
Empezó como una sensación de sueño, ligera, de amorrarse tras la primera copa de vino unas Navidades frente a la lumbre y continuo en el pesar de los párpados en un preoperatorio con focos en la cara y nervios de muerte… Apareció el túnel al que va todo el mundo cuando lo peor va a venir, pero con un curioso rebaño de ovejas eléctricas que volaban alrededor de la esencia del alma que seguía el camino correcto que marcaba hacia la luz. Solo que esta luz era de un azul suave, cielo despejado del amanecer de verano, olor a mar y sonido de pájaros volando. Atravesó el azul destino hecho de gelatina artificial de plástico, y ahí se quedó, de pie, confundido, en un blando suelo del mismo color de la luz que lo abarcaba todo.
Se dio cuenta de que no estaba solo, que había funcionado. Allí estaba ella, sonriente, emocionada, agarrada de su mano. Estuvo ahí todo el tiempo, solo que él no fue capaz de verla hasta ahora.
– Tenemos solo un momento, no quiero arriesgarme mucho más, ¿qué quieres hacer en este minuto?
Alfonso la besó, como si fuera una triste despedida, como si no la fuera a ver nunca más, y mientras saboreaba sus labios por primera vez, sintió cómo se desvanecía, como se apagaba todo.
Ahora estaba sentado en el sillón con el casco de realidad virtual que había construido Sandra para poder tener al menos algún contacto físico, aunque no fuera de verdad.
– Parece que he dormido un día completo.
– Pues solo has estado aquí cinco minutos ¿Te ha gustado?
– Ha sido maravilloso.
– Y tengo buenas noticias.
– ¿Sí? ¿Vamos a poder repetirlo?
– Tengo muchos ajustes que hacer, pero sí.
– ¿Sin riesgos?
– Ahora sé de buena tinta que no va a haber riesgos.
– ¡Que bien! ¿Y eso?
– Acabo de poderte hacerte una copia de seguridad.
Susurra al abismo. Alguien, en algún sueño, escuchará.