
A amanecer, Kendra abre la ventana de par en par, para que los rayos de sol calienten la habitación y los malos espíritus se incomoden y se marchen.
Vanir es un poco perezoso, cuando Kendra llega para alimentarle, él todavía remolonea en su nido, se estira al tiempo que bosteza y separa todos los pinchos de su lomo, quien no lo conoce diría que es una posición amenazante, solo es un bostezo, luego le entrega su cuenco de lombrices que devora con pasión.
Antes de desayunar bajan Kendra y Vanir al sótano, se encargan de su limpieza, barriendo y fregando el suelo. Al terminar encienden las velas y restauran con tiza el dibujo del pentagrama.
Con un punzón fino como el cabello y duro como un día sin comida, Kendra, pinchándose en un dedo, vierte unas gotas de su roja sangre en el centro del restaurado signo y entona un melodioso cántico, haciendo iluminar el pentagrama con el tono de su voz.
Es una oración, un profundo juramento, recuerdo de sus ancestros que empiezan a murmurar. Su voz eleva la plegaria, reza a la profundidad del bosque, al espectro de la sombra. Ruega por la luz que le guía y por la oscuridad que le somete. Pide que le concedan la dicha, que su esencia se eleve. Por los ríos y los mares, por las montañas y los valles. Pide hasta las lágrimas por todas las madres. Y dando gracias a Gea, ella se despide.
Desayuna rápido, pues el tiempo apremia y el aprendizaje no espera. Además, ¿quién quiere perderse un precioso y soleado día?

Susurra al abismo. Alguien, en algún sueño, escuchará.