lo siento próximo, siento que va a terminar. Ciego el misterio que me tiene en vilo, que angustia mi espera, que me quita esperanza de palpar la tierra y abrazarla sin más. Mas yo cierro los ojos y quebranto en el rezo por si algún divino misterio se apiada de mí al verme caer.
– Señor, ¿se encuentra bien?
– No muy bien, no. Pero es algo pasajero, no pasa nada.
– Bien, señor, no se preocupe que ya estamos a punto de aterrizar.
– Siempre he pensado que los ángeles tienen la melodiosa voz de las azafata de un avión.
Susurra al abismo. Alguien, en algún sueño, escuchará.