
Esa extraña puesta de sol de cielo cubierto de carmesí intenso pasaba ya por cotidiano a ojos de Adam, que terminando la jornada en su finca, se tomaba un momento de reflexión, mientras contemplaba la caída del astro en el delta, donde se podía divisar la extensión de sus cosechas.
Pensaba en su mundo natal, en las gigantescas ciudades con el horizonte como límite. De los amigos que quedaron allá. Y de cómo se divertían por las antiguas calles de su ciudad, esas que tanto contrastaba con los edificios vanguardistas y con los medios de transporte modernos circulando sin rumbo. Locales de moda, risas y aglomeraciones de jóvenes en las noches de neón de los sábados, saltando al compás de melodías electrónicas.
Pensaba curioso cómo había sido el cambio. Trabajar la tierra para que diese sus frutos, investigar el terreno y los nuevos alimentos, aprender a organizarse inventando medios y abrir un negocio. También había descubierto el amor, de la forma más intensa si cabe, acompañado por la lucha por sobrevivir y el miedo a lo desconocido. Y por último, no menos importante, la paternidad, algo que no se sabe tan difícil hasta que no se experimenta Con el condicionante de estar en un mundo nuevo y desconocido, es todo un duro reto, pero bastante gratificante también.
Los pocos rayos rojizos de luz dejaba paso a la curiosa noche primaveral Kerpliana, un cielo lleno de luces de colores, infinidad de luciérnagas y medusas creaban la luminiscencia necesaria para que la puesta de sol dejara paso a otro espectáculo natural no menos gratificante.
Adam contemplaba que a pocos metros, Vega, su hija y Willy, jugaban corriendo entre risas tras las iridiscentes medusas más rezagadas, que escapaban, de torpe manera, en su ascenso a las alturas. Sentir el abrazo de Eva, que venía a su encuentro para volver a casa juntos, fue suficiente para que una idea se escapara de entre sus recuerdos hacia el oído de su amada;
– ¿Dónde iba a estar yo mejor que en mi hogar?
Susurra al abismo. Alguien, en algún sueño, escuchará.